Stone asintió:
– Estoy de acuerdo con Reuben. Piensa, Caleb. Quizás esté relacionada con la sala de lectura de Libros Raros.
– ¿Por qué? -preguntó Milton.
– Porque podríamos decir que ésta es la sala de lectura de Libros Raros de DeHaven.
Caleb se paró a pensar.
– Bueno, Jonathan abría la sala todos los días, más o menos una hora antes de que llegaran los demás. Lo hacía con unas llaves con alarma especiales, y también tenía que introducir un código de seguridad para abrir las puertas. Pero desconozco ese código.
– Quizá sea algo más sencillo. Tan sencillo que lo tienes delante de las narices.
De repente, Caleb chasqueó los dedos.
– Por supuesto. Lo tengo delante de las narices todos los días. -Introdujo un código en el teclado digital de la caja fuerte y la puerta se abrió sin problemas.
– ¿Qué clave has utilizado? -preguntó Stone.
– LJ239. Es el código de la sala de lectura de Libros Raros. Lo veo siempre que voy a trabajar.
La caja fuerte contenía un solo artículo. Caleb extrajo la caja con cuidado y la abrió lentamente.
– Esa cosa está un poco hecha polvo -dijo Reuben.
Era un libro, tenía la tapa negra y rasgada y estaba empezando a soltarse. Caleb lo abrió con cuidado y fue a la primera página. Luego pasó otra página, y otra más.
Al final, dejó escapar un fuerte suspiro.
– ¡Dios mío!
– Caleb, ¿qué es? -preguntó Stone.
A Caleb le temblaban las manos. Habló lentamente y con voz temblorosa:
– Me parece que… creo que es una primera edición del Libro de los Salmos.
– ¿Es difícil de encontrar? -inquirió Stone.
Caleb lo miró perplejo.
– Es el artículo impreso más antiguo que ha sobrevivido en lo que es ahora Estados Unidos, Oliver. Sólo existen once libros de salmos como éste en todo el mundo, y sólo quedan cinco íntegros. No están a la venta. La Biblioteca del Congreso posee uno, pero nos lo transfirieron hace décadas. Creo que, de lo contrario, no podríamos haberlo comprado.
– ¿Y cómo es que Jonathan DeHaven tenía uno? -inquirió Stone.
Con gran veneración, Caleb volvió a dejar el libro en el interior de la caja y la cerró. La guardó en la caja fuerte y la cerró también.
– No lo sé. El último Libro de los Salmos salió al mercado hace más de sesenta años y se compró por una cantidad récord en aquella época, equivalente a millones de dólares actuales. Está en Yale. -Negó con la cabeza-. Para los coleccionistas de libros, esto es como encontrar un Rembrandt o un Goya desaparecidos.
– Si sólo hay once en el mundo, será muy fácil localizarlos -sugirió Milton-. Podría buscarlos en Google.
Caleb lo miró con desdén. Si bien Milton abrazaba todo nuevo avance del mundo de la informática, Caleb era un tecnófobo declarado.
– No puedes buscar un Libro de los Salmos en Google así como así, Milton. Además, que yo sepa, todos están en instituciones como Harvard, Yale y la Biblioteca del Congreso.
– ¿Estás seguro de que es un original del Libro de los Salmos? -preguntó Stone.
– Hubo muchas ediciones subsiguientes, pero estoy prácticamente convencido de que es la versión de 1640. Lo pone en la portada, y tiene otros detalles del original con el que estoy familiarizado -respondió Caleb sin aliento.
– ¿Qué es exactamente? -preguntó Reuben-. Apenas he podido leer unas palabras.
– Es un cantoral cuya recopilación los puritanos encargaron a varios ministros para que les proporcionaran explicaciones religiosas a diario. Por aquel entonces, el proceso de impresión era muy primitivo; lo cual, unido a una ortografía y caligrafía antiguas, hace que sea muy complicado de leer.
– Pero si todos los ejemplares están en poder de distintas instituciones… -planteó Stone.
Caleb lo miró con expresión preocupada.
