– ¿Ese es Vincent Pearl? -preguntó.
Caleb asintió.
– Ha llegado antes de tiempo -dijo Caleb molesto-. Debe de estar muñéndose de ganas de demostrar a un servidor que se equivoca con lo del Libro de los Salmos.
Reuben sonrió con satisfacción.
– Veo que ha dejado la túnica en casa.
– Mantened los ojos bien abiertos -les advirtió Stone al salir del coche-. No me cabe la menor duda de que nos están observando.
Tal como pensaba Stone, los prismáticos de la ventana al otro lado de la calle enfocaban al grupo cuando se reunieron con Pearl y entraron en la casa. Esa persona también tenía una cámara y les hizo varias fotos.
Una vez en el interior, Stone sugirió que el librero acompañara a Caleb a la cámara solo.
– Es un espacio bastante reducido y vosotros dos sois los expertos en la materia -justificó-. Os esperamos arriba.
Caleb miró a Stone descontento, sin duda por dejarlo a solas con Pearl. Por su parte, Pearl miró a Stone con suspicacia unos segundos antes de encogerse de hombros.
– Dudo que tarde mucho en demostrar que no se trata de una primera edición del Libro de los Salmos.
– Tomaos el tiempo necesario -les dijo Stone, mientras los dos hombres entraban en el ascensor.
– Espero que no os muerdan los gusanos de los libros -añadió Reuben.
– Venga, rápido. Registremos la casa -dijo Stone, en cuanto la puerta se cerró.
– ¿Por qué no esperamos a que Pearl se marche? -sugirió Mil-ton-. Así podemos tomarnos todo el tiempo del mundo y Caleb puede ayudarnos a mirar.
– Pearl no es quien me preocupa. No quiero que Caleb se entere, porque seguro que le parece mal.
Se separaron y, durante los treinta minutos siguientes, inspeccionaron todo lo que pudieron.
– Nada, ni un diario ni cartas -dijo Stone, decepcionado.
– He encontrado esto en un estante del armario del dormitorio -dijo Reuben, mostrando la fotografía de un hombre y una mujer en un pequeño marco-. Y el hombre es DeHaven. Lo he reconocido por la foto que salió en el periódico.
Stone observó la foto y luego le dio la vuelta.
– No lleva nombre ni fecha. Pero, a juzgar por el aspecto de DeHaven, es de hace muchos años.
– Caleb nos dijo que el abogado le había mencionado que DeHaven estuvo casado. A lo mejor ésta fue su mujer.
– Si así es, fue un tipo con suerte -comentó Reuben-. Y se los ve felices, lo cual significa que hacía poco tiempo que se habían casado. Todo eso cambia con el tiempo, creedme.
Stone se guardó la foto en el bolsillo.
– Por ahora nos la quedaremos. -Se paró y miró hacia arriba-. El tejado de esta casa tiene mucha pendiente.
– ¿Y? -preguntó Reuben.
– Pues que las casas de esta época con el tejado inclinado suelen tener un desván.
– Yo no he visto nada parecido en la planta de arriba -dijo Milton.
– Normal, si el acceso está escondido -repuso Stone.
Reuben consultó la hora.
– ¿Por qué tardan tanto esos monstruos de los libros? ¿Crees que se están peleando?
– No me imagino a esos dos lanzándose primeras ediciones el uno al otro -dijo Milton.
– Hagan lo que hagan, esperemos que se queden ahí abajo un rato más -dijo Stone-. Milton, quédate aquí abajo y vigila. Si oyes el ascensor, avísanos.
Aunque tardó unos minutos, Stone acabó encontrando el acceso al desván detrás de un perchero en el vestidor de DeHaven. Estaba cerrado con llave, pero Stone había traído una ganzúa y una barra de tensión, y la cerradura enseguida sucumbió a sus esfuerzos.
– Debieron de añadir este vestidor posteriormente -dijo Reuben.
Stone asintió.
– Los vestidores no eran muy habituales en el siglo XIX.
Subieron por las escaleras. Por el camino, Stone encontró un interruptor de la luz, lo accionó y así se iluminó un poco el tramo. Llegaron al final de las escaleras y contemplaron el espacio. Parecía no haber cambiado desde el día en que habían estrenado la casa. Había unas cuantas cajas y maletas viejas; cuando las examinaron vieron que o estaban vacías o llenas de trastos viejos.
