Michael Connelly - El Observatorio

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Una noche aparece un cadáver en un observatorio de las colinas de Hollywood. Aparentemente, se trata de un asesinato común, por lo que el detective de policía Harry Bosch se hace cargo del caso. No obstante, pronto se descubrirá que la víctima, Stanley Kent, trabajaba en el sector clínico y tenía acceso a sustancias radiactivas. Esto convierte un simple homicidio en un asunto de terrorismo. El FBI toma las riendas y empieza una carrera contrarreloj para encontrar a los culpables, pues saben que tienen sustancias peligrosas en su poder y pueden hacer uso de ellas -y provocar una masacre- en cualquier momento. Rachel Walling, agente del FBI y ex pareja de Harry Bosch, pondrá las cosas muy difíciles al detective, pero éste seguirá su instinto y se dará cuenta de que en este caso absolutamente nada es lo que parece.

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– ¿Dónde hay un Toyota cuando lo necesitas? -dijo-. Ha de estar en esta zona en algún sitio.

– Quizá deberíamos mirar en la calle -propuso Walling.

Bosch hizo un gesto de asentimiento y metió el morro del coche en el callejón del fondo del aparcamiento. Iba a girar a la izquierda para dar la vuelta y volver a la calle, pero cuando miró para comprobar que no venía nadie por la derecha vio una vieja camioneta blanca con una lona aparcada a mitad de manzana del callejón, junto a un contenedor de basura verde. La camioneta estaba de cara a ellos y no sabía de qué marca era.

– ¿Es una Toyota? -preguntó.

Walling se volvió a mirar.

– Bosch, eres un genio -exclamó.

Bosch giró para dirigirse a la camioneta y al acercarse vio que realmente era de la marca Toyota. Walling también lo comprobó y sacó su teléfono, pero Bosch se estiró y puso la mano en él.

– Comprobemos antes esto. Podría equivocarme.

– No, Bosch, vas lanzado.

De todos modos, ella apartó el teléfono. Bosch pasó lentamente junto a la camioneta para echar un vistazo. Luego dio la vuelta al final de la manzana y volvió, deteniendo el coche a tres metros del furgón. No había placa en la parte de atrás y en su lugar habían puesto un cartón que rezaba: «Matrícula perdida».

Lamentó no haber traído las llaves que había encontrado en el bolsillo de Digoberto Gonzalves. Salieron y se acercaron a la camioneta, uno por cada lado. Bosch se fijó en que la ventanilla trasera había quedado abierta cinco centímetros. Se estiró y la levantó del todo. Una bisagra de presión la mantuvo abierta. Bosch se acercó para mirar en el interior. Estaba oscuro, porque la camioneta se encontraba aparcada a la sombra y tenía las ventanillas tintadas.

– Harry, ¿tienes ese monitor?

Bosch sacó del bolsillo el monitor de radiación de Rachel y lo sostuvo en la mano al inclinarse en la oscuridad de la zona de carga de la camioneta. No sonó ninguna alarma. Bosch retrocedió, se enganchó el monitor al cinturón y metió el cuerpo para acceder a la palanca que abría el portón trasero del vehículo.

En la parte de atrás de la camioneta se apilaba la basura. Había envases vacíos y latas por todas partes, una silla de oficina de cuero con una pata rota, trozos de aluminio, una fuente de agua vieja y otros restos. Y allí, junto al hueco de la rueda del lado derecho, había un contenedor de plomo gris que parecía un pequeño cubo de fregar sobre ruedas.

– Ahí-dijo-. ¿Es eso el cerdo?

– Creo que sí -dijo Walling con entusiasmo-. ¡Creo que sí!

No había adhesivo de advertencia ni símbolo de alerta de radiación. Lo habían arrancado. Bosch se inclinó en la camioneta y lo agarró por las asas. Lo separó de los restos que lo rodeaban y lo arrastró hasta la parte de atrás. La parte superior tenía cuatro grapas de cierre.

– ¿Lo abrimos y nos aseguramos de que el material está dentro? -preguntó.

– No -dijo Walling-. Retrocedemos y llamamos al equipo. Ellos tienen protección.

Walling sacó otra vez el teléfono. Mientras ella llamaba al equipo de radiación y solicitaba refuerzos, Bosch fue a la parte delantera de la camioneta. Miró el interior de la cabina a través de la ventanilla. Encontró un burrito a medio comer en una bolsa marrón aplastada en la consola central, y vio más trastos en el lado del pasajero. Se fijó en una cámara que estaba en un maletín viejo y con un asa rota en el asiento del pasajero. No parecía rota o sucia, sino completamente nueva.

