Michael Connelly - El Observatorio

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Una noche aparece un cadáver en un observatorio de las colinas de Hollywood. Aparentemente, se trata de un asesinato común, por lo que el detective de policía Harry Bosch se hace cargo del caso. No obstante, pronto se descubrirá que la víctima, Stanley Kent, trabajaba en el sector clínico y tenía acceso a sustancias radiactivas. Esto convierte un simple homicidio en un asunto de terrorismo. El FBI toma las riendas y empieza una carrera contrarreloj para encontrar a los culpables, pues saben que tienen sustancias peligrosas en su poder y pueden hacer uso de ellas -y provocar una masacre- en cualquier momento. Rachel Walling, agente del FBI y ex pareja de Harry Bosch, pondrá las cosas muy difíciles al detective, pero éste seguirá su instinto y se dará cuenta de que en este caso absolutamente nada es lo que parece.

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– Sí, de acuerdo. ¿Y fue una medida rutinaria de la Unidad de Inteligencia Táctica y el Departamento de Seguridad Nacional o fue porque se había producido una amenaza contra él?

– No, no hubo una amenaza dirigida específicamente a él. Mira, estamos perdiendo…

– ¿Entonces a quién? ¿Una amenaza a quién?

Walling ajustó su posición en la silla y dio un bufido con exasperación.

– No era una amenaza contra nadie en concreto; simplemente tomamos precauciones. Hace dieciséis meses alguien entró en una clínica contra el cáncer en Greensboro, Carolina del Norte. Burlaron las minuciosas medidas de seguridad y se llevaron unos pequeños tubos de un radioisótopo llamado cesio 137 que, en aquel entorno, se usaba legítimamente en el tratamiento médico del cáncer de útero. No sabemos quién entró allí o por qué, pero se llevaron el material. Cuando se conoció la noticia del robo, alguien en el operativo antiterrorista aquí en Los Ángeles pensó que sería buena idea incrementar la seguridad de estas sustancias en los hospitales locales y advertir a quienes tienen acceso a ellas y las manipulan de que tomaran precauciones y estuvieran alerta. ¿Podemos ir ahora?

– Y ésa eras tú.

– Sí. Exacto. Tuvimos que poner en práctica la teoría federal del «goteo». Nos tocó a mí y a mi compañero ir a hablar con gente como Stanley Kent y su esposa. Fuimos a verlos a su casa para poder llevar a cabo una evaluación de seguridad de su domicilio, a la vez que les avisábamos de que debían cubrirse las espaldas. Por esa misma razón, he sido yo la que ha recibido la llamada cuando ha surgido su nombre.

Bosch puso marcha atrás y salió rápidamente del sendero de acceso.

– ¿Por qué no me lo dijiste de entrada?

En la calle, el coche saltó hacia adelante cuando Bosch metió la marcha.

– Porque en Greensboro no mataron a nadie -respondió Walling desafiante-. Todo este asunto podría ser algo diferente. Me pidieron que me acercara con cautela y discreción; siento haberte mentido.

– Es un poco tarde para eso, Rachel. ¿ Recuperasteis el cesio en Greensboro?

Walling no respondió.

– ¿Lo recuperasteis?

– No, todavía no. Creen que se vendió en el mercado negro. El material en sí es muy valioso desde el punto de vista monetario, incluso si se utiliza en el contexto médico adecuado. Por eso no estamos seguros de lo que tenemos aquí. Y por eso me enviaron.

Al cabo de otros diez segundos estaban en la manzana correcta de Arrowhead Drive y Bosch empezó a buscar otra vez la dirección, pero Walling lo orientó.

– Creo que es ésa de la izquierda, la de los postigos negros. Es difícil saberlo por la noche.

Bosch metió el coche y puso la transmisión automática en la opción aparcar antes de que el coche se detuviera. Bajó de un salto y se dirigió a la puerta. La casa estaba a oscuras, ni siquiera la luz de encima del portal estaba encendida. Sin embargo, al acercarse vio que la puerta de la calle estaba entornada.

– Está abierto -dijo.

Bosch y Walling desenfundaron sus armas. Bosch colocó la mano en la puerta y lentamente la empujó para abrirla. Con las pistolas en alto, entraron en la oscura y silenciosa casa y Bosch, rápidamente, hizo un movimiento de barrido con la mano hasta que encontró un interruptor.

Las luces se encendieron, iluminando una sala de estar ordenada y vacía, sin ninguna señal de problemas.

– ¿Señora Kent? -Walling llamó en voz alta. Luego le dijo a Bosch en voz más baja-: Tiene esposa, sin hijos.

