– ¿Y ahora, qué? -preguntó Reuben. Estaba de pie ante la chimenea, intentando quitarse el frío de encima. Consultó la hora-. Tengo que ir al trabajo.
– Yo también -añadió Caleb.
– Caleb, necesito entrar en la cámara acorazada de la biblioteca. ¿Es posible?
Caleb vaciló:
– Pues, en condiciones normales, sí sería posible. Me refiero a que tengo autoridad suficiente para permitir la entrada a las cámaras, pero me pedirán razones. No les gusta que la gente lleve a la familia y amigos sin previo aviso. Y, tras la muerte de Jonathan, hay más restricciones.
– ¿Y si el visitante fuera un investigador extranjero? -planteó Stone.
– Eso es distinto, por supuesto. -Miró a Stone-. ¿A qué investigador extranjero conoces tú?
– Creo que está hablando de sí mismo -intervino Reuben.
Caleb miró a su amigo con expresión severa.
– ¡Oliver! ¡Habrase visto! No pretenderás que colabore en perpetrar un fraude contra la Biblioteca del Congreso.
– En momentos de desesperación, hay que tomar medidas desesperadas. Creo que estamos en el punto de mira de personas muy peligrosas por nuestra relación con Jonathan DeHaven. Así que tenemos que descubrir si murió por causas naturales o no. Y examinar el lugar de su muerte podría servir para determinarlo.
– Bueno, ya sabemos cómo murió -replicó Caleb. Los demás lo miraron sorprendido-. Me he enterado esta mañana -dijo rápidamente-. Un amigo de la biblioteca me ha llamado a casa. Jonathan murió a consecuencia de un paro cardiorrespiratorio, eso es lo que se ha descubierto con la autopsia.
– De eso es de lo que se muere todo el mundo -apuntó Milton-. Sólo significa que el corazón le dejó de funcionar.
Stone se paró a pensar.
– Milton tiene razón. Y eso también significa que, en realidad, el forense no sabe de qué murió DeHaven. -Se levantó y miró a Caleb-. Quiero entrar en la cámara hoy por la mañana.
– Oliver, no puedes presentarte de repente diciendo que eres investigador.
– ¿Por qué no?
– Porque esto no funciona así. Hay protocolos, debe seguirse un proceso.
– Diré que he venido a la ciudad de visita con la familia y que tengo muchas ganas de ver la mejor colección de libros del mundo; algo improvisado.
– Bueno, podría funcionar -reconoció Caleb, a su pesar-. Pero ¿y si te hacen alguna pregunta cuya respuesta desconoces?
– No hay nada más fácil que hacerse pasar por erudito, Caleb -le aseguró Stone. Dio la impresión de que a Caleb le ofendía el comentario, pero Stone no hizo caso del enfado de su amigo y añadió-: Iré a la biblioteca a las once. -Anotó una cosa en un trozo de papel y se lo dio a Caleb-. Seré éste.
Caleb leyó lo que ponía en el papel y luego alzó la mirada sorprendido.
Después se levantó la sesión, aunque Stone se llevó a Milton a un lado para hablarle en voz baja.
Al cabo de unas horas, Caleb entró en la biblioteca y tendió un libro a Norman Janklow, un hombre ya mayor y asiduo de la sala de lectura.
– Toma, Norman. -Le tendió un ejemplar de Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, autor que el anciano veneraba. La novela que le entregaba era una primera edición firmada por el escritor.
– Me encantaría ser dueño de este libro, Caleb -afirmó Janklow.
– Lo sé, Norman, a mí también. -Caleb sabía que una primera edición firmada por Hemingway se vendería por 35.000 dólares, como mínimo. Fuera del alcance de su economía y, probablemente, también de la de Janklow-. Pero, al menos, lo puedes tocar.
– He empezado a escribir la biografía de Ernest.
– Qué bien. -En realidad, Janklow llevaba los dos últimos años «empezando» a escribir la biografía de Hemingway. De todos modos, la idea parecía hacerle feliz y Caleb no tenía ningún inconveniente en seguirle el juego.
Janklow palpó el volumen con cuidado.
