El jefe miró a Caleb.
– Estoy seguro de que le resultó duro, señor Shaw.
A Caleb le temblaban tanto las manos que, al final, Annabelle le agarró una.
– Por favor, llámele Caleb. Aquí somos todos amigos -dijo Annabelle para alentarlo, señalando al jefe sin que Caleb lo viera mientras le estrujaba la mano.
– Oh, sí, claro, somos amigos -repuso el jefe de mala gana-. Pero ¿qué tiene eso que ver con mi departamento?
– Mi plan es permitir que Caleb contemple las cintas de la sala de lectura, la gente que entra y sale de la cámara, todo normal, todo como debería ser, como método para ayudarle a superar este período tan difícil, y conseguir que la sala de lectura y la cámara vuelvan a ser una experiencia exclusivamente positiva para él.
– Bueno, no sé si puedo dejarle ver las cintas -dijo el jefe-. Es una petición muy poco habitual.
Caleb se disponía a levantarse dándose por vencido, pero la mirada cáustica de Annabelle lo dejó paralizado.
– Es que se trata de una situación muy poco habitual. Estoy segura de que usted haría todo lo que estuviera en sus manos por ver que un compañero de trabajo sigue adelante con su vida sin problemas.
– Sí, claro; pero…
– Entonces, ¿no sería un buen momento para ver esas cintas? -Lanzó una mirada furibunda a Caleb, que seguía medio levantado de la silla-. Es obvio que está desesperado. -Caleb se dejó caer en el asiento y colocó la cabeza entre las rodillas. Annabelle volvió a mirar al jefe y se fijó en la placa que lo identificaba:
– Dale, puedo llamarte Dale, ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
– Dale, ¿ves la ropa que llevo?
Dale contempló su cuerpo atractivo y dijo con cierta timidez:
– Sí, me he fijado.
– Ya ves que llevo una falda de color rojo. Es un color positivo, que da poder, Dale. Pero la chaqueta es negra, lo cual transmite una vibración negativa, y la blusa es beis, un color neutral. Esto significa que estoy a medio camino de conseguir mi objetivo de que este hombre vuelva a tener una vida normal y sana. Pero, para acabar el trabajo, necesito tu ayuda, Dale. Quiero poder ir toda de rojo en honor a Caleb. Y estoy convencida de que tú también lo quieres. Acabemos el trabajo, Dale, acabémoslo. -Lo tanteó con la mirada-. Intuyo que vas a ayudarme, ¿verdad?
Dale miró al pobre desgraciado de Caleb.
– Bueno, vale, voy a buscar las cintas.
– Pareces una gran profesional -dijo Caleb, en cuanto el jefe salió del despacho.
– Gracias -respondió ella con sequedad.
Como ella no decía nada más, Caleb añadió:
– Y creo que yo lo he hecho bastante bien.
Annabelle se lo quedó mirando con expresión incrédula.
– ¿De veras?
Al cabo de unas horas, Annabelle y Caleb estaban tranquilamente sentados tras haber visionado las idas y venidas de la sala de lectura antes y después del asesinato de DeHaven.
– Son los movimientos típicos -dijo Caleb-. Ahí no hay nada.
Annabelle volvió a poner una cinta.
– ¿Quién es ése?
– Kevin Philips. El director en funciones desde que murió Jonathan. Vino a preguntarme sobre la muerte de Jonathan, y ahí está Oliver vestido de investigador alemán.
– Muy bueno -comentó Annabelle con admiración-. Representa muy bien el papel.
Volvieron a visionar unas cuantas secuencias más. Caleb señaló una escena.
– Esto es cuando me dieron la noticia de que era el albacea literario de Jonathan. -Observó la pantalla con atención-. ¿Estoy tan rechoncho? -Se apretó el vientre con la mano.
– ¿Quién te dio la noticia?
– Kevin Philips.
Annabelle miró la secuencia en la que Caleb tropezaba y rompía las gafas.
– No suelo ser tan torpe -dijo-. No habría podido leer la dichosa nota si Jewell English no me hubiera dejado las gafas.