Reuben fue quien primero lo vio, plantado delante de un espejo de media luna de cristal emplomado.
– ¿Para qué querría un telescopio aquí? -preguntó Reuben.
– Pues no lo iba a montar en el sótano, ¿no?
Reuben miró por la mirilla.
– ¡Joder!
– ¿Qué? -exclamó Stone.
– Está enfocado a la casa de al lado.
– ¿De quién es la casa?
– ¿Y yo qué…? -Reuben se calló y ajustó el ocular-. ¡Cielo santo!
– ¿Qué es? Déjame ver.
– Espera un momento, Oliver -dijo Reuben-. Déjame hacer un buen reconocimiento.
Stone esperó unos momentos antes de apartar a su amigo. Limpió el ocular y miró a través de una ventana de una casa vecina a la de DeHaven. Las cortinas estaban corridas, pero aquella ventana estaba provista de una media esfera de cristal en la parte superior que las cortinas no cubrían. Sólo era posible ver lo que ocurría en esa habitación desde esa privilegiada posición. Y entonces Stone vio lo que había llamado la atención de Reuben. La habitación era un dormitorio. Y Cornelius Behan estaba desnudo sentado en una enorme cama con dosel mientras una morena alta y guapa se iba desnudando lentamente para él. El vestido ya había caído al suelo encerado, igual que la combinación negra. Ahora se desabrochaba el sujetador. Cuando lo dejó caer, se quedó únicamente con unos tacones de diez centímetros y un tanga.
– Vamos, Oliver, me toca a mí-reclamó Reuben, apoyando la manaza en el hombro de Stone. Stone ni se inmutó-. Oye, no es justo, yo he visto el puto telescopio -protestó Reuben.
Mientras Stone continuaba mirando, la joven dejó que el tanga se le deslizara por las esculturales piernas. Dio un paso para librarse de él y se lo lanzó a Behan, quien enseguida se lo puso en cierta parte de su anatomía. Ella se echó a reír, se agarró a uno de los postes de la cama y se dispuso a bailar en él como una profesional. Cuando se quitó los zapatos y se acercó descalza y desnuda hacia el anhelante Behan, Stone cedió el telescopio a su amigo.
– He visto una foto de la señora Behan en el periódico y no es esta mujer.
Reuben ajustó el ocular.
– Joder, lo has desenfocado -se quejó.
– Pues tú has empañado el cristal.
Reuben se acomodó para mirar.
– Un hombre bajito y feúcho con esa belleza: ¿cómo pasan estas cosas?
– Oh, podría darte un billón de razones -añadió Stone, pensativo-. Así que DeHaven era un voyeur.
– ¿Acaso te extraña? -exclamó Reuben-. ¡Ay, eso parece que ha dolido! Oh, no ha pasado nada. Parecía peor de lo que… Vaya, la chica es flexible. Ya no sé dónde está la cabeza y dónde están los pies.
Stone aguzó el oído.
– ¿Qué ha sido eso?
Reuben estaba demasiado ocupado comentando la jugada para responder.
– Bueno, están en el suelo. ¡Oh, toma ya! Ahora ella lo ha levantado en el aire.
– Reuben, Milton nos está llamando. Caleb y Pearl deben de estar subiendo.
Reuben ni se inmutó.
– ¿Qué cono? Pensaba que estas acrobacias sólo las hacían los monos. Esa araña de luces debe de estar bien sujeta al puto techo.
– ¡Reuben! ¡Venga ya!
– ¿Cómo hace eso sin manos?
Stone agarró a su amigo y tiró de él hacia la puerta.
– ¡Vamos!
Se las apañó para empujarlo escaleras abajo, a pesar de las quejas continuas de Reuben. Llegaron a la primera planta justo cuando Caleb y Pearl salían del ascensor.
Mientras Milton fulminaba con la mirada a Stone y a Reuben por haber apurado tanto, el librero estaba estupefacto frente a un triunfante Caleb.
– Sé que ha sido un golpe duro -dijo, dándole una palmadita a Pearl en el hombro-. Pero ya le dije que era un original.
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