David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Pero ¿por qué quieres hacerlo?

– Ganar ocho millones de dólares en cuatro días no es moco de pavo, ni siquiera para alguien como yo. -Le masajeó la nuca-. Además, como ya te he dicho, me gustas.

– Pero yo tengo que irme a Oregón, no puedo desobedecer las órdenes.

– Bien, vete a Oregón; luego podrías plantearte dejarlo y venir aquí. Te daré un diez por ciento de los ocho millones para que empieces con buen pie.

– No quiero vivir a tu costa, Jerry. Tengo cerebro.

– Me consta, y le daremos uso. Junto con todo lo demás. -Le deslizó la mano por la espalda-. Llamaré a los chicos.

– Pero esta noche me iré a Oregón en un avión privado.

– Lo entiendo.

– Lo que quiero decirte, Jerry, es que es imposible que recuperes el dinero antes de que me marche.

Bagger rio.

– ¡Oh!, ¿lo de los rehenes? Creo que ya lo hemos superado, cariño. Me has hecho ganar un millón seiscientos mil dólares; y suma y sigue, así que ya has demostrado tu valía.

– Sólo si estás seguro. Cuarenta millones es mucho dinero.

– ¡Eh!, ha sido idea mía, no tuya. Déjalo en mis manos.

Annabelle se levantó.

– Me he encargado de muchas operaciones, Jerry, y para mí sólo es un trabajo. -Se calló-. Todos los demás sólo querían saber cuánto ganarían. Panda de cabrones avariciosos. -Volvió a callarse, como buscando las palabras adecuadas; aunque sabía perfectamente qué diría-. Eres el primero que hace algo por mí. Te lo agradezco, mucho más de lo que te imaginas. -Seguramente, era la primera verdad que pronunciaba en presencia de Bagger.

Se miraron, y luego Annabelle extendió los brazos y se preparó para lo peor. Bagger se abalanzó sobre ella. Annabelle estuvo a punto de vomitar al oler su intensa colonia. Sus manos poderosas se deslizaron rápidamente por debajo de la falda y dejó que le metiera mano en silencio. Se moría de ganas de hundirle la rodilla en la entrepierna. «Aguanta, Annabelle, puedes hacerlo. Tienes que hacerlo», se dijo.

– ¡Oh, nena! -le gimió Bagger al oído-. Venga, hagámoslo una vez antes de que te marches. Aquí mismo, en el sofá. Me muero de ganas. Me muero.

– Créeme, lo noto en mi pierna, Jerry -dijo, mientras se zafaba de él. Annabelle se recolocó la ropa interior y se bajó la falda-. Vale, semental, ya veo que no podré contenerte mucho tiempo. ¿Has estado en Roma?

Bagger parecía desconcertado.

– No. ¿Por qué?

– El poco tiempo que tengo de vacaciones lo paso en un chalé que alquilo allí. Te llamaré para darte todos los detalles. Dentro de dos semanas nos reuniremos allí.

– ¿Por qué dentro de dos semanas, por qué no ahora?

– Así tendré tiempo para quejarme de mi nueva misión y tal vez usar los cuarenta millones para que me envíen a un destino algo mejor que Portland.

– Pero mi oferta para que vengas aquí sigue en pie, y puedo llegar a ser muy convincente.

Annabelle le recorrió lentamente la boca con un dedo.

– Demuéstrame lo convincente que eres en Roma, «cariño».

Al cabo de dos horas, los cuarenta millones de dólares salieron del Pompeii Casino. El primer correo electrónico que Tony había enviado al centro de operaciones del casino contaba con un componente especial: un programa espía de última generación que le había permitido, desde una ubicación remota, adueñarse de los ordenadores. Gracias a esa entrada secreta, había escrito un código nuevo en el programa para transferir dinero.

Las tres transferencias anteriores habían ido a El Banco, pero al enviar los cuarenta millones, la transferencia se había desviado de forma automática a otro banco extranjero a una cuenta a nombre de Annabelle Conroy. Si bien los hombres de Bagger creerían que el dinero había llegado a El Banco -un recibo electrónico falso se enviaría automáticamente al casino-, no recuperaría ni un dólar.

