Hugo Ardiles - Regreso Al Tíbet

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Allí tomamos la decisión de llamarla Dawa, "luna" en tibetano, porque era el nombre original de Tara, antes de que se iluminara.

Aproveché esa oportunidad para contarle al lama Urgyen mis experiencias sobre mi encarnación anterior en el monasterio Drepung del Tíbet y mi convicción de que él había sido mi Maestro en aquella vida. Él lo pensó y no lo confirmó, pero me dijo que no le cabía duda de que yo tenía una conexión kármica muy grande con el budismo tibetano y que en esta vida debía continuar mi camino en el Dharma [18].

Le expliqué entonces que yo dirigía un instituto en donde aplicaba el yoga a la medicina y en donde daba un curso de meditación. Le pedí autorización para transmitir en ese curso algunos aspectos de la filosofía budista. En la Argentina había muchas personas interesa-das en el budismo, le expliqué, pero no se acercaban para no compro-meterse religiosamente.

A mí y a mi traductora nos costó mucho hacerle comprender la diferencia entre religión y filosofía ya que para un budista es lo mismo. Finalmente comprendió mi pedido y me dio la autorización que necesitaba a fin de preparar a la gente para la llegada de algún lama. Él transmitiría los aspectos religiosos e impartiría las iniciaciones necesarias. Yo, en cambio, quería enseñar meditación y explicar algunos aspectos difíciles de comprender de la filosofía budista a aquellos que quisieran iniciar el camino que después continuarían con un lama.

De nuevo sentí gran amor y agradecimiento hacia el lama Urgyen Tulku y la despedida, como la vez anterior, fue con un "hasta siempre".

En Kathmandú tuve la sorpresa de encontrarme con que Dilgo Kyense Rinpoché, el lama grandote, el Buda viviente que había conocido personalmente el año anterior, había muerto en diciembre de ese mismo año, en Bután. Y mientras estábamos ahora en Nepal iban a traer su cuerpo desde ese país vecino para tenerlo presente en las ceremonias de despedida antes de ser cremado, de vuelta en Bután. Al igual que había pasado con la muerte del lama Kamtrul VIII (Véase comentario a la Foto 8), la reina de Bután, ahora discípula del lama Dilgo Kyense, se negó a que el cuerpo del lama saliera de Bután para que fuera incinerado en su propio monasterio en Kathmandú. Mucho tuvieron que trabajar los lamas de la India y Nepal para convencer a la reina, igual que el mismo Kyense Rinpoché hiciera años atrás cuando murió el lama Kamtrul, para que al final pudieran llevarlo a Kathmandú, con la condición de devolverlo después de las ceremonias mortuorias.

Asistimos por lo tanto a esas ceremonias. No había tristeza entre los asistentes puesto que se agasajaba la presencia de un Buda y su paso al "parinirvana", o sea a la iluminación. Pero yo, que aún no he superado "el apego al ego", no pude dejar de entristecerme recordando que ese lama, ante quien practiqué por primera vez "Guru yoga", ese hombre sublime que me había bendecido en mi cumpleaños el año anterior, estaba ahora allí, dentro de una gran caja de madera sobre un altar.

La costumbre tibetana es velar a los grandes lamas durante muchos días. Los colocan, cubiertos de sal, sentados en padmasana (con las piernas cruzadas y cada pie encima del muslo opuesto, posición usada para meditar). De a poco su cuerpo se fue reduciendo hasta que ese hombre corpulento, casi un gigante, cabía en una caja donde apenas hubiera podido estar sentado un niño de ocho años…

Llevé a Andrea a todos los lugares que para mí habían sido importantes en Nepal y la India, y además, visitamos el Ashram de Sai Baba en Putaparti, cerca de Bangalore, India, donde conocimos a este extraordinario e impresionante personaje del hinduismo actual. Se lo considera un "avatar", es decir, una encarnación divina, con una gran misión para la humanidad, no sólo para el pueblo que lo rodea. Sai Baba es ecuménico. Para él todas las religiones conducen a Dios y enseñan al hombre a vivir bien en la tierra. Parecería que su principal misión es restaurar los principios más puros del hinduismo (como la existencia de un solo Dios) entre la gente de la India, politeísta, y entre todos los hombres del mundo que están olvidando el camino hacia Dios. Sai Baba afirma que cada uno de nosotros es Dios y sólo hay que ponerse en contacto con esa divinidad interna que yace oculta en nuestro interior. Recuerdo haber leído que una vez un periodista le preguntó si era cierto que él era Dios. "Sí, le contestó Sai Baba, pero usted también, sólo que usted no lo sabe." [19]

