Michael Connelly - El Observatorio

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Una noche aparece un cadáver en un observatorio de las colinas de Hollywood. Aparentemente, se trata de un asesinato común, por lo que el detective de policía Harry Bosch se hace cargo del caso. No obstante, pronto se descubrirá que la víctima, Stanley Kent, trabajaba en el sector clínico y tenía acceso a sustancias radiactivas. Esto convierte un simple homicidio en un asunto de terrorismo. El FBI toma las riendas y empieza una carrera contrarreloj para encontrar a los culpables, pues saben que tienen sustancias peligrosas en su poder y pueden hacer uso de ellas -y provocar una masacre- en cualquier momento. Rachel Walling, agente del FBI y ex pareja de Harry Bosch, pondrá las cosas muy difíciles al detective, pero éste seguirá su instinto y se dará cuenta de que en este caso absolutamente nada es lo que parece.

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– La pistola está en la guantera y el cesio en el compartimento central.

– ¿Qué?

– El cesio está en el compartimento debajo del apoyabrazos. Sacó las cápsulas del cerdo, por eso no estaban en su bolsillo. Estaban en el reposabrazos central.

Harry se tocó la cadera derecha, el lugar donde Gonzalves se había quemado por la radiación. El mismo lugar habría estado junto al reposabrazos si él hubiera estado sentado en el asiento del conductor.

Rachel no dijo nada durante varios segundos. Se limitó a mirarle a la cara.

– ¿Estás bien? -preguntó finalmente. Bosch casi se rio.

– No lo sé -dijo-. Pregúntamelo dentro de diez años. Walling vaciló, como si supiera algo pero no quisiera compartirlo.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

– Nada, pero deberías revisarte.

– ¿Qué van a poder hacerme? Mira, no he estado tanto tiempo en la camioneta, a diferencia de Gonzalves, que estuvo sentado al lado; prácticamente lo estaba mordiendo.

Walling no respondió. Bosch le pasó el monitor.

– No estaba encendido. Pensaba que estaba encendido cuando me lo diste.

Ella lo cogió y lo miró.

– Yo también lo pensaba.

Bosch pensó en cómo había llevado el monitor en el bolsillo en lugar de enganchado a su cinturón. Probablemente lo había apagado inadvertidamente cuando lo había metido y sacado del bolsillo dos veces. Miró la camioneta y se preguntó si acababa de herirse o matarse él mismo.

– Necesito un trago de agua -dijo-. Tengo una botella en el maletero.

Bosch caminó hasta la parte de atrás de su coche. Usando la puerta abierta del maletero para esconderse de Walling, apoyó las manos en el parachoques y trató de descifrar los mensajes que su cuerpo le enviaba a su cerebro. Sintió que le ocurría algo, pero no sabía si le estaba sucediendo físicamente o si los temblores eran una respuesta emocional a lo que acababa de ocurrir. Recordó lo que la doctora de Urgencias había dicho sobre Gonzalves y cómo el daño más grave era interno. ¿Y si su propio sistema inmunitario se estaba colapsando? ¿Estaba bordeando el desagüe? De repente pensó en su hija, tuvo una visión de ella la última vez que la vio.

Maldijo en voz alta.

– ¿Harry?

Bosch miró en torno a la puerta del maletero. Rachel estaba caminando hacia él.

– Los equipos están en camino. Llegarán en cinco minutos. ¿ Cómo te sientes?

– Creo que estoy bien.

– Bien. He hablado con el jefe del equipo. Cree que la exposición ha sido demasiado corta para que sea algo grave, pero igualmente deberías ir a Urgencias a que te revisen.

Bosch metió la mano en el maletero y sacó una botella de agua de litro. Era una botella de emergencia que guardaba para vigilancias que se prolongaban más de lo esperado. La abrió y dio dos largos tragos. El agua no estaba fría, pero resultaba agradable tragarla. Tenía la garganta seca.

Bosch cerró la botella y volvió a ponerla en su sitio. Rodeó el coche hasta Walling. Al caminar hacia ella miró por encima de su hombro hacia el sur. Se dio cuenta de que el callejón se extendía varias manzanas por la parte de atrás del Easy Print y pasaba por detrás de distintos locales y oficinas de Cahuenga hasta Barham.

A lo largo del callejón, aproximadamente cada veinte metros, había contenedores verdes colocados en perpendicular a las fachadas traseras. Bosch se dio cuenta de que los habían sacado de los espacios entre los edificios. Igual que en Silver Lake, era un día de recogida y los contenedores esperaban la llegada de los camiones del ayuntamiento.

