David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Ella lo miró con desaprobación.

– Ni siquiera lo conozco.

– Vale, no hace falta que empecemos por Las Vegas. Podríamos empezar almorzando juntos.

– ¿Cómo sabe que no tengo novio? -le preguntó ella, con aire desafiante.

– Con lo guapa que eres seguro que tienes. Eso significa que tendré que currármelo mucho más para hacer que lo olvides.

La mujer se sonrojó y bajó la mirada, pero enseguida volvió a sonreír.

– Está loco. -Pulsó varias teclas del ordenador-. Bueno, ¿me enseña su documentación?

– Sólo si me prometes que no dirás que no cuando te pida oficialmente para salir.

La mujer le cogió el documento de identidad y dejó que sus dedos se rozaran. Él le dedicó otra sonrisa.

Ella miró el documento y se desconcertó.

– Me ha parecido entender que se ha trasladado aquí desde Las Vegas.

– Eso es.

– Pero su documento de identidad dice Arizona. -Le dio la vuelta para enseñárselo-. Y éste no se parece a usted.

«Oh, mierda.» Se había equivocado de documento. Aunque Annabelle le había dicho que sólo llevara encima una documentación cada vez, él se había empeñado en llevarlas todas. En la foto tenía el pelo rubio, perilla y unas gafas de sol Ben Franklin.

– Vivía en Arizona, pero trabajaba en Las Vegas; era más barato -se apresuró a decir-. Y decidí cambiar de estilo, distinto color de pelo, lentillas, ¿sabes?

En cuanto hubo pronunciado ese endeble argumento, se percató de que se había acabado.

La cajera observó el cheque y se mostró todavía más suspicaz.

– Este cheque es de un banco de California y de una empresa de California, pero el número de enrutamiento es de Nueva York. ¿A qué se debe?

– ¿Números de enrutamiento? Yo no sé nada de eso -dijo Tony con voz temblorosa. A juzgar por su expresión, Tony sabía que la mujer ya lo había declarado culpable de fraude bancario. Miró en dirección al guardia de seguridad y colocó el cheque y la documentación falsa de Tony delante de ella, en el mostrador.

– Voy a tener que llamar al director -empezó a decir la empleada.

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió abruptamente una voz grave-. Perdona. -La mujer apartó a Tony de en medio y se plan-tó delante de la cajera. Era alta y rechoncha y tenía el pelo rubio con las raíces oscuras. Llevaba unas finas gafas de diseño colgadas de una cadena y vestía una blusa violeta y pantalones de sport negros.

Habló en voz baja pero firme a la joven empleada.

– Llevo esperando diez minutos mientras vosotros os dedicáis a ligar. ¿Es éste el servicio que ofrece este banco? ¿Por qué no llamas a tu jefe y se lo contamos?

La empleada dio un paso atrás, sorprendida.

– Señora, lo siento, sólo estaba…

– Ya sé lo que sólo estabas haciendo -la interrumpió la mujer-. Lo he oído, toda la gente del banco os ha oído flirtear y hablar de vuestra vida amorosa.

La empleada se sonrojó.

– Señora, no estábamos haciendo tal cosa.

La mujer apoyó las manos en el mostrador y se inclinó hacia delante.

– ¿ Ah, no? ¿Entonces, cuando hablabais de novios y Las Vegas y él te decía lo guapa que eres, eso qué era? ¿Asuntos oficiales del banco? ¿Haces eso con todos tus clientes? ¿Te gustaría hablar conmigo sobre con quién me acuesto?

– Señora, por favor…

– Olvídalo. No pienso volver más. -La mujer se giró y se marchó enfadada.

Tony ya se había ido. Leo se lo había llevado al exterior pocos segundos después de que apareciera la mujer.

Annabelle se reunió con ellos en la parte trasera de la furgoneta al cabo de un minuto.

– Larguémonos, Freddy -indicó al conductor. La furgoneta se alejó rápidamente de la acera.

Annabelle se quitó la peluca rubia y se guardó las gafas en el bolsillo. A continuación, se quitó el abrigo y se arrancó el relleno que llevaba a la altura del vientre.

