Michael Connelly - El Observatorio

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Una noche aparece un cadáver en un observatorio de las colinas de Hollywood. Aparentemente, se trata de un asesinato común, por lo que el detective de policía Harry Bosch se hace cargo del caso. No obstante, pronto se descubrirá que la víctima, Stanley Kent, trabajaba en el sector clínico y tenía acceso a sustancias radiactivas. Esto convierte un simple homicidio en un asunto de terrorismo. El FBI toma las riendas y empieza una carrera contrarreloj para encontrar a los culpables, pues saben que tienen sustancias peligrosas en su poder y pueden hacer uso de ellas -y provocar una masacre- en cualquier momento. Rachel Walling, agente del FBI y ex pareja de Harry Bosch, pondrá las cosas muy difíciles al detective, pero éste seguirá su instinto y se dará cuenta de que en este caso absolutamente nada es lo que parece.

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– Es él -dijo Walling-. Stanley Kent.

Bosch mostró su conformidad con un gesto y le ofreció la mano para que ella pudiera volver a pasar por encima del cadáver. Walling lo ignoró y lo hizo sin ayuda. Bosch miró a Felton, que estaba agachado junto al cadáver.

– Entonces, doctor, ¿quieres decirnos qué tenemos aquí? -preguntó Bosch, acuclillándose al otro lado de la víctima para gozar de una mejor perspectiva.

– Tenemos a un hombre al que trajeron aquí, o vino por alguna razón, y le hicieron ponerse de rodillas. -Felton señaló los pantalones de la víctima. Había manchas de tierra anaranjada en ambas rodillas-. Alguien le disparó dos tiros en la nuca y el hombre cayó de bruces. Las heridas faciales que ves se produjeron cuando tocó el suelo. Entonces ya estaba muerto.

Bosch asintió.

– No hay heridas de salida -añadió Felton-. Probablemente utilizaron un arma pequeña, como una veintidós con efecto rebote dentro del cráneo. Muy eficaz.

Bosch se dio cuenta de que el teniente Gandle había estado hablando en sentido figurado al mencionar que los sesos de la víctima se habían esparcido por la vista del mirador. En el futuro, tendría que recordar la tendencia de Gandle a la hipérbole.

– ¿Hora de la muerte? -le preguntó a Felton.

– Según la temperatura del hígado, diría que hace cuatro o cinco horas -repuso el forense-. A las ocho, más o menos.

Este último detalle inquietó a Bosch. Sabía que a las ocho ya habría oscurecido y ya haría rato que todos los adoradores del anochecer se habrían marchado; aun así, los tiros habrían resonado desde el mirador y en las casas de los riscos cercanos. Sin embargo, nadie había llamado a la policía, y el cuerpo no fue hallado hasta que un coche patrulla pasó casualmente al cabo de tres horas.

– Sé lo que estás pensando -dijo Felton-. ¿Y el sonido? Hay una posible explicación. Chicos, dadle otra vez la vuelta.

Bosch se levantó y se quitó de en medio para que Felton y uno de sus ayudantes dieran la vuelta al cadáver. Bosch miró a Walling y por un momento ambos se sostuvieron la mirada, hasta que ella volvió a examinar el cadáver.

Con el cuerpo boca abajo, quedaron expuestas las heridas de bala en la nuca. El cabello negro de la víctima estaba apelmazado de sangre. La parte de atrás de su camisa blanca estaba salpicada con una fina llovizna de una sustancia marrón que inmediatamente atrajo la atención de Bosch. Había estado en más escenas de crimen de las que era capaz de contar y no creía que fuera sangre lo que manchaba la camisa del muerto.

– Eso no es sangre, ¿no?

– No -dijo Felton-. Creo que en el laboratorio descubriremos que es jarabe de Coca-Cola, el residuo que puede encontrarse en el fondo de una lata o botella vacía.

Walling respondió antes de que Bosch pudiera hacerlo.

– Un silenciador improvisado para amortiguar el sonido de los disparos -dijo-. Enganchas una botella vacía de plástico al cañón del arma y el sonido del disparo se reduce significativamente porque las ondas se proyectan en la botella más que al aire libre. Si la botella tiene un residuo de Coca-Cola, el líquido salpica en el objetivo del disparo.

Felton miró a Bosch y asintió de manera aprobatoria.

– ¿De dónde la has sacado, Harry? Es un buen partido.

Bosch miró a Walling. Él también estaba impresionado.

– Internet -explicó ella.

Bosch asintió, aunque no la creía.