Walling llamó una vez más, pero la casa permaneció en silencio. Había un pasillo a la derecha y Bosch avanzó hacia él. Encontró un interruptor e iluminó un corredor con cuatro puertas cerradas y una estancia sin puerta. Se trataba de una oficina doméstica en cuya ventana Bosch advirtió un reflejo azul procedente de la pantalla de un ordenador. Pasaron junto a la oficina y avanzaron puerta por puerta, descartando lo que parecía un dormitorio de invitados y un gimnasio privado con máquinas de cardio y colchonetas de ejercicios colgadas de las paredes. La tercera puerta daba a un lavabo de cortesía que estaba vacío y la cuarta, al dormitorio principal.

Entraron en el dormitorio y Bosch una vez más encendió un interruptor. Encontraron a la señora Kent.

Estaba en la cama, desnuda, amordazada y con las manos atadas a la espalda. Tenía los ojos cerrados. Walling corrió hacia ella para ver si estaba viva mientras Bosch cruzaba el dormitorio para asegurarse de que no había peligro en el cuarto de baño ni en el vestidor. No había nadie.

Al volver junto a la cama vio que Walling había usado una navaja para cortar las bridas de plástico que habían usado para atar las muñecas y tobillos de la mujer. Rachel tapó a la mujer con la colcha. Había un inconfundible olor a orina en la habitación.

– ¿Está viva? -preguntó Bosch.

– Está viva. Sólo se ha desmayado. La han dejado aquí así.

Walling empezó a frotar las muñecas y las manos de la mujer, que se habían oscurecido y amoratado por la falta de circulación sanguínea.

– Pide ayuda -ordenó.

Bosch, enfadado consigo mismo por no haber reaccionado hasta que se lo ordenaron, sacó el teléfono y salió al pasillo para llamar al centro de comunicaciones y solicitar una ambulancia.

– Diez minutos -dijo después de colgar y volver al dormitorio.

Bosch sintió que le recorría una oleada de excitación. Tenían una testigo viva. La mujer de la cama podría contarles al menos algo de lo que había ocurrido. Sabía que era de vital importancia conseguir que hablara lo antes posible.

Se oyó un quejido cuando la mujer recuperó la conciencia.

– Señora Kent, tranquila -dijo Walling-. Está bien. Ahora está a salvo.

La mujer se tensó y sus ojos se abrieron al ver a dos desconocidos delante de ella. Walling mostró sus credenciales.

– FBI, señora Kent. ¿Se acuerda de mí?

– ¿Qué? ¿Qué ha…? ¿Dónde está mi marido?

Empezó a levantarse, pero se dio cuenta de que estaba desnuda bajo la colcha y trató de arroparse más. Al parecer, aún tenía los dedos entumecidos y no conseguía agarrar el tejido. Walling la ayudó con la colcha.

– ¿Dónde está Stanley?

Walling se arrodilló a los pies de la cama para situarse a su misma altura. Miró a Bosch en busca de una pista respecto a cómo manejar la pregunta de la mujer.

– Señora Kent, su marido no está aquí -dijo Bosch-. Soy el detective Bosch, del Departamento de Policía de Los Ángeles, y ella es la agente Walling, del FBI. Estamos tratando de descubrir lo que le ha ocurrido a su marido.

La mujer miró a Bosch y luego a Walling y su atención se posó en la agente federal.

– La recuerdo -dijo-. Vino a casa para advertirnos. ¿Es eso lo que está pasando? ¿Los hombres que estuvieron aquí tienen a Stanley?

Rachel se inclinó hacia ella y le habló con voz calmada.

– Señora Kent, nosotros… Se llama Alicia, ¿verdad? Alicia, necesitamos que se calme un poco para que podamos hablar y posiblemente ayudarla. ¿Quiere vestirse?

Alicia Kent asintió con la cabeza.

– Vale, le dejaremos intimidad -dijo Walling-. Vístase y la esperaremos en la sala de estar. Primero déjeme preguntarle si la han herido de algún modo.

La mujer negó con la cabeza.

– ¿Está segura…?

Walling no terminó, como si estuviera avergonzada por su propia pregunta. Bosch no lo estaba. Necesitaba saber con precisión lo que había ocurrido allí.

– Señora Kent, ¿la han agredido sexualmente?

La mujer negó otra vez con la cabeza.

– Me obligaron a desnudarme. Es lo único que hicieron.

Bosch examinó los ojos de Alicia Kent, esperando interpretar su mirada y ser capaz de determinar si estaba diciendo la verdad.

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