David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Caleb observaba la página a simple vista. No brillaba nada. Volvió a ponerse las gafas y la letra «e» brilló.

– Y hay una «w» y una «h» y una «f» que también están resaltadas. -Pasó la página-. Otra «w», una «s» y una «p». Y muchas letras más. Todas resaltadas. -Se quitó las gafas-. «E», «w», «h», «f», «w», «s», «p». ¡Menudo galimatías!

– No, es una clave, Caleb -declaró Annabelle-. Estas letras forman una clave secreta y se necesitan estas gafas especiales para verlas.

Caleb estaba perplejo.

– ¿Una clave secreta?

– ¿Sabes qué otros libros ha mirado recientemente?

– Son todos de Beadle, pero puedo comprobar las hojas de solicitud.

Al cabo de unos minutos había reunido seis libros. Los repasó página por página con las gafas puestas, pero no vio que brillara ninguna letra.

– No lo entiendo. ¿Sólo era ese libro?

– No puede ser -repuso Annabelle, frustrada. Sostuvo el libro con las letras brillantes-. ¿Puedo llevármelo?

– No, en esta biblioteca no se prestan libros.

– ¿Ni siquiera a ti?

– Bueno, sí, yo puedo; pero tengo que rellenar una hoja de solicitud por cuadriplicado.

– ¿O sea que el personal de la biblioteca podría saber que lo has sacado?

– Sí.

– ¡Lástima! Podríamos alertar a alguien sin querer.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Caleb, alguien de aquí ha tenido que resaltar esas letras. Si te llevas a casa uno de los libros en cuestión, las personas que están detrás de esto, sea lo que sea, podrían estar sobre aviso.

– ¿Insinúas que alguien de la Biblioteca del Congreso se dedica a poner claves secretas en libros raros?

– ¡Sí! -exclamó ella, exasperada-. Dame ese libro. Lo sacaré del edificio. Es pequeño y fino, no me costará nada. Un momento, ¿los libros llevan dispositivos electrónicos antirrobo?

A Caleb le horrorizó la sugerencia.

– ¡Mujer!, son libros raros, y eso equivaldría a profanarlos.

– ¿ Ah, sí? Pues parece que alguien ya lo ha hecho resaltando las letras. Así que me llevo el libro prestado unos días.

– ¡Prestado! ¡Ese libro es propiedad de la Biblioteca del Congreso!

– Caleb, no me obligues a enfrentarme a ti. Me llevo el libro. -El volvió a protestar, pero ella lo cortó-. Quizá tenga algo que ver con la muerte de Jonathan -dijo Annabelle-. Y, de ser así, me importan un bledo las normas de la biblioteca; quiero saber la verdad sobre su muerte. Eras su amigo. ¿No lo quieres saber?

Caleb se tranquilizó.

– Sí, pero no será fácil sacar el libro de aquí. En teoría, tenemos que mirar todos los bolsos antes de que la gente salga de la sala. Claro que puedo fingir que miro el tuyo, pero los guardias también miran los bolsos antes de la salida del edificio y son muy minuciosos.

– Como te he dicho, no me supondrá ningún problema. Esta noche se lo llevo a Oliven Reúnete conmigo en su casa después del trabajo. Es posible que el entienda algo de todo esto.

– ¿Qué quieres decir? No niego que parece que tiene ciertas habilidades y conocimientos que están fuera de lo común, pero ¿códigos secretos? Eso son cosas de espías.

– ¿Sabes? Para pasarte el día rodeado de libros, ¡eres la persona más negada que he conocido en mi vida! -declaró ella.

– ¡Ese comentario es muy ofensivo y grosero! -se enfureció él.

– ¡Eso es lo que pretendía! -espetó Annabelle-. Venga, dame un poco de celo.

– Celo, ¿para qué?

– Tráemelo y calla. -Caleb fue a buscar celo a un pequeño armario situado en la zona principal de la cámara-. Ahora, date la vuelta.

– ¿Qué?

Ella le dio la vuelta. Mientras estaba de espaldas, Annabelle se subió la falda hasta la cintura, se colocó el libro en la cara interior del muslo izquierdo y lo sujetó allí con el celo.

