David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Tenía millones en su cuenta secreta. En unos cinco años duplicaría la cantidad actual. Los secretos que Roger Seagraves vendía eran los mejor pagados. No era como en la Guerra Fría, cuando dejabas un paquete y a cambio recogías veinte dólares. La gente con la que Seagraves trataba sólo manejaba sumas de siete cifras; pero esperaban mucho a cambio de su dinero. Trent nunca le había preguntado a Seagraves sobre sus fuentes o las personas a las que vendía la información. Jamás le habría contado nada y, de hecho, Trent prefería no saberlo. Su única función, aunque crítica, era llevar la información que Seagraves le proporcionaba hasta la siguiente etapa del viaje. Su método era único y, seguramente, infalible. Era el principal motivo por el que la comunidad de servicios de inteligencia estadounidenses estaba sumida en el caos.

Había muchos agentes de contraespionaje trabajando sin cesar para averiguar cómo se robaban los secretos y luego se comunicaban al enemigo. Debido a su cargo, Trent estaba enterado de algunas de estas misiones de investigación. Los agentes que hablaban con él no tenían motivos para sospechar que un mero empleado con un peinado deleznable, que conducía un Honda de ocho años y vivía en una casa cutre y que pagaba las mismas facturas y ganaba lo mismo que cualquier otro funcionario formaba parte de una sofisticada red de espionaje que estaba desbaratando las misiones de las agencias de inteligencia estadounidenses.

Las autoridades ya debían de saber que el topo andaba muy cerca; pero, teniendo en cuenta que había quince agencias de inteligencia importantes que devoraban cincuenta mil millones de dólares de presupuesto anuales repartidos entre más de ciento veinte mil empleados, era como buscar una aguja minúscula en un inmenso pajar. Trent había descubierto que Roger Seagraves era más que eficiente y no se perdía ni un detalle, por trivial e insignificante que pudiera parecer.

Cuando se conocieron, Trent trató de hallar información sobre su pasado, pero no logró averiguar nada de nada. Para un avezado empleado de los servicios de inteligencia como Trent, significaba que Seagraves tenía una vida profesional pasada oculta. Eso lo convertía en un hombre al que más valía no contrariar, y Trent no pensaba hacerlo. Prefería morir viejo y rico bien lejos de allí.

Mientras conducía el Honda abollado, se imaginó cómo sería su nueva vida. Sería muy diferente, de eso estaba convencido. Sin embargo, jamás pensaba en las vidas que se habían sacrificado por su codicia. Los traidores casi nunca tenían remordimientos de conciencia.

Stone acababa de regresar de su encuentro con Marilyn Behan cuando alguien llamó a la puerta de la casa.

– Hola, Oliver -dijo Annabelle cuando Stone se asomó.

Stone no mostró sorpresa alguna al verla de nuevo y se limitó a hacerle una seña para que entrara. Se sentaron frente a la chimenea en dos sillas desvencijadas.

– ¿Qué tal el viaje?

– No me hables, no llegué a irme.

– ¿Enserio?

– ¿Le dijiste a los demás que me había marchado?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque sabía que volverías.

– Vale, eso sí que me cabrea -repuso Annabelle, enfadada-. No me conoces.

– Obviamente, te conozco lo suficiente; has vuelto, ¿no?

Ella lo miró de hito en hito, meneando la cabeza.

– Eres el cuidador de cementerio más raro que conozco.

– Conoces a muchos, ¿no?

– Me he enterado de lo de Reuben.

– La policía se equivoca, por supuesto; pero todavía no lo sabe.

– Tenemos que sacarlo de la cárcel.

– Estamos en ello, y Reuben se encuentra bien. No creo que lo molesten mucho ahí dentro. Una vez lo vi llevarse por delante a cinco tipos en una pelea de bar. Aparte de su gran fuerza física, es implacable y juega sucio. Eso es algo que admiro sobremanera en una persona.

– Pero alguien se aprovechó de su presencia en la casa de Jonathan, ¿no?

