David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Pues uno de los camareros que servía y el que estaba en la barra. Están los dos aquí, si quieren hablar con ellos.

El camarero de la barra no sabía nada. Sin embargo, el otro, Tom, dijo:

– Creo que fue uno de los miembros de su gabinete quien llamó a todo el mundo para el brindis. Por lo menos, eso es lo que recuerdo. Yo ayudé a que la gente fuera al salón desde las otras salas, y entonces fueron y mataron al congresista Bradley.

– ¿Recuerdas quién fue? ¿El miembro del gabinete?

– No, la verdad es que no. Había mucha gente. Y creo que no dijo cómo se llamaba.

– ¿Era un hombre? -Tom asintió. Stone llevaba fotografías del personal de Bradley-. ¿Reconoces a alguien? ¿Qué me dices de él? -Señaló a Dennis Warren-. Era el jefe de gabinete de Bradley. Sería lógico que organizara el brindis.

– No, no fue él.

– El -dijo Stone señalando a Albert Trent-. El también ocupaba un cargo importante en el gabinete de Bradley.

– No. -El camarero miró las fotos y, al final, se detuvo en una-. Es él. Ahora me acuerdo. Muy eficiente.

Stone contempló la foto de Michael Avery, que había pertenecido al gabinete de Bradley en el Comité de Inteligencia.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó Milton, mientras abandonaban el Federalist Club.

– Ahora vamos a hablar con alguien que trabajaba para Bradley.

– Con Avery, no. Eso lo pondría sobre aviso.

– No; pero sí con Trent o Warren.

– Pero no podemos decirles que estamos investigando en nombre de la familia de Bradley; probablemente sabrán que mentimos.

– No, vamos a decirles la verdad.

– ¿Qué?

– Vamos a decirles que investigamos la muerte de Jonathan De-Haven.

Dennis Warren estaba en casa cuando Stone llamó después de buscar su número en el listín y aceptó reunirse con ellos. Por teléfono, había dicho que, aunque se había enterado de la muerte de DeHaven, no lo conocía en persona. Incluso había comentado apesadumbrado:

– Me avergüenza reconocer que ni siquiera tengo el carné de la biblioteca.

Milton y Stone tomaron el metro hasta la iglesia de Warren's Falls, Virginia. Era un hogar modesto en un barrio envejecido. Estaba claro que Warren no era un hombre mañoso al que gustara estar al aire libre. Tenía el césped lleno de hierbajos, y la casa necesitaba una mano de pintura desesperadamente.

Sin embargo, el interior era cómodo y acogedor y, pese a que Warren hubiera comentado que no tenía el carné de la biblioteca, las estanterías estaban repletas de libros. Los montones de zapatillas de deporte gastadas, las chaquetas de la universidad y los trastos típicos de adolescentes indicaban que tenía hijos.

Warren era un hombre alto y corpulento, con el pelo castaño que ya había empezado a escasearle y la cara ancha y picada de viruela. Su piel fina y traslúcida era un claro indicio de que había trabajado para su país durante décadas, bajo lámparas fluorescentes. Los condujo al salón.

– Disculpen el desorden -dijo Warren-. Tener tres hijos de entre catorce y dieciocho años significa que ni mi vida ni mi casa son mías. Puedo levantarme en una reunión y presentar un argumento convincente sobre estrategias de información geopolítica compleja a los jefes de Estado Mayor o al secretario de Defensa, pero me veo incapaz de conseguir que mis hijos se duchen regularmente o coman algo que no sean hamburguesas con queso.

– Sabemos que estuvo en el gabinete del Comité de Inteligencia -empezó a decir Stone.

– Sí. Me trasladé con Bradley cuando pasó a ser presidente de la Cámara. Ahora mismo estoy en el paro.

– ¿Por su muerte? -preguntó Milton.

Warren asintió.

– Trabajaba donde él disponía y era un placer trabajar para él. Un gran hombre. Un hombre muy necesario en estos tiempos; firme y honrado.

– ¿No pudo quedarse en el Comité de Inteligencia? -preguntó Stone.