– Supongo que existe la posibilidad, por remota que sea, de que haya algún Libro de los Salmos por ahí del que no se tiene constancia. Me refiero, por ejemplo, a que no sé quién se encontró la mitad del manuscrito de Huckleberry Finn en el desván. Y otra persona descubrió una copia original de la Declaración de Independencia detrás de un cuadro enmarcado, y otra más encontró varios escritos de Byron en un libro antiguo. Todo es posible en cientos de años.
Aunque hacía fresco en la sala, Caleb se secó una gota de sudor de la frente.
– ¿Sois conscientes de la gran responsabilidad que esto entraña? ¡Cielo santo! ¡Estamos hablando de una colección que contiene un Libro de los Salmos! Stone apoyó una mano en el hombro de su amigo para tranquilizarlo:
– Nunca he conocido a nadie mejor preparado para esto que tú, Caleb. Y no dudes que te ayudaremos en lo que podamos.
– Sí -convino Reuben-. De hecho, llevo unos cuantos dólares encima, por si quieres deshacerte de un par de libros antes de que los pesos pesados empiecen a circular. ¿Cuánto pides por ese ejemplar de la Divina Comedia ? A ver si me río un poco.
– Reuben, ninguno de nosotros podría siquiera comprar el catálogo de la subasta en el que presentarán la colección -aseveró Milton.
– Perfecto -exclamó Reuben fingiendo estar enfadado-. Ahora supongo que lo siguiente que vas a decirme es que no puedo dejar la mierda de trabajo que tengo en el muelle.
– ¿Qué cono hacéis aquí? -preguntó una voz a gritos.
Todos se giraron para mirar a los intrusos que estaban justo al otro lado de la puerta de la cámara. Había dos hombres fornidos en uniforme de seguridad que apuntaban con una pistola al Camel Club. El hombre que estaba delante de los dos guardias era bajito y delgado, pelirrojo y llevaba una barba bien cuidada del mismo color. Tenía unos ojos azules muy vivarachos.
– He preguntado que qué estáis haciendo aquí -repitió el pelirrojo.
– A lo mejor deberíamos preguntarte lo mismo, amigo -gruñó Reuben.
Caleb dio un paso al frente.
– Soy Caleb Shaw, de la Biblioteca del Congreso, compañero de trabajo de Jonathan DeHaven. En su testamento me nombró albacea literario. -Mostró las llaves de la casa y de la cámara-. El abogado de Jonathan me ha autorizado para venir aquí y echar un vistazo a la colección. Mis amigos me han acompañado. -Sacó el carné de la biblioteca del bolsillo y se lo enseñó al hombre, que cambió rápidamente de actitud.
– Por supuesto, por supuesto, lo siento -se disculpó el hombre, una vez que hubo examinado el carné de Caleb-. He visto que entraba gente en casa de Jonathan, que la puerta estaba abierta y supongo que me he precipitado. -Hizo una seña a sus hombres para que bajaran las armas.
– No hemos entendido su nombre -dijo Reuben, observándolo con suspicacia.
Stone respondió antes de que el hombre abriera a boca.
– Me parece que quien nos acompaña es Cornelius Behan, director general de Paradigm Technologies, el tercer contratista de Defensa más importante del país.
Behan sonrió.
– Pronto seré el número uno si me salgo con la mía, y suelo hacerlo.
– Bueno, señor Behan -empezó a decir Caleb.
– Llamadme CB, como todo el mundo. -Dio un paso adelante y echó un vistazo a la sala-. Así que ésta es la colección de libros de DeHaven.
– ¿Conocías a Jonathan? -preguntó Caleb.
– La verdad es que no puedo decir que fuésemos amigos. Lo invité a una o dos fiestas en mi casa. Sabía que trabajaba en la biblioteca y que coleccionaba libros. A veces nos cruzábamos en la calle y charlábamos. Su muerte me dejó muy sorprendido.
– Como a todos -añadió Caleb taciturno.
– Así que tú eres su albacea literario -señaló Behan-. ¿Y eso qué significa?
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