– Yo tampoco le daría demasiada importancia, Caleb; salvo que uno no se espera que una abuelita que frecuenta la sala de lectura de Libros Raros tenga tanta habilidad con las manos. Si no quería que te pusieras esas gafas, ¿por qué no te lo dijo y te dio las de recambio?
Caleb empezó a decir algo, pero se interrumpió.
– No tengo la respuesta a esa pregunta.
– Yo tampoco, pero empiezo a creer que debemos encontrar una respuesta si queremos descubrir qué le pasó a Jonathan De-Haven.
– No puedo creer que pienses que la amable viuda Jewell English tuvo algo que ver con la muerte de Jonathan -protestó Caleb.
– No podemos descartar nada. A Behan lo mataron porque intuyó cómo había muerto DeHaven. Creo que descubrió que las bombonas de gas estaban mal etiquetadas a propósito. Quizá por eso fuera a la sala de lectura haciendo preguntas y con ganas de ver la cámara, Caleb. Buscaba información sobre el motivo por el que podían haber matado a DeHaven. Recuerda que quiso saber si DeHaven tenía buenas relaciones con todo el mundo. No pretendía cargar el muerto a otra persona; realmente quería saber si DeHaven tenía enemigos.
– Es decir, la clave no es Behan, sino DeHaven y quizás alguien de la biblioteca -dijo Annabelle.
– Puede ser -repuso Stone-. O algún detalle de su vida privada.
Caleb se estremeció al oír el comentario, pero guardó silencio.
– ¿Y dónde encaja el asesinato de Bob Bradley en todo esto? -se planteó Annabelle-. Dijisteis que pensabais que había alguna relación.
– Sabemos que Bradley fue asesinado por la bala de un rifle que disparó a través de una ventana de otro edificio. Behan murió exactamente igual. No creo que sea mera coincidencia. De hecho, podría tratarse del mismo asesino. A los asesinos profesionales les gusta utilizar el mismo método para matar, porque se vuelven realmente expertos. Así reducen las posibilidades de error.
– Hablas como si supieras mucho sobre esas cosas -comentó Annabelle.
Stone sonrió inocentemente.
– Como Caleb puede corroborar, soy un ávido lector de novelas policíacas. No sólo me parecen entretenidas, sino también instructivas. -Miró a Caleb-. ¿Existe alguna manera de poder echar un vistazo a las gafas de la mujer sin que se entere?
– Claro, podemos irrumpir en su casa en plena noche y robárselas -dijo Caleb con sarcasmo.
– Buena idea. ¿Puedes averiguar dónde vive? -dijo Stone.
– Oliver, no hablarás en serio… -barbotó Caleb.
– Se me ocurre otra posibilidad -dijo Annabelle. Todos la miraron-. ¿Va a la sala de lectura con regularidad?
– Con bastante regularidad.
– Si siguiera esa costumbre, ¿cuándo se supone que irá?
– Pues mañana -respondió Caleb rápidamente.
– Perfecto. Mañana iré contigo a la biblioteca. Me la señalas y yo me encargo de ella.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Caleb.
Annabelle se puso en pie.
– Pagarle con la misma moneda.
Cuando Annabelle se hubo marchado, Caleb habló:
– No podía hablar claro delante de ella; pero, Oliver, ¿y si todo esto tiene algo que ver con el Libro de los Salmos? Es extremadamente valioso y no sabemos de dónde lo sacó Jonathan. Quizá sea robado y a lo mejor lo quiere otra persona. Podrían haber matado a Jonathan para conseguirlo.
– Pero no lo consiguieron, Caleb -replicó Stone-. La persona que golpeó a Reuben estaba en la casa. Podría haber entrado en la cámara y habérselo llevado entonces. ¿Y por qué matar a Cornelius Behan? ¿O a Bradley? No tenían relación con el Libro de los Salmos. Behan ni siquiera sabía que DeHaven tenía una colección de libros. Y no existen pruebas de que Bradley conociera siquiera a tu compañero.
Después de que Caleb se marchara deprimido y confuso, Milton y Stone se sentaron a hablar, mientras este último hojeaba el archivo sobre el gabinete de Bradley.
