– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Bosch.
– Harry, no te acerques -le advirtió Walling-. No está consciente, así que retrocedamos y hablemos con el médico antes de hacer nada.
Bosch señaló las quemaduras del paciente.
– ¿Esto puede ser por el cesio? -preguntó-. ¿Puede actuar tan deprisa?
– Por exposición directa a una cantidad grande sí. Depende de cuánto durara la exposición. Este tipo parece que llevó el material en el bolsillo.
– ¿Se parece a Moby o El-Fayed?
– No, no se parece a ninguno de los dos. Vamos.
Walling volvió a pasar al otro lado de la cortina y Bosch la siguió. Rachel ordenó al vigilante de seguridad que fuera a buscar al médico de Urgencias que estaba tratando al hombre. Abrió el teléfono y pulsó un único botón. La llamada fue respondida de inmediato.
– Positivo -dijo Walling-. Tenemos una exposición directa. Necesitamos montar un puesto de mando y un protocolo de contención.
Walling escuchó y a continuación respondió una pregunta.
– No, ninguno de los dos. Todavía no tengo una identificación. Llamaré en cuanto la tenga. -Cerró el teléfono y miró a Bosch-. El equipo de radiación llegará en diez minutos. Yo dirigiré el puesto de mando.
Una mujer con uniforme azul de hospital se les acercó con una tablilla con sujetapapeles.
– Soy la doctora Garner. Han de permanecer alejados de ese paciente hasta que sepamos mejor qué le ha ocurrido.
Bosch y Walling mostraron sus credenciales.
– ¿Qué puede decirnos? -preguntó Walling.
– No mucho en este momento. Está en pleno síndrome prodrómico, los primeros síntomas de la exposición. El problema es que no sabemos a qué estuvo expuesto ni durante cuánto tiempo. No disponemos de cuenta gris y sin ella no tenemos un protocolo de tratamiento específico. Estamos improvisando.
– ¿Cuáles son los síntomas? -preguntó Walling.
– Bueno, ya han visto las quemaduras. Ese es el menor de los problemas. El daño es interno. Su sistema inmune está colapsado y ha perdido la mayor parte del revestimiento del estómago. Su tracto gastrointestinal está destrozado. Lo estabilizamos, pero no tenemos muchas esperanzas. El estrés lo ha llevado a una parada cardiaca, y tuvimos al equipo azul aquí hace quince minutos.
– ¿Cuánto tiempo pasa desde la exposición y el inicio de este síndrome pródico? -le preguntó Bosch.
– Prodrómico. Puede ocurrir al cabo de una hora de la primera exposición.
Bosch miró al hombre que yacía bajo el toldo de plástico. Recordó la frase que había usado el capitán Hadley cuando Samir se estaba muriendo en el suelo de su sala de plegarias. «Está bordeando el desagüe.» Sabía que aquel hombre del hospital también estaba bordeando el desagüe.
– ¿Puede contarnos algo respecto a quién es y dónde lo encontraron? -preguntó Bosch a la doctora.
– Tendrá que hablar con los de la ambulancia para saber dónde lo encontraron -respondió Garner-. No tenía tiempo para meterme en eso y lo único que he oído es que lo encontraron en la calle. Se había desmayado. Y por lo que sé es…
Ella levantó la tablilla con pisapapeles y leyó la hoja superior.
– Aquí consta como Digoberto Gonzalves, de cuarenta y un años. No hay domicilio. Es lo único que sé ahora mismo.
Walling se apartó, sacando otra vez el teléfono. Bosch sabía que iba a informar del nombre para que lo comprobaran en las bases de datos de terrorismo.
– ¿Dónde está su ropa? -preguntó Bosch a la doctora-. ¿Dónde está su billetera?
– Su ropa y todas sus posesiones se sacaron de Urgencias por precaución.
– ¿Alguien lo ha mirado?
– No, señor. Nadie iba a arriesgarse a eso.
– ¿Adonde se llevaron todo?
– Tendrá que solicitar esa información al equipo de enfermeras.