Probó a abrir la puerta y vio que no estaba cerrada con llave. Aparentemente, Gonzalves se había olvidado de su camioneta y sus posesiones cuando el cesio empezó a quemarle el organismo. Había salido y se había tambaleado hacia el aparcamiento para buscar ayuda, dejando todo atrás y sin cerrar.

Bosch abrió la puerta del conductor y metió la mano con el monitor de radiación. No ocurrió nada. Ninguna alerta. Se apartó, volvió a colocarse el monitor en su cinturón y se acercó a su coche. Sacó de la guantera un par de guantes de látex y se los puso mientras oía que Walling explicaba a alguien que habían encontrado el cerdo.

– No, no lo hemos abierto -dijo-. ¿Quieres que lo hagamos?

La agente escuchó antes de responder.

– Vale. Que lleguen aquí lo antes posible y quizás esto podrá terminar.

Bosch se inclinó en el camión desde la puerta del conductor y cogió la cámara. Era una Nikon digital. Recordó que la brigada científica había encontrado la tapa de una lente debajo de la cama de matrimonio en la casa de los Kent y habían dicho que pertenecía a una Nikon. Pensó que estaba sosteniendo la cámara con la que habían hecho la fotografía de Alicia Kent. La encendió y, por una vez, supo lo que estaba haciendo con un artefacto electrónico. Tenía una cámara digital que siempre se llevaba cuando iba a Hong Kong a visitar a su hija, y que compró cuando llevó a ésta al Disneyland de China.

Su cámara no era una Nikon, pero rápidamente logró determinar que el aparato que acababa de encontrar no tenía fotos, porque habían quitado la tarjeta de memoria.

Bosch dejó la cámara y empezó a buscar entre las cosas apiladas en el asiento del pasajero. Había un maletín roto, una fiambrera infantil, un manual de un ordenador Apple y un atizador de chimenea. Nada relacionado y nada que le interesara. Se fijó en un palo de golf y un póster enrollado en el suelo delante del asiento.

Apartó la bolsa de papel y el burrito y apoyó el codo en el reposabrazos que había entre los asientos para poder estirarse por encima y abrir la guantera. Y allí, en el espacio por lo demás vacío, había una pistola. Bosch la cogió y la giró en su mano. Era un revólver Smith & Wesson calibre 22.

– Creo que tenemos aquí el arma homicida -dijo en voz alta.

No obtuvo respuesta de Walling, que seguía al teléfono detrás de la camioneta, dando órdenes animadamente.

Bosch devolvió la pistola a la guantera y la cerró, decidiendo dejar el arma en su lugar para el equipo forense. Se fijó otra vez en el póster enrollado y decidió echarle un vistazo por mera curiosidad. Apoyando el codo en el reposabrazos central, lo desenrolló por encima de la basura del asiento del pasajero. Era un gráfico que describía doce posturas de yoga.

Bosch inmediatamente pensó en el espacio decolorado en la pared que había visto en el gimnasio de la casa de los Kent. No estaba seguro, pero creía que las dimensiones del póster podrían encajar con aquel espacio en la pared. Rápidamente volvió a enrollar el póster y empezó a retroceder de la cabina para mostrarle el hallazgo a Walling.

Sin embargo, al retroceder se dio cuenta de que el espacio del apoyabrazos entre los asientos era un compartimento de almacenaje. Se detuvo y lo abrió.

Se quedó de piedra. Había un posavasos y, en él, unas capsulas de acero que parecían balas, aunque planas por ambos lados. El acero estaba tan pulido que semejaba plata; incluso podría haberse confundido con plata.

Bosch movió el monitor de radiación por encima de las cápsulas en un patrón circular. No sonó ninguna alarma. Giró el dispositivo que tenía en la mano y lo miró. Vio un pequeño interruptor en el costado y lo empujó con el pulgar. Una alarma sonora se disparó de repente; la frecuencia de los tonos era tan rápida que sonaba como una sirena larga y estridente.

Bosch saltó hacia atrás y cerró de golpe la puerta de la camioneta. El póster cayó al suelo.

– ¡ Harry! -gritó Walling-. ¿ Qué…?

Walling corrió hacia él, cerrando el teléfono en su cadera. Bosch volvió a pulsar otra vez el interruptor y apagó el monitor.

– ¿Qué pasa? -gritó ella.

Bosch señaló la puerta de la camioneta.

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