David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– ¿Entonces, es una edición de 1640? -preguntó Stone.

Pearl asintió sin decir palabra.

– Y lo he tocado, con estas dos manos, lo he tocado. -Se sentó en una silla-. He estado a punto de desmayarme. Shaw ha tenido que ir a buscarme un poco de agua.

– Todos cometemos errores -dijo Caleb en un tono comprensivo que no se correspondía con su sonrisa de satisfacción.

– Esta mañana he llamado a todas las instituciones que tienen un Libro de los Salmos -reconoció Pearl-. Yale, la Biblioteca del Congreso, la Old South Church de Boston, a todos. Me han confirmado que todo estaba en su sitio. -Se secó la cara con un pañuelo.

Caleb retomó la historia:

– Hemos repasado todos los puntos de autenticidad aceptados con respecto al libro. Por eso hemos tardado tanto.

– He venido convencido de que se trataba de una falsificación -reconoció Pearl-. Pero, aunque hemos examinado el libro entero, desde las primeras páginas he sabido que era auténtico. Sobre todo, por la impresión irregular. A veces, el impresor diluía la tinta, o quizás hubiera manchones en las piezas de la imprenta. En las primeras ediciones siempre se aprecian restos de tinta seca entre las letras, lo cual dificulta la lectura. Por aquel entonces, no era normal limpiar las cajas de las letras. Las demás características que se dan en una primera edición están ahí. Están ahí -repitió.

– Por supuesto la autenticidad tendrá que ser confirmada por un equipo de expertos que realizará un análisis estilístico, histórico y científico -puntualizó Caleb.

– Exacto -convino Pearl-. De todos modos, estoy convencido de cuál será su respuesta.

– ¿Que existe un duodécimo ejemplar del Libro de los Salmos} -preguntó Stone.

– Eso es -confirmó Pearl con voz queda-. Y que estaba en posesión de Jonathan DeHaven. -Negó con la cabeza-. Me cuesta creer que nunca me lo dijera. Tener uno de los libros más especiales del mundo, uno que nunca poseyeron los mayores coleccionistas de la época. Y guardarlo en secreto. ¿Por qué? -Miró a Caleb preso de la impotencia-. ¿Por qué, Shaw?

– No lo sé -reconoció Caleb.

– ¿Cuánto vale un libro de ésos? -preguntó Reuben.

– ¿Que cuánto vale? -exclamó Pearl-. ¿Cuánto vale? ¡No tiene precio!

– Bueno, si piensas venderlo, alguien tendrá que ponerle precio.

Pearl se levantó y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro.

– El precio será el de la mayor oferta. Y será de muchos, muchos millones de dólares. Ahora mismo, hay varias instituciones y coleccionistas forrados y generará un interés extraordinario. Hace más de sesenta años que no ha salido un Libro de los Salmos al mercado. Para muchos, ésta será la última oportunidad de sumarlo a su colección. -Dejó de ir de un lado a otro y miró a Caleb-. Y sería un honor para mí organizar la subasta. Lo podría hacer en colaboración con Sotheby's o Christie's.

Caleb respiró hondo.

– Necesito asimilar todo esto, señor Pearl. Deje que me lo piense durante un par de días y ya lo llamaré.

Pearl se llevó un pequeño chasco, pero se esforzó por sonreír.

– Esperaré ansioso su llamada.

– Caleb, mientras estabais en la cámara hemos registrado la casa -informó Stone, en cuanto Pearl se hubo marchado.

– ¿Que habéis hecho qué? -exclamó Caleb-. Oliver, es una vergüenza. Se me permite la entrada a esta casa como albacea literario de Jonathan. No tengo ningún derecho a registrar sus pertenencias, y vosotros, tampoco.

– Cuéntale lo del telescopio -propuso Reuben, con expresión petulante.

Stone se lo contó y Caleb sustituyó la indignación por la sorpresa.

– Jonathan mirando a otros mientras mantienen relaciones sexuales. Es repulsivo -dijo.

– No, no lo es -repuso Reuben con sinceridad-. En cierto modo, resulta muy edificante. ¿Quieres venir a comprobarlo conmigo?