Señaló un puesto de enfermeras que estaba en el centro de la zona de tratamiento. Bosch se dirigió hacia allí. La enfermera de la mesa le dijo que habían puesto todas las pertenencias del paciente en un contenedor de residuos médicos y lo habían llevado al incinerador. No estaba claro si la actuación respondía al protocolo hospitalario para tratar con casos de contaminación o era producto de puro miedo a los factores desconocidos relacionados con Gonzalves.
– ¿Dónde está el incinerador?
En lugar de darle instrucciones, la enfermera llamó al vigilante de seguridad y le pidió que llevara a Bosch a la sala del incinerador. Antes de que se pusiera en marcha, Walling lo llamó.
– Coge esto -dijo, entregándole un monitor de alerta de radiación que se había sacado del cinturón-. Y recuerda, tenemos un equipo de radiación en camino. No te arriesgues. Si eso salta, retrocede. Lo digo en serio. Retrocede.
– Entendido.
Bosch se puso el monitor de alerta en el bolsillo. Él y el vigilante se dirigieron rápidamente por un pasillo y bajaron por una escalera. En el sótano, enfilaron otro pasillo que parecía recorrer al menos una manzana de longitud hasta el otro lado del edificio.
Cuando llegaron a la sala del incinerador, el espacio estaba vacío y no parecía que se estuviera llevando a cabo ninguna incineración de residuos. Había un bidón de un metro de alto en el suelo. La tapa estaba cerrada con una cinta en la cual se leía: Precaución: residuos peligrosos .
Bosch sacó su llavero, donde tenía una navajita. Se agachó junto al bote y cortó la cinta de seguridad. Con el rabillo del ojo vio que el vigilante de seguridad retrocedía.
– Quizá debería esperar fuera -dijo Bosch-. No hay necesidad de que los dos…
Oyó que la puerta se cerraba detrás de él antes de terminar la frase.
Miró el bidón, cogió aire y levantó la tapa. La ropa de Digoberto Gonzalves había sido arrojada sin orden ni concierto en el contenedor. Había un par de botas de trabajo encima de una arrugada camisa azul de trabajo.
Bosch cogió el monitor que le había dado Walling y lo pasó como una varita mágica por encima del bidón abierto. El monitor permaneció en silencio. Bosch dejó escapar el aliento. A continuación, con la misma naturalidad que si vaciara una papelera en casa, puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el suelo de cemento. Hizo rodar el bidón hacia un lado y movió el monitor en un patrón circular por encima de la ropa. No sonó la alarma.
A Gonzalves le habían quitado la ropa cortándola con tijeras. Había un par de téjanos sucios, una camisa de trabajo, una camiseta, calzoncillos y calcetines. Vio también un par de botas de trabajo con los cordones cortados también con tijeras. Tirada en el suelo, en medio de la ropa, había una pequeña cartera negra.
Bosch empezó con la ropa. En el bolsillo de la camisa de trabajo había un bolígrafo y un manómetro. Encontró guantes de trabajo sobresaliendo de uno de los bolsillos traseros y luego sacó un juego de llaves y un teléfono móvil del bolsillo delantero izquierdo. Pensó en las quemaduras que había visto en la cadera y la mano derecha de Gonzalves. Sin embargo, cuando abrió el bolsillo delantero derecho de los téjanos, no había cesio. El bolsillo estaba vacío.
Bosch dejó el móvil y las llaves junto a la cartera y estudió lo que tenía. Vio la insignia de Toyota en una de las llaves. Al menos sabía que un vehículo formaba parte de la ecuación. Abrió el teléfono y trató de encontrar el directorio de llamadas, pero no lo consiguió. Lo dejó de lado y abrió la cartera.
No había gran cosa. La cartera contenía una licencia de conducir mexicana con el nombre y la foto de Digoberto Gonzalves. Era de Oaxaca. Había fotos de una mujer y tres niños pequeños que Bosch supuso que había dejado atrás en México. No había green card ni ningún otro documento de ciudadanía. Tampoco había tarjetas de crédito, y en la sección de billetes sólo había seis dólares junto con varios recibos de tiendas de empeño situadas en el valle de San Fernando.
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