Le lanzó la documentación a Tony, que la cogió al vuelo, avergonzado antes de exclamar:

– Oh, Dios mío, tienen el cheque… -Se interrumpió, al ver que Annabelle le enseñaba el cheque perfectamente doblado-. Lo siento, Annabelle, lo siento mucho.

Ella se inclinó hacia él.

– Voy a darte un consejo, Tony. No se te ocurra ligar con la víctima, sobre todo cuando finges ser otra persona.

– Menos mal que hemos decidido respaldarte -añadió Leo.

– ¿Por qué lo habéis hecho? -preguntó Tony abatido.

– Porque has salido de la furgoneta con demasiada chulería -respondió Annabelle-. La chulería mata a los estafadores. Es otra regla que deberías recordar.

– Puedo ir a otro banco y cobrarlo -se apresuró a decir Tony.

– No -respondió ella-. Ya tenemos suficiente capital para el gran golpe. No vale la pena arriesgarse.

Tony empezó a protestar, pero acabó dejándose caer en el asiento sin decir nada más.

Leo y Annabelle intercambiaron una mirada y exhalaron un suspiro de alivio cada uno.

Al cabo de dos días, en el apartamento alquilado, Leo llamó a la puerta del dormitorio de Annabelle.

– ¿Sí? -dijo ella.

– ¿Tienes un momento?

Él se sentó en la cama, mientras ella introducía algunas prendas en el equipaje de mano.

– Tres millones -dijo él con reverencia-. Dijiste que eran modestos; pero, para la mayoría de los estafadores, son grandes. Una maravilla, Annabelle.

– Cualquier estafador con un mínimo de habilidad podría haberlo hecho. Yo sólo he subido un poco el listón.

– ¿Un poco? Tres millones a repartir entre cuatro no es poco. -Ella lo miró con expresión severa-. Lo sé, lo sé -le dijo rápidamente-. Tú te quedas con un porcentaje mayor porque lo has organizado tú. Pero, de todos modos, mi parte podría tirarme unos cuantos años viviendo como un maharajá. Incluso podría tomarme unas auténticas vacaciones.

– Todavía no. Tenemos pendiente el gran golpe, Leo. Ése era el trato.

– Sí, pero piénsalo bien.

Annabelle dejó caer una pila de prendas de vestir en la maleta.

– Ya lo he pensado. Lo siguiente será el gran golpe.

Leo se levantó con un cigarrillo sin encender entre los dedos.

– Vale, pero ¿qué me dices del chico?

– ¿Qué pasa con él?

– Dijiste que íbamos a hacerlo a lo grande. Con Freddy no tengo ningún problema, su material es de primera. Pero el chico estuvo a punto de echarlo todo a perder. Si no hubieras estado allí…

– Si no hubiera estado allí se le habría ocurrido algo.

– Tonterías. La cajera lo había calado. Le dio la documentación equivocada. Hay que ser gilipollas.

– ¿Nunca te has equivocado en una estafa, Leo? Déjame pensar. Ah, ¿qué me dices de Phoenix? ¿O Jackson Hole?

– Sí, pero no era una estafa multimillonaria, Annabelle. No me pusieron esa oportunidad en bandeja cuando todavía iba en paños menores, como Tony.

– Los celos no te hacen ningún bien, Leo. Y Tony sabe cuidarse sólito.

– A lo mejor sí, o a lo mejor no. La cuestión es que estoy totalmente convencido de que no quiero estar delante por si resulta que no.

– De eso ya me encargo yo.

Leo levantó las manos.

– Perfecto, tú te encargas de eso por todos nosotros.

– Bien, me alegro de que zanjemos este asunto. -Leo recorrió la habitación con las manos metidas en los bolsillos-. ¿Algo más?

– Sí, ¿cuál es el gran golpe?

– Te lo diré cuando necesites saberlo. Y ahora mismo no te hace falta.

Leo se sentó en la cama.

– Yo no soy la CIA. Soy un estafador. No me fío ni de mi sombra. -Miró la maleta de Annabelle-. Y si no me lo quieres decir, entonces no voy adonde demonios vayas tú.

– ¿Recuerdas el trato que hicimos, Leo? Si lo dejas ahora, te quedas sin blanca. Dos golpes modestos y una gran estafa. Eso fue lo que acordamos.

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