– ¡No, Reuben! -exclamó Stone con firmeza. Entonces le enseñó a Caleb la foto de la mujer y DeHaven en su juventud.

– Si estuvo casada con Jonathan, fue antes de que yo lo conociera-dijo Caleb.

– Si guardó la foto, quizá siguiera en contacto con ella -sugirió Milton.

– De ser así, quizá debamos buscarla -dijo Stone. Miró el libro que Caleb tenía en la mano-. ¿Qué es eso?

– Es un libro de la colección de Jonathan que necesita ser restaurado. No sé cómo, pero está dañado por el agua. No me di cuenta la última vez que estuvimos aquí. Voy a llevarlo al Departamento de Conservación de la biblioteca. Tenemos el mejor personal del mundo. Uno de los empleados también trabaja por su cuenta. Seguro que podrá restaurarlo.

Stone asintió.

– Inexplicablemente, Jonathan DeHaven tenía uno de los libros más valiosos del mundo. Espiaba a un contratista de Defensa adúltero y quizá viera algo más que sexo. Y nadie sabe cómo murió en realidad. -Miró a sus amigos-. Creo que lo tenemos realmente crudo.

– ¿Por qué tenemos que hacer algo? -planteó Reuben.

Stone lo miró.

– Es posible que Jonathan DeHaven fuera asesinado. Alguien nos siguió. Caleb trabaja en la biblioteca y ha sido nombrado albacea literario de DeHaven. Si Cornelius Behan tuvo algo que ver con la muerte de DeHaven, podría sospechar que Caleb sabe algo. Eso supondría un riesgo para él. Así que, cuanto antes descubramos la verdad, mejor.

– Perfecto -dijo Caleb con sarcasmo-. Sólo espero sobrevivir el tiempo suficiente.

Capítulo 23

– Recibiréis un correo electrónico de los nuestros -dijo Annabelle. Estaba en el centro de operaciones del Pompeii con algunos hombres de Bagger-. Cuando lo abráis, encontraréis todos los detalles.

– Preferimos no abrir los correos si desconocemos su procedencia -intervino uno de los hombres.

Annabelle asintió.

– Pasadle los antivirus. Supongo que los tendréis actualizados.

– Así es -afirmó el mismo hombre con seguridad.

– Entonces, haced lo que os ha dicho y pasadle los antivirus -dijo Bagger con impaciencia.

Leo estaba en un rincón de la sala, observando a los otros hombres. Su trabajo consistía en detectar cualquier atisbo de suspicacia o preocupación mientras Annabelle largaba el rollo. El que llevara una falda corta y ceñida, sin medias y una blusa desabotonada facilitaba las cosas, en parte. Los hombres no dejaban de mirarle los muslos y el escote, lo cual les impedía concentrarse en su trabajo. Hacía ya mucho tiempo que Leo había descubierto que Annabelle Conroy se valía de todas las armas que tuviera a su alcance.

– La única forma de comunicación aceptable será mediante la página web que aparece en el correo electrónico. Es un portal seguro. Bajo ningún concepto usaréis teléfono o fax, ya que pueden rastrearse. Rectifico -añadió, mirando a Bagger-: sin lugar a dudas, los rastrean.

Bagger arqueó las cejas al oír aquel comentario.

– Ya la habéis oído -dijo-. Sólo usaremos Internet. -Bagger estaba muy seguro de sí mismo porque tenía un as, o en este caso dos ases en la manga. Retendría a Annabelle y a Leo hasta recuperar el dinero.

– El correo electrónico os indicará dónde y cómo debéis enviar los fondos. Al cabo de dos días, los fondos serán devueltos a la cuenta, junto con los intereses.

– Y un millón de dólares se convierte en un millón cien mil dólares en un par de días, ¿no? -dijo Bagger.

Annabelle asintió.

– Tal y como te lo hemos explicado, Jerry. Así vale la pena que llegue el día de cobrar, ¿no?

– Más vale -repuso en tono amenazador-. ¿Cuándo empezamos?

Annabelle consultó la hora.

– Deberías recibir el correo de un momento a otro.

Bagger chasqueó los dedos y uno de sus hombres se dirigió al ordenador.

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