David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Llegó a la oficina y la hicieron pasar de inmediato; los tipos cachas que custodiaban la entrada ya se habían acostumbrado a verla. Bagger la saludó con un abrazo que ella permitió que descendiese más de lo debido. Bagger bajó la mano hasta el trasero y se lo apretó con suavidad, antes de que ella se la apartase. Annabelle dejaba que se propasara cada vez un poco más, puesto que sabía que era lo único que Bagger quería de momento. Bagger sonrió y retrocedió.

– ¿En qué puedo ayudar a mi duendecilla de oro?

Ella frunció el ceño.

– Malas noticias. Acaban de llamarme de la sede de campo, Jerry.

– ¿Qué? ¿Qué cono quiere decir eso?

– Significa que me han reasignado.

– ¿Adónde? -La miró de hito en hito-. Lo sé, no puedes decírmelo.

Annabelle sostuvo en alto el periódico que había traído consigo.

– Esto podría darte una idea.

Bagger comenzó a leer el artículo que Annabelle había señalado. Era una noticia sobre un escándalo de corrupción gubernamental en el que estaba implicado un contratista extranjero en Rusia.

Bagger la miró, estupefacto.

– ¿Pasas de los casinos a los contratistas corruptos en Moscú?

Annabelle cogió el periódico.

– No se trata de cualquier contratista extranjero.

– ¿Lo conoces?

– Lo único que puedo decirte es que a Estados Unidos no le interesa que el caso llegue a los tribunales, y ahí es donde entro yo.

– ¿Cuánto tiempo te marcharás?

– Nunca se sabe, y después de Rusia me enviarán a otro destino. -Se frotó la sien-. ¿Tienes un Advil?

Bagger abrió un cajón del escritorio y le dio un frasco. Annabelle se tomó tres pastillas con un vaso de agua que Bagger le había servido.

Bagger se sentó.

– No tienes buen aspecto.

Annabelle se sentó en el borde del escritorio.

– Jerry, he estado en tantos sitios durante el último año que he perdido la cuenta -dijo con aire de cansancio-. Si usara un pasaporte auténtico, ya habría pasado por más de veinte. A veces es agotador. No te preocupes, me recuperaré.

– ¿Y por qué no lo dejas? -le sugirió.

Ella rio con amargura.

– ¿Dejarlo? ¿Y a la mierda la pensión? He invertido demasiados años. Los funcionarios también comemos.

– Ven a trabajar para mí. En un año ganarás más de lo que ganarías en veinte con esos payasos.

– Sí, claro.

– Lo digo en serio. Me gustas. Eres buena.

– Te gusta el que te haya hecho ganar más de un millón y medio de pavos.

– Vale, no lo negaré; pero quiero conocerte. Y me gusta lo que veo, Pam.

– Ni siquiera me llamo Pam, así de bien me conoces.

– Más divertido aún. Piénsatelo, ¿vale?

Annabelle titubeó.

– Últimamente, he estado pensando en mi futuro -dijo-. No estoy casada; mi vida es mi trabajo y viceversa. Y ya no soy una jovencita.

Bagger se levantó y le rodeó los hombros con el brazo.

– ¿Bromeas? Eres preciosa. Cualquier hombre se sentiría afortunado de estar contigo.

Ella le dio una palmadita en el brazo.

– No me has visto por la mañana antes de tomarme el café y maquillarme.

– Oh, nena, no tienes más que pedírmelo. -Bajó la mano hasta la zona lumbar y se la acarició con suavidad. Alargó la mano, oprimió un botón de la consola del escritorio y las persianas automáticas comenzaron a cerrarse.

– ¿Y eso? -preguntó Annabelle con el ceño fruncido.

– Me gusta la intimidad. -Bajó la mano un poco más.

Sonó el móvil de Annabelle, justo a tiempo. Ella miró el número.

– ¡Vaya, joder! -Se levantó y se apartó de Bagger, sin dejar de mirar la pantalla del móvil.

– ¿Quién es? -preguntó Bagger.

– El jefe de sección. Su número es todo ceros. -Se recompuso y respondió-. ¿Sí, señor?

No dijo nada durante varios minutos y luego colgó.

– ¡Maldito hijo de puta! -chilló.