De repente lo comprendió todo. Era como la fusión: dos elementos que se unían para crear algo nuevo. Lo que le inquietaba de las fotos de la escena del crimen, el póster de yoga, todo. Los rayos gamma le habían atravesado, pero le habían dejado iluminado. Lo supo. Lo comprendió.

– Es un carroñero.

– ¿Quién?

– Digoberto Gonzalves -dijo Bosch, mirando por el callejón-. Es día de recogida. Han sacado los contenedores para los camiones del ayuntamiento. Gonzalves es un carroñero, busca en los contenedores y sabía que estarían allí y que sería un buen momento para venir aquí. -Miró a Walling antes de completar su idea-. Y también lo sabía alguien más.

– ¿Quieres decir que el cesio estaba en un contenedor?

Bosch asintió y señaló al callejón.

– Allí al final está Barham. Barham te lleva a Lake Hollywood. Lake Hollywood te lleva al mirador. Este caso nunca sale de una página del plano.

Walling se acercó y se quedó de pie delante de él, bloqueándole la vista. Bosch oyó sirenas en la distancia.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Que Nassar y El-Fayed robaron el cesio y lo tiraron en un contenedor al pie de la colina? ¿Luego vino este carroñero y lo encontró?

– Estoy diciendo que hemos recuperado el cesio, así que volvamos a mirar esto como un homicidio. Bajas del mirador y puedes llegar a ese callejón en cinco minutos.

– ¿Y? ¿Robaron el cesio y mataron a Kent sólo para poder bajar aquí y tirarlo? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿O estás diciendo que renunciaron a todo? ¿Por qué harían eso? Vamos a ver, ¿tiene algún sentido? No me imagino a esa gente asustándose fácilmente.

Bosch se dio cuenta de que había formulado seis preguntas a la vez, posiblemente un nuevo récord.

– Nassar y El-Fayed nunca estuvieron cerca del cesio -dijo-. Eso es lo que estoy diciendo.

Se acercó a la camioneta y recogió del suelo el póster enrollado. Se lo dio a Rachel. Las sirenas estaban sonando con más fuerzas.

Ella desenrolló el póster y lo miró.

– ¿Qué es? ¿Qué significa?

Bosch lo cogió y empezó a enrollarlo de nuevo.

– Gonzalves lo encontró en el mismo contenedor en el que encontró la pistola, la cámara y el cerdo de plomo.

– ¿Y? ¿Qué significa, Harry?

Dos coches federales aparcaron en el callejón y empezaron a acercarse a ellos, esquivando los contenedores colocados para su recogida. Al acercarse, Bosch vio que el conductor del coche delantero era Jack Brenner.

– ¿Me has oído, Harry? ¿Qué…?

De repente, las rodillas de Bosch parecieron ceder y Harry cayó sobre ella, arrojando los brazos en torno al cuerpo de Walling para evitar tocar el suelo.

– ¡Bosch!

Ella lo agarró y lo sostuvo.

– Eh… no me siento muy bien -murmuró-. Creo que es mejor… ¿Puedes llevarme a mi coche?

Walling lo ayudó a enderezarse y luego empezó a caminar hacia su coche. Puso un brazo en torno a los hombros de ella. Tras ellos se oyeron portazos al tiempo que salían los agentes.

– ¿Dónde están las llaves? -preguntó Walling.

Bosch le entregó el llavero justo cuando Brenner corría hacia ellos.

– ¿Qué es? ¿Qué pasa?

– Ha estado expuesto. El cesio está en el centro de la consola central. Tened cuidado. Voy a llevarlo al hospital.

Brenner retrocedió, como si lo que tuviera Bosch fuera contagioso.

– Vale -dijo-. Llámame cuando puedas.

Bosch y Walling siguieron caminando hacia el coche.

– Vamos, Bosch -dijo Walling-. Quédate conmigo. Aguanta y se ocuparán de ti.

Rachel lo había llamado por el apellido otra vez.

18

El coche saltó hacia delante cuando Rachel salió del callejón y se dirigió al sur por Cahuenga.

– Voy a llevarte al Queen of Angels para que la doctora Garner pueda echarte un vistazo -dijo-. Aguanta, Bosch, hazlo por mí.

Harry sabía que esas muestras de cariño de llamarlo por el apellido probablemente terminarían pronto. Señaló el carril de giro a la izquierda que llevaba a Barham Boulevard.

– Olvídate del hospital -dijo-. Llévame a la casa de los Kent.

– ¿Qué?

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