– Michael Avery fue a Yale, trabajó de ayudante para un juez del Tribunal Supremo y pasó una temporada en el NIC antes de pasar a formar parte del gabinete del Comité de Inteligencia. Siguió a Bradley cuando lo eligieron presidente de la Cámara de Representantes. -Observó otras fotografías y currículos-. Dennis Warren, también salido de Yale, trabajó en el Departamento de Justicia al comienzo de su carrera. Era el jefe de gabinete de Bradley y siguió siéndolo cuando Bradley pasó a ser presidente de la Cámara. Albert Trent trabajó muchos años para el Comité de Inteligencia; estudió Derecho en Harvard y trabajó para la CÍA durante un tiempo. Todos estudiaron en las mejores universidades, todos ellos hombres con mucha experiencia. Parece ser que Bradley tenía un equipo de primera.
– Un congresista vale lo que valen sus colaboradores, ¿no es eso lo que dicen?
Stone se quedó pensativo.
– ¿Sabes? Nunca hemos analizado las circunstancias del asesinato de Bradley.
– ¿Cómo podemos remediarlo? -preguntó Milton.
– A nuestra amiga se le da muy bien hacerse pasar por otra persona.
– Es la mejor.
– ¿Qué te parecería hacer algo semejante conmigo?
– Cuenta con ello.
Albert Trent y Roger Seagraves estaban reunidos en el despacho de Trent, en el Capitolio. Seagraves acababa de entregarle a Trent un archivo con información. Trent haría una copia del documento y lo introduciría en el sistema de admisión del comité. El archivo original llevaba incorporados secretos de gran trascendencia para el Pentágono que detallaban la estrategia militar de Estados Unidos en Afganistán, Irak e Irán. Trent emplearía un método de descodificación pre acordado para extraer los secretos de las páginas.
– ¿Tienes un momento? -preguntó Seagraves, cuando hubieron terminado con ese asunto.
Pasearon por los jardines del Capitolio.
– Hay que ver, Roger, la suerte que tuviste con Behan y que hayan culpado al otro tío -dijo Trent.
– A ver si entiendes una cosa, Albert: nada de lo que yo hago tiene que ver con la suerte. Vi una oportunidad y la aproveché.
– Vale, vale, no te lo tomes a mal. ¿Crees que mantendrán las acusaciones?
– Lo dudo. No sé por qué estaba ahí, pero estaba espiando la casa de Behan. Y es amigo de Caleb Shaw, el de la sala de lectura. Y, encima, el tío que pillé y con el que «hablé», ese tal Oliver Stone, pertenece al mismo grupo.
– Shaw es el albacea literario de DeHaven. Por eso ha estado yendo a la casa.
Seagraves miró a su colega con desdén.
– Lo sé, Albert. Tuve un cara a cara con Shaw para organizar una jugada futura si fuera necesario. No sólo piensan en libros. El tío al que interrogué había ocupado un puesto muy especial en la CIA.
– No me lo habías dicho -se quejó Trent.
– No hacía falta que lo supieras, Albert. Ahora ya lo sabes.
– ¿Por qué necesito saberlo ahora?
– Porque lo digo yo. -Seagraves miró hacia el edificio Jeffer-son, donde se encontraba la sala de lectura de Libros Raros-. Esos tíos también han estado husmeando por Fire Control, Inc. El contacto que tengo allí me dijo que habían restregado la pintura de una de las bombonas que sacaron de la biblioteca. O sea que probablemente supieran lo del CO 2.
Trent palideció.
– Esto no pinta bien, Roger.
– No empieces a angustiarte tan pronto, Albert. Tengo un plan. Siempre tengo un plan. Hemos recibido el último pago. ¿Cuándo podrías traspasar lo nuevo?
Trent consultó la hora.
– Mañana, como muy pronto; pero será muy justo.
– Asegúrate de ello.
– Roger, a lo mejor deberíamos dejarlo correr.
– Tenemos muchos clientes a los que atender. No sería un buen negocio.
– Tampoco sería un buen negocio ir a la cárcel por traición.
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