El plan de Annabelle había tenido un único objetivo: introducir el programa espía en los ordenadores de Bagger. Una vez logrado, se haría de oro. Luego había interpretado su papel y había dejado que la codicia y lascivia de Bagger fueran su tumba, porque el mejor método para estafar a una víctima era dejar que la víctima sugiriese la estafa.

Transcurridos cuatro días, Bagger se pondría nervioso al ver que el dinero no aparecía en su cuenta. Poco después, empezaría a sentirse mal y acabaría queriendo matar a alguien. Annabelle y los suyos habrían desaparecido con más de cuarenta y un millones de dólares libres de impuestos.

Annabelle Conroy podría comprarse un barco y pasar el resto de su vida navegando, dejando bien atrás el mundo de las estafas. Sin embargo, aquel castigo no bastaba, pensó mientras salía de la oficina de Bagger para preparar la maleta. De todos modos, antes se ducharía para eliminar cualquier vestigio de la mugre de aquel hombre.

Mientras se duchaba, Annabelle volvió a pensar que perder cuarenta millones de dólares no era castigo suficiente para el hombre que había asesinado a su madre por los diez mil dólares que Paddy Conroy le había estafado. Ningún castigo bastaría. No obstante, incluso Annabelle reconocía que el timo de los cuarenta millones era un buen comienzo.

Capítulo 25

Roger Seagraves había averiguado dónde vivía Stone y había enviado allí a sus hombres cuando la casita estaba vacía. La habían registrado por completo sin dejar indicio alguno de su visita. Lo más importante era que se habían marchado con las huellas dactilares de Stone, encontradas en un vaso y en la encimera de la cocina.

Seagraves las había introducido en la base de datos general de la CIA, pero no había encontrado nada. Con la contraseña que le había robado a un compañero de trabajo, lo intentó en una base de datos de acceso restringido. Introdujo la huella y, al cabo de un minuto, la búsqueda lo llevó al Subdirectorio 666, el cual conocía de sobra; aunque, al tratar de encontrar información sobre las huellas de Stone, apareció un mensaje que decía «acceso denegado». Seagraves conocía el Subdirectorio 666 porque era donde se almacenaba su historial como empleado, al menos la clase de «empleado» que había sido. En más de una ocasión se había reído del nombre «666» ya que le parecía muy descarado, aunque bastante acertado.

Seagraves apagó el ordenador y caviló sobre lo que había averiguado. A juzgar por su edad, Stone había trabajado para la CIA hacía ya mucho. Seguramente había sido un «eliminador», porque la clasificación Triple Seis nunca se aplicaba a quienes se ocupaban de labores administrativas en la Agencia. Seagraves todavía no sabía cómo asimilar la información. Había averiguado que al amigo bibliotecario de Stone se le había encomendado la venta de la colección de libros de DeHaven. Por desgracia, sus hombres habían seguido a Stone de forma tan descarada que habían levantado sospechas. Y los agentes Triple Seis eran paranoicos por naturaleza, uno de los muchos requisitos del trabajo.

«¿Debería matarlo ahora? ¿O complicaría eso más aún las cosas?» Finalmente, Seagraves decidió renunciar al paso mortal. Siempre le quedaría esa opción. «Joder, lo haré yo mismo. De un Triple Seis a otro. Los jóvenes contra los viejos, y los jóvenes siempre han ganado. Seguirás con vida, Oliver Stone. De momento.»Pero debía hacer algo al respecto y no tenía ni un segundo que perder.

Dos días después de la última visita a la casa de DeHaven, Stone y Reuben iban en la motocicleta camino de una librería de libros raros ubicada en Old Town Alexandria. El nombre de la tienda estaba en latín y, traducido, significaba «Cuatro Libros de Sentencias». Caleb era copropietario del local, que anteriormente se había llamado Doug's Books, hasta que Caleb tuvo la brillante idea de orientar la librería hacia los clientes selectos de aquella zona acomodada. Stone no iba a buscar libros antiguos; necesitaba consultar algunos objetos que guardaba en la librería.

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