– ¿Qué pasa, nena?

Ella caminó en círculos y luego se detuvo, todavía furiosa.

– A mi querido jefe de sección le ha parecido oportuno cambiar las órdenes de campo. En lugar de ir a Rusia, me enviarán a, no te lo pierdas, Portland, Oregón.

– ¿Oregón? ¿En Oregón necesitan espías?

– Es mi tumba, Jerry. Es adonde te envían cuando no les caes bien a los de arriba.

– ¿Cómo se puede pasar de Rusia a Oregón en la misma mañana?

– Lo de Rusia era cosa de mi supervisor de campo; lo de Oregón, de mi jefe de sección, que es el siguiente nivel. Su destino tiene prioridad.

– ¿Qué tiene contra ti el jefe de sección?

– No lo sé. Quizás hago el trabajo demasiado bien. -Iba a decir algo, pero se interrumpió.

Bagger se percató de ello.

– Lárgalo. Venga, quizá pueda ayudarte.

Ella suspiró.

– Bueno, lo creas o no, el tipo quiere acostarse conmigo. Pero está casado y le dije que se olvidara del tema.

Bagger asintió.

– ¡Qué cabrón! Siempre la misma mierda. A las mujeres que dicen que no, se las quitan de encima.

Annabelle se miraba las manos.

– Es el final de mi carrera, Jerry. ¡Portland! ¡Joder! -Arrojó el móvil contra la pared y se partió por la mitad. Luego, Annabelle se desplomó en una silla-. Tal vez debería haberme acostado con él.

Bagger comenzó a masajearle los hombros.

– ¡Ni hablar! Con tipos así, si lo haces una vez luego quieren más. Después se cansan de ti o encuentran otra amante. Al final, te acabaría enviando a Portland de todas maneras.

– Ojalá pudiese pillar al muy hijo de puta.

Bagger parecía pensativo.

– Bueno, tal vez sea posible.

Annabelle lo miró con expresión cauta.

– Jerry, no puedes cargártelo, ¿vale?

– No estaba pensando en eso, nena. Has dicho que tal vez estaba cabreado porque haces tu trabajo demasiado bien. ¿Y eso?

– Consigo mucho dinero y, de repente, los demás me ven ascender. Empiezo a ascender y, de repente, soy una amenaza para su trabajo. Lo creas o no, Jerry, pocas mujeres hacen lo que yo hago. A más de uno le gustaría que alguna mujer ocupara el cargo de jefa de sección. Si sigo tratando con gente como tú e inundo las operaciones extranjeras de dinero «con artificios», me beneficia y lo perjudica.

– ¡Joder!, estas cosas sólo pasan en el Gobierno. -Pensó durante unos instantes-. Vale, ya sé cómo volverle las tornas a ese tarugo.

– ¿A qué te refieres?

– A la siguiente operación en El Banco.

– Jerry, me cambian de destino. Mi socio y yo tomaremos el avión esta noche.

– Vale, vale, pero se me ha ocurrido algo. Puedes hacer una última operación antes de marcharte, ¿no?

Annabelle pareció cavilar al respecto.

– Bueno, sí, tengo autorización para ello. Pero a ese tipo no me lo ganaré ni con un millón de dólares en intereses.

– No me refiero a un milloncete de nada. -La miró-. ¿Cuál es la mayor cantidad que has conseguido con tus «artificios»?

Annabelle pensó durante unos instantes.

– La mayoría de las transferencias van de uno a cinco millones, pero una vez transferimos quince millones en Las Vegas. Y veinte millones desde Nueva York, pero hace ya dos años.

– Gallina.

– ¿Gallina? ¡Lo que tú digas!

– Dime, ¿qué le dolería de verdad a ese tipo?

– Ni idea, Jerry. Treinta millones.

– Pues que sean cuarenta, y que los tengan cuatro días en lugar de dos. -Hizo unos cálculos mentales-. Eso nos da un interés del veinte por ciento en lugar del diez por ciento. Y, con eso, ganaríamos ocho millones. Un buen artificio.

– ¿Tienes cuarenta millones en metálico?

– ¡Eh!, ¿con quién crees que estás hablando? La semana pasada tuvimos dos peleas aquí de campeonato. El dinero me sale por las orejas.

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