– Y hay una cosa más en la que deberíais fijaros -dijo Felton, atrayendo la atención de ambos hacia la víctima.

Bosch se agachó otra vez, y Felton se estiró para señalar la mano del difunto en el lado de Bosch.

– Lleva uno de éstos en cada mano.

Estaba señalando un anillo de plástico de color rojo en el dedo corazón. Bosch lo miró y se fijó en la otra mano, donde vio un anillo rojo idéntico. Las sortijas tenían una especie de cinta de color blanco en la parte que quedaba en la cara interior de cada mano.

– ¿Qué son? -preguntó Bosch.

– Todavía no lo sé -dijo Felton-› pero creo…

– Yo sí -dijo Walling.

Bosch levantó la mirada hacia ella. Asintió. Por supuesto que ella lo sabía.

– Se llaman anillos DTL -dijo Walling-. Son las siglas de dosimetría termoluminiscente. Es un dispositivo de advertencia previa que mide la exposición a la radiación.

La noticia produjo un silencio inquietante en los reunidos hasta que Walling continuó.

– Y les daré un consejo -dijo-. Cuando están vueltos hacia dentro de esta manera, con la pantalla de DTL en el lado de la palma de la mano, suele significar que el portador manipula directamente materiales radiactivos.

Bosch se levantó.

– Muy bien -ordenó-, que todo el mundo se aparte del cadáver. Hacia atrás.

Los técnicos de la escena del crimen, el equipo del juez de instrucción y Bosch empezaron a retroceder, pero Walling no se movió. La agente del FBI levantó las manos como si estuviera convocando la atención de una congregación en la iglesia.

– Un momento, un momento -dijo-. Nadie ha de retroceder. No pasa nada. No hay peligro.

Todos se detuvieron, pero nadie volvió a sus posiciones originales.

– Si hubiera una amenaza de exposición aquí, las pantallas de DTL de los anillos estarían negras -dijo Walling-. Ésa es la primera advertencia. Pero no se han puesto negras, así que estamos todos a salvo. Además, tengo esto.

Se abrió un poco la chaqueta para mostrar una cajita negra enganchada a su cinturón como si fuera un busca.

– Es un monitor de radiación -explicó-. Si tuviéramos un problema, creedme, este chisme estaría zumbando y yo sería la primera en salir corriendo. Pero no es así. Todo está en orden, ¿vale?

La gente de la escena del crimen empezó vacilantemente a regresar a sus posiciones. Harry Bosch se acercó a Walling y la agarró por el codo.

– ¿Podemos hablar un momento?

Salieron del calvero en dirección a la acera de Mulholland. Bosch sintió que la situación cambiaba, pero trató de no evidenciarlo. Estaba agitado. No quería perder el control de la escena del crimen, y esa clase de información suponía una clara amenaza.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Rachel? -preguntó-. ¿Qué está pasando?

– Igual que tú, yo he recibido una llamada en plena noche. Me han pedido que viniera.

– Eso no me dice nada.

– Te aseguro que he venido para ayudar.

– Entonces empieza por decirme exactamente qué estás haciendo aquí y quién te ha enviado. Eso me ayudaría mucho.

Walling miró a su alrededor y luego volvió a mirar a Bosch. La agente señaló más allá del perímetro de la cinta amarilla.

– ¿Me acompañas?

Bosch extendió la mano para que Walling fuera delante. Pasaron por debajo de la cinta. Cuando Bosch juzgó que estaban fuera del alcance auditivo del resto de los congregados en la escena del crimen, se detuvo y la miró.

– Vale, ya estamos bastante lejos -dijo-. ¿Qué está pasando? ¿Quién te ha hecho venir?

Walling lo miró a los ojos otra vez.

– Escucha, lo que te cuente ha de ser confidencial -dijo ella-. Por ahora.

– Mira, Rachel, no tengo tiempo para…

– Stanley Kent está en una lista. Cuando tú o uno de tus colegas introdujo su nombre en el ordenador esta noche, saltó una alarma en Washington D.C. y yo recibí una llamada en Táctica.

– ¿Qué? ¿Era un terrorista?

– No, era un físico médico. Y, por lo que yo sé, un ciudadano que cumplía con la ley.

– Entonces, ¿qué significan los anillos de radiación y la aparición del FBI en medio de la noche? ¿En qué lista estaba Stanley Kent?

Walling no hizo caso de la pregunta.

– Deja que te pregunte una cosa, Harry. ¿Alguien ha ido a casa de este hombre o a ver a su mujer?

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