– Sí.

– ¿Y por qué? ¿Por qué mataron a Behan?

– Porque averiguó cómo había muerto Jonathan. Bastaba con eso. -Stone le resumió su conversación con Marilyn Behan.

– O sea, ¿se cargan a Behan y culpan a Reuben porque casualmente estaba allí?

– Seguramente lo vieron entrar y salir de la casa, supusieron que el desván sería un buen lugar para disparar y materializaron el plan. Es posible que averiguaran que Behan llevaba mujeres a su casa y que pasaban un buen rato en esa habitación.

– Nos enfrentamos a una competencia muy dura. ¿Qué hacemos ahora?

– Tenemos que ver las cintas de vídeo de la cámara de la sala de lectura.

– En el camino de vuelta se me ocurrió cómo hacerlo.

– No lo he dudado ni un instante. -Se calló-. No creo que hubiéramos podido acabar esto sin ti. Es más, estoy seguro de ello.

– No me adules demasiado. Todavía no hemos acabado.

Los dos permanecieron en silencio unos instantes. Annabelle miró por la ventana.

– Aquí se está muy bien.

– ¿Con los muertos? Empieza a parecerme deprimente.

Annabelle sonrió y se levantó.

– Llamaré a Caleb para explicarle mi idea.

Stone también se puso en pie y estiró su cuerpo alto y delgado.

– Me temo que, a mi edad, el mero hecho de cortar el césped basta para dejarme las articulaciones molidas.

– Toma un poco de Advil. Te llamaré más tarde, en cuanto me haya instalado de nuevo.

– Me alegro de que hayas vuelto -le dijo Stone en voz baja, mientras ella pasaba junto a él de camino a la salida. Si lo había oído, Annabelle no replicó. Stone la vio subirse al coche y alejarse del cementerio.

Capítulo 48

Tras su revelación, Jerry Bagger había convocado al director del hotel situado frente a su despacho y le había pedido información sobre todos los huéspedes que habían ocupado una habitación en la vigésima tercera planta desde la que se abarcara su edificio en un día concreto. Y en Atlantic City, si Jerry Bagger te llamaba, pues ibas. Como de costumbre, los hombres de Bagger rondaban por el fondo.

El director del hotel, un hombre joven y apuesto que no ocultaba su ambición e intención de cumplir con su cometido lo mejor posible, no estaba predispuesto a dejar que el jefe del casino viera nada.

– A ver si entiendes la situación: si no me das lo que quiero, morirás -declaró Bagger.

El director se estremeció.

– ¿Me estás amenazando?

– No. Una amenaza es cuando existen posibilidades de que algo no ocurra. Esto es lo que en mi mundillo se llama «certeza».

El director palideció, pero habló con valentía:

– La información que me pides es confidencial. No puedo proporcionártela. Nuestros huéspedes esperan que sus asuntos se mantengan en privado, y tenemos unos estándares de…

Bagger lo interrumpió:

– Sí, sí. Mira, empezaremos por lo fácil. ¿Cuánto quieres por esto?

– ¿Intentas sobornarme?

– Ahora empezamos a entendernos.

– No puedo creer que lo digas en serio.

– Cien mil.

– ¡Cien mil dólares!

Bagger miró a sus hombres.

– Chicos, este tío es rápido, ¿eh? A lo mejor tendría que contratarlo para que me haga de gerente. Sí, cien mil dólares trasferidos a tu cuenta personal si me dejas echar un vistazo al registro. -Dio la impresión de que el hombre se pensaba la oferta, pero Bagger se estaba impacientando rápidamente-. Y, si no, ¿sabes qué? No te mataré, te romperé todos los huesos del cuerpo, te destrozaré el cerebro para que no puedas contarle a nadie lo que te ha sucedido y te pasarás el resto de tu vida en una residencia meándote encima mientras unos colgados te dan por culo todas las noches. Yo no veo demasiadas opciones, pero soy un hombre razonable, así que dejaré que te decidas. Tienes cinco segundos.

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