– Han restaurado la tapa -dijo, enfadado.
– Sí. Muchas de nuestras primeras ediciones de obras maestras estadounidenses estaban guardadas en malas condiciones antes de que el Departamento de Libros Raros se modernizara. Hace años que tenemos trabajo atrasado. Hace tiempo que este ejemplar tenía que haberse restaurado; fue un error administrativo, supongo. Eso es lo que pasa cuando se tiene casi un millón de volúmenes bajo un mismo techo.
– Ojalá los mantuvieran en su estado original.
– Nuestro principal objetivo es la conservación. Por eso puedes disfrutar de este libro, porque lo hemos conservado.
– Llegué a conocer a Hemingway.
– Sí, ya me lo habías dicho. -«Más de cien veces.»-Menudo elemento. Nos emborrachamos juntos en un bar de Cuba.
– Ya. Me acuerdo muy bien de la historia. Te dejo que sigas con tu investigación.
Janklow se puso las gafas de leer, extrajo unos folios y un lápiz y se quedó absorto en el mundo surgido de la imaginación prodigiosa y prosa sobria de Ernest Hemingway.
A las once en punto, Oliver Stone apareció en la sala de lectura de Libros Raros vestido con un traje de tweed de tres piezas arrugado y con bastón. Llevaba el pelo cano bien peinado y una barba muy cuidada junto con unas grandes gafas negras que hacía que se le vieran los ojos saltones. Todo ello, combinado con la cojera que fingía, le hacía aparentar veinte años más. Caleb se levantó de su escritorio del fondo de la sala y apenas reconoció a su amigo.
Cuando una de las recepcionistas se acercó a Stone, Caleb salió rápidamente a su encuentro.
– Yo me ocuparé de él, Dorothy. Co… conozco a este caballero.
Stone hizo una floritura para sacar una tarjeta de visita de color blanco.
– Tal como prometí, Herr Shaw, estoy aquí para ver los libros. -Habló con un marcado acento alemán, muy conseguido.
Cuando Dorothy, la recepcionista, lo miró con curiosidad, Caleb dijo:
– Es el doctor Aust. Nos conocimos hace años en un congreso bibliográfico en… Fráncfort, ¿no?
– No, Maguncia -corrigió Stone-. Lo recuerdo perfectamente porque era la temporada de Spargel, del espárrago blanco, y siempre voy al congreso de Maguncia y como espárragos blancos. -Dedicó una amplia sonrisa a Dorothy, quien le sonrió también y siguió con lo que estaba haciendo.
Entonces entró otro hombre en la sala de lectura.
– Caleb, quiero hablar contigo un momento.
Caleb empalideció ligeramente.
– Oh, hola, Kevin. Kevin, te presento al doctor Aust, de Alemania. Doctor Aust, Kevin Philips. Es el director en funciones del Departamento de Libros Raros. Después de que Jonathan…
– Ah, sí, la muerte tan prematura de Herr DeHaven -dijo Stone-. Triste, muy triste.
– ¿Conocía a Jonathan? -preguntó Philips.
– Sólo de nombre. Considero que su artículo sobre la traducción métrica que James Logan hizo de los Dísticos morales de Catón fue la última palabra sobre el tema, ¿no cree?
Philips se sintió un tanto abochornado.
– Tengo que confesar que no lo he leído.
– Es un análisis de la primera traducción que Logan hizo de los clásicos hecha en Norteamérica, vale la pena leerlo -aconsejó Stone amablemente.
– Me aseguraré de añadirlo a mi lista -dijo Philips-. Por irónico que resulte, a veces los bibliotecarios no tenemos mucho tiempo para leer.
– Entonces no lo agobiaré con ejemplares de mis libros -dijo Stone con una sonrisa-. De todos modos, están en alemán -añadió, riendo entre dientes.
– Invité al doctor Aust a visitar las cámaras acorazadas mientras está de visita en la ciudad -explicó Caleb-. Fue una propuesta improvisada.
– Por supuesto -dijo Philips-. Será un honor para nosotros. -Bajó la voz-. Caleb, ¿estás al corriente del informe sobre Jonathan?
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