Es un hombre muy extraño, que tiene poderes sobrenaturales como curar a la gente y ayudarla a distancia para que supere problemas de su vida. Otra de sus características es que materializa cosas como si las tomara del aire ante la vista de los presentes que, por miles, lo visitan a diario. Y allí me encontré de nuevo con esta contradicción del hombre entre lo que siente y lo que piensa, entre lo que es y lo que hace. Creo que esto estuvo subyacente en todo lo que viví en mi viaje. Viví dentro mío la diferencia entre el sentir y el pensar de dos culturas contradictorias: la occidental, de la que yo venía y con la que pensaba, y la oriental, a la que iba y con la que sentía. Los occidentales dudamos de todo porque predomina en nosotros la lógica formal de nuestro intelecto. Los orientales saben que todo lo que sienten y piensan está supeditado a algo trascendente que está más allá de la voluntad humana. Son religiosos por antonomasia. Nosotros tenemos que ver para creer. Tenemos que tocar para sentir que es verdad. Y luego dudamos de lo que vimos y sentimos, y pensamos que sólo fue una ilusión.

Sai Baba usa un recurso que ya utilizaron muchos enviados divinos anteriores: el milagro. Es la manera de atraer a la gente. No creo que él piense que eso que hace es importante para la espiritualidad, pero lo hace porque sabe que la gente necesita, para poder escuchar lo que enseña, que él sea diferente de los demás seres humanos por las cosas que hace, para poder maravillarse ante su presencia.

Sus seguidores están tremendamente convencidos de que él es divino. Me encontré allí con muchos argentinos, algunos conocidos, que iban a la India sólo para ver a Sai Baba. Viajaban casi todos los años, formando grupos más o menos organizados. No quiero usar la palabra fanatismo, pero es lo que se me ocurre cuando pienso en de-terminadas conductas que veía en ellos. Como ejemplo contaré una simple anécdota.

Los argentinos habíamos quedado en encontrarnos a las seis de la mañana en un determinado lugar para entrar juntos para ver a Baba. Una mujer del grupo se atrasó y sus compañeras la esperaron casi media hora. Cuando llegó, corriendo, porque seguramente se había dormido, exclamó: "Me atrasé… seguramente Baba quiso que yo llegara tarde…" Todo lo que les sucede se lo atribuyen a Sai Baba…

Por otro lado, suceden cosas increíbles que hacen que la devoción tenga un asidero incuestionable. Por ejemplo, Roberto, un médico amigo mío, conoció a Sai Baba en el viaje que organizaron los psicoterapeutas argentinos para asistir a un congreso de Psicología Transpersonal en Bangalore en 1992. Y allí le pasó lo siguiente: ad-mirado de las materializaciones que Sai Baba hacía frente a los visitantes, como regalar relojes o anillos que sacaba del aire, o dejar caer ceniza de entre sus dedos sobre la cabeza de algún fiel agachado frente a él, no sabía si estaba ante un prestidigitador muy hábil o ante un ser celestial. Su compañero de habitación le sugirió que, ya que Roberto meditaba todas las noches antes de dormir, que le hablara a Sai Baba durante la meditación de esa misma noche y le pidiera algo para el día siguiente, cuando lo fueran a ver de nuevo. Roberto comentó que le pediría que Baba le regalara una imagen de Jesús.

A la mañana siguiente, Sai Baba pasó como de costumbre por frente a los fieles que lo rodeaban, para darles cosas o para decirles algo. Cuando llegó frente a Roberto se detuvo, le tomó de una mano y mirándolo a los ojos le dijo en inglés: "Tú eres un hombre bueno. ¿Quién es tu Maestro?"

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