– Sí, pero ¿por qué hizo un cambio?
– ¿Cómo?
– Cambió las gafas que llevaba puestas por otras que tenía en el bolso. -Annabelle rebobinó la cinta-. ¿Lo ves? La verdad es que es un movimiento muy hábil. Sería una buena mecánica… Me refiero a que es muy ágil con los dedos.
Caleb observó sorprendido cómo Jewell English hacía desaparecer las gafas que llevaba y extraía otras del bolso para dárselas a Caleb.
– No sé, a lo mejor eran unas especiales. Las que me dejó me iban bien. Leí el mensaje.
– ¿Quién es esa tal Jewell English?
– Una anciana fanática de los libros y asidua de la sala de lectura.
– Y mueve las manos como una repartidora de cartas de Las Vegas -señaló Annabelle-. Me pregunto por qué -añadió, pensativa.
Stone estaba sentado en su casa, pensando en la conversación mantenida con Marilyn Behan. Si decía la verdad y no tenía motivos para pensar que la resentida mujer mentía, Stone se había equivocado. Cornelius Behan no había matado a Jonathan DeHaven ni a Bob Bradley. Sin embargo, todo apuntaba a que había descubierto por casualidad el método utilizado para asesinar al desventurado bibliotecario y había tenido que pagar por ello con su vida. Así pues, ¿quién más se beneficiaba de la muerte de DeHaven? ¿O de la de Bradley, ya puestos? Necesitaba algo desesperadamente para atar cabos.
– ¿Oliver?
Alzó la vista y vio a Milton en la puerta.
– He llamado, pero no ha venido nadie -dijo Milton.
– Lo siento, supongo que estaba ensimismado.
Como de costumbre, Milton llevaba su portátil y un pequeño maletín. Dejó ambos objetos encima del escritorio y extrajo una carpeta.
– Aquí está lo que he encontrado sobre el gabinete de Bradley.
Stone cogió los papeles y los leyó con atención. Había numerosos documentos que destacaban la carrera política de Bradley, incluyendo el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes que había presidido durante años.
– Bradley era un político muy competente, y emprendió muchas reformas positivas dentro de los servicios de inteligencia -dijo Milton.
– Que, a lo mejor, propiciaron su asesinato -comentó Stone-. Bonita recompensa.
Stone empezó a repasar el curriculum y las fotos del personal del gabinete que Bradley tenía en el Congreso y de sus subordinados en el Comité de Inteligencia. En cuanto acabó, llegaron Anna-belle y Caleb. Stone les contó a ellos y a Milton lo de su reunión con Marilyn Behan.
– Pues, sin duda, eso invalida la teoría sobre la participación de Behan en la muerte de Jonathan -concluyó Caleb.
– Eso parece -dijo Stone-. ¿Qué habéis descubierto hoy en las cintas?
– Pues nuestro presentimiento inicial de que quizá viéramos a alguien entrando o saliendo de la cámara que pudiera resultarnos útil no se ha confirmado. Pero hemos descubierto otra cosa que quizá sea importante. -Annabelle explicó el juego de manos que había hecho Jewell English.
– ¿Estás segura? -preguntó Stone, asombrado.
– Créeme, he visto ese movimiento un millón de veces.
«Y lo has puesto en práctica como mínimo las mismas veces», pensó Stone.
– ¿Qué sabes de esa mujer? -preguntó a Caleb.
– Pues que es viuda, asidua de la sala de lectura, que le encantan los libros antiguos, muy amable y entusiasta y… -Se sonrojó.
– ¿Y qué? -insistió Stone.
– Y siempre intenta ligar conmigo -dijo en voz baja, avergonzado.
Annabelle reprimió una carcajada.
– Pero es de suponer que sabes todas estas cosas porque te las ha contado ella. No las has comprobado.
– Es verdad -reconoció Caleb.
– ¿Por qué dio el cambiazo con las gafas?
– Oliver, a lo mejor no quiso dejarme las que llevaba porque son especiales para ella por algún motivo. Me dejó otras, yo no le daría demasiada importancia.
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