– Así se aguantará; aunque, cuando me lo quite, me va a doler.

– Por favor, dime que no haces nada que pueda dañar el libro -dijo Caleb muy serio-. Es una pieza histórica.

– Gírate y lo verás con tus propios ojos.

Caleb se dio la vuelta, vio el libro y también sus muslos pálidos al aire, además del borde de las bragas, y se quedó boquiabierto.

– El libro estará muy contento aquí, Caleb, ¿no crees? -dijo con voz entrecortada.

– Nunca jamás, en todos los años que llevo de bibliotecario en esta venerable institución… -empezó a decir con la voz temblorosa por la conmoción, aunque sin apartar la mirada ni una sola vez de las piernas de Annabelle, mientras el corazón le palpitaba en el pecho.

Annabelle se bajó la falda lentamente y sonrió con picardía.

– Y te ha encantado lo que has visto. -Le dio un golpe de cadera al pasar junto a él-. Nos vemos en casa de Oliver, semental.

Capítulo54

Después del inolvidable espectáculo de Annabelle, Caleb se recuperó lo suficiente para, al menos, fingir que trabajaba. Al cabo de un rato lo interrumpió Kevin Philips, que entró en la sala de lectura y se acercó a su escritorio.

– Caleb, ¿puedes salir un momento? -le dijo con voz queda.

Caleb se puso en pie.

– Por supuesto, Kevin, ¿qué ocurre?

Philips parecía muy preocupado y habló en voz baja:

– La policía está fuera. Quieren hablar contigo.

Entonces Caleb notó que todos los órganos se le contraían; aunque su mente analizaba a toda velocidad todas las catástrofes posibles por las que la policía quería hablar con él. ¿Habían pillado a la dichosa mujer con el libro adherido a la ingle y ésta había confesado nombrándolo a él como cómplice? ¿Acaso Jewell English había descubierto lo ocurrido y denunciado el robo de las gafas a las autoridades, y todas las flechas apuntaban a él? ¿Acaso él, Caleb Shaw, iba a morir electrocutado en la silla eléctrica?

– Eh, Caleb, ¿puedes levantarte y acompañarme? -dijo Philips.

Caleb alzó la mirada hacia él y se dio cuenta de que se le había resbalado la silla y se había caído al suelo. Se puso en pie como pudo, pálido, y habló, fingiendo la mayor sorpresa de que fue capaz.

– Me pregunto para qué querrán hablar conmigo, Kevin. -«Dios mío, que no me manden a una prisión de alta seguridad, por favor.»Al salir, Philips lo encomendó a la policía, representada por dos agentes vestidos con trajes holgados y de expresión inescrutable yse escabulló rápidamente mientras Caleb lo miraba con cara de pena. Los dos hombres acompañaron a Caleb a un despacho vacío. Tardaron en cubrir la distancia porque a Caleb le costaba que las piernas le respondieran de forma sincronizada. Todo intento de hablar era infructuoso debido a la falta absoluta de saliva en la boca. «¿Todavía había bibliotecas en las cárceles? ¿Tendría que ser la perra de alguien?»El hombre más fornido de los dos aposentó el trasero en una mesa mientras Caleb se quedaba rígido junto a la pared, esperando a que le leyeran sus derechos, lo esposaran y su vida respetable tocara a su fin. De bibliotecario a criminal, la caída había sido increíblemente rápida. El otro hombre introdujo la mano en el bolsillo y extrajo un llavero.

– Son las llaves de la casa de DeHaven, señor Shaw. -Caleb las cogió con mano temblorosa-. Su amigo Reuben Rhodes las llevaba encima.

– Yo no lo llamaría amigo, más bien conocido -soltó Caleb.

Los dos agentes intercambiaron una mirada.

– De todos modos, también queríamos informarle de que ha sido puesto en libertad sin fianza -dijo el más corpulento.

– ¿Significa eso que ya no se le considera sospechoso?

– No. Pero hemos investigado su pasado y el de él. Por ahora, lo dejaremos así.

Caleb miró las llaves.

– ¿Puedo ir a la casa o está prohibido?

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