– Realmente no tuve esa opción. Bradley quiso que fuera con él, y eso hice. Además quería ir. Sólo hay un presidente de la Cámara de Representantes y sólo un jefe del gabinete del presidente. Hay mucho movimiento y todo el mundo responde a tus llamadas. Además, el nuevo presidente del Comité de Inteligencia tenía a su gente y los quería ascender. Así funcionan las cosas en el Capitolio. Siempre estás a la sombra de tu jefe. Y, cuando esas sombras se mueven o se van, pues bueno, por eso estoy en casa a estas horas. Menos mal que mi mujer es abogada; porque, de lo contrario, estaríamos en bancarrota. A decir verdad, todavía me estoy sobreponiendo al shock de lo que pasó y, en realidad, no he empezado a buscar trabajo. -Se calló y los miró fijamente-. Pero ha dicho que estaban investigando la muerte de ese tal DeHaven, ¿no? ¿Qué tiene eso que ver con Bradley?

– Quizá nada o quizá mucho -respondió Stone con vaguedad-. ¿Se ha enterado del asesinato de Cornelius Behan?

– ¿Quién no? Bastante bochornoso para su esposa, diría yo.

– Sí, bueno, DeHaven vivía al lado de Behan y el asesino le disparó desde la casa de DeHaven.

– Vaya, eso no lo sabía. Pero sigo sin ver la relación con el congresista Bradley.

– Sinceramente, yo también intento hacer encajar las piezas -reconoció Stone-. ¿Estaba en el Federalist Club aquella noche?

Warren asintió lentamente.

– Se suponía que era un homenaje para el hombre y acabó siendo una pesadilla.

– ¿Estaba delante cuando pasó? -preguntó Milton.

– Tuve esa gran desgracia. Estaba al lado de Mike, Mike Avery. El senador Pierce había acabado de proponer el brindis y ¡pum!, la bala apareció de no se sabe dónde. Todo fue muy rápido. Estaba a punto de tomarme el champán. Me lo eché todo por encima. Fue horrible. Me entraron ganas de vomitar, igual que a mucha gente.

– ¿Conoce bien a Avery?

– Debería. Hemos trabajado juntos día y noche durante diez años.

– ¿Dónde está ahora?

– También siguió a Bradley cuando fue elegido presidente de la Cámara. Y también está sin trabajo.

– Tenemos entendido que él fue quien organizó el acto y preparó el brindis.

– No, no fue así. Mike y yo fuimos juntos en coche. Estábamos en la lista de invitados, como los demás.

– Nos dijeron que fue él quien hizo pasar a la gente al salón para el brindis.

– Y yo. Estábamos ayudando.

– ¿A quién ayudaban?

– A Albert. Albert Trent. El sugirió el brindis. A Albert siempre se le ocurrían ese tipo de cosas. Yo no soy más que un pobre empollón poco dado a la vida social.

– ¿Albert Trent? ¿El organizó todo el acto?

– No lo sé. Pero él fue quien nos convocó al salón esa noche.

– ¿Ahora también está sin trabajo?

– Oh, no. Albert se quedó en el Comité de Inteligencia.

– Pero pensaba que había dicho que seguían al congresista en sus distintos cargos… -dijo Stone, asombrado.

– Eso es lo normal. Sin embargo, Albert no quiso marcharse. A Bradley le sentó fatal, de eso no hay duda. Albert había llegado a un acuerdo con el nuevo presidente de Inteligencia para ser su mano derecha. Albert siempre se las ingenia para convertirse en alguien indispensable. Pero en el gabinete de un presidente de la Cámara hay mucho trabajo y, sin Albert, nos faltaba personal. No me lo invento. Era del dominio público.

– ¿Pero Bradley le dejó salirse con la suya?

Warren sonrió.

– Es obvio que no conoció usted a Bob Bradley. Como he dicho, el hombre era una persona increíblemente buena, honrado y trabajador; pero uno no llega a su posición en la vida sin ser duro como el acero y pertinaz. Y a él no le sentó bien que un subordinado se rebelara contra él. De un modo u otro, Albert iba a acabar en el gabinete del presidente de la Cámara más temprano que tarde.

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