David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Maldito muggle -farfulló Reuben mientras se ponía las gafas.

– Bueno, está claro que Pearl no se cree que el Libro de los Salmos sea auténtico -declaró Caleb. Guardó silencio unos instantes y luego habló en un tono menos seguro-: Y a lo mejor tiene razón. Quiero decir que sólo he mirado el libro un momento.

– Pues por cómo has contestado a Pearl ahí dentro, más vale que tengas razón -espetó Reuben.

Caleb se ruborizó.

– No sé por qué he actuado así. Me refiero a que él es famoso en el mundillo de los libros. Y yo no soy más que un bibliotecario del Gobierno.

– Un bibliotecario de primera en uno de los mejores organismos del mundo -añadió Stone.

– Será todo lo bueno que quieras en su campo, pero necesita comprarse un ordenador. Y una impresora que no sea del siglo XVI -sentenció Milton.

El Nova se puso en marcha. Cuando Reuben arrancó la Indian accionando el pedal, Stone, fingiendo acomodar su cuerpo alto en el sidecar, miró hacia atrás.

Se pusieron en marcha, con la furgoneta a la zaga.

En cuanto el Chevy Nova y la motocicleta se separaron, la furgoneta siguió a esta última.

Capítulo 15

Pese a la hora intempestiva, Stone dijo a Reuben que lo dejara cerca de la Casa Blanca en vez de en su casita de cuidador del cementerio Mt. Zion.

Se había dado cuenta de que la furgoneta los seguía y quería hacer algo al respecto.

Explicó discretamente la situación a Reuben mientras bajaba del sidecar y le describió la furgoneta.

– Estate al tanto. Si la furgoneta te sigue, te llamaré al móvil.

– ¿No deberías llamar a Alex Ford para que nos proteja? Al fin y al cabo, lo nombramos miembro honorario del Camel Club.

– Alex ya no está destinado en la Casa Blanca. Y no quiero llamarle por algo que igual resulta no ser nada. Pero aquí hay otros miembros del Servicio Secreto que me pueden ayudar.

Cuando Reuben se hubo marchado, Stone pasó lentamente junto a su tienda, la del letrero QUIERO LA VERDAD. Esa noche no había ningún otro manifestante, ni siquiera su amiga Adelphia. Se dirigió rápidamente a la estatua de un general polaco que había ayudado a los norteamericanos en la guerra de Independencia. Su recompensa por el buen servicio había sido un enorme monumento en el parque que cada día cagaban cientos de pájaros. Subió al pedestal de la estatua y vio que la furgoneta seguía estacionada en la calle Quince, en el exterior del bloque número 1600 de Pennsylvania Avenue, cerrada al tráfico.

Stone bajó del pedestal y se acercó a uno de los guardias uniformados que protegían el perímetro de la Casa Blanca.

– ¿Qué hay, Stone? -preguntó el hombre. Elevaba vigilando la Casa Blanca desde hacía casi diez años y conocía bien a Stone, quien siempre se mostraba educado y cumplía a rajatabla las normas del permiso de manifestante que llevaba en el bolsillo.

– Hola, Joe, quería informarte de una cosa. A lo mejor no es nada, pero sé que al Servicio Secreto no le gusta correr riesgos. -Le explicó rápidamente lo de la furgoneta, pero sin señalarla-. H e pensado que deberías saberlo, por si quieres hacer alguna comprobación.

– Gracias, Oliver. Te debo una.

Tal como Stone había aprendido en los años que llevaba allí, no había ninguna sospecha demasiado nimia para el Servicio Secreto cuando la protección del presidente estaba en juego. Así pues, al cabo de un par de minutos vio que Joe, acompañado de otro guardia armado, se acercaba a la furgoneta de Obras Públicas. Stone se arrepintió de haberse dejado los prismáticos en el escritorio de su casa. Se puso tenso cuando el conductor bajó la ventanilla.

Lo que pasó a continuación le sorprendió. Los dos guardias uniformados dieron media vuelta y se alejaron rápidamente de la furgoneta mientras la ventanilla volvía a subir. Los hombres no se acercaron a Oliver Stone; se marcharon en la dirección opuesta lo más rápidamente posible, sin llegar a correr, mientras que la furgoneta permanecía donde estaba.

– ¡Maldita sea! -farfulló Stone.

Entonces cayó en la cuenta. Los ocupantes de la furgoneta pertenecían a una agencia del Gobierno con suficiente poder para hacer que los agentes del Servicio Secreto se escabulleran como niños asustados. Había llegado el momento de correr. Pero ¿cómo? ¿Debía llamar a Reuben? La verdad es que no quería mezclar a su amigo en todo aquello. Entonces, se le ocurrió una idea.

¿Acaso su pasado le salía al encuentro?

Enseguida tomó una decisión y cruzó el parque, llegó a la calle El y giró a la izquierda. La parada de metro de Farragut West estaba a un par de manzanas. Consultó la hora. ¡Mierda! El metro ya estaba cerrado.

Cambió de rumbo, mirando constantemente por encima del hombro por si veía la furgoneta. Decidió ir a pie, quizás estuviera a tiempo de coger algún autobús rezagado.

Al llegar al siguiente cruce, la furgoneta de Obras Públicas dio un frenazo justo delante de él y la puerta corredera empezó a abrirse.

Entonces, Stone oyó una voz que le gritaba:

– ¡Oliver!

Miró a la derecha. Reuben había subido la moto a la acera y se acercaba a él a todo trapo. Redujo la velocidad lo justo para que Stone pudiera subir al sidecar. Reuben volvió rápidamente a la calzada y aceleró la moto con las largas piernas de Stone saliéndose por encima del sidecar.

Reuben, cuyo conocimiento de las calles de Washington D.C. casi igualaba el de Stone, giró varias veces a derecha e izquierda antes de reducir la velocidad, entrar en un callejón oscuro y pararse detrás de un contenedor. Para entonces, Stone ya se había sentado bien en el sidecar. Miró a su amigo.

– Has llegado en el momento justo, Reuben. Gracias.

– Como no me llamabas, di media vuelta. La furgoneta había empezado a circular y la seguí.

– Me sorprende que no te vieran. Esta moto no suele pasar desapercibida.

– ¿Quién cono son esos tíos?

Stone le contó a su amigo lo del encontronazo con el Servicio Secreto.

– No hay muchas agencias capaces de hacer salir por patas a los del Servicio Secreto-dijo Reuben.

– Se me ocurren dos: la CIA y la ASN. Ninguna de las dos me inspira demasiada confianza.

– ¿Qué crees que quieren?

– Me fijé en la furgoneta por primera vez en el exterior de la librería de Pearl. De todos modos, puede que nos siguiera desde antes.

– ¿Desde nuestra visita a la casa de DeHaven? -Reuben chasqueó los dedos-. ¿Crees que esto tiene algo que ver con el capullo ese de Cornelius Behan? Probablemente tenga muy buenos contactos entre los espías.

– Tal vez, teniendo en cuenta los hechos -dijo Stone, y pensó: «A lo mejor se equivocaba y nada de aquello guardaba relación con su pasado.»Reuben parecía nervioso:

– Oliver, si nos seguían, ¿crees que quizá también siguieran a Caleb y a Milton?

Stone ya estaba hablando por teléfono. Localizó a Caleb y le contó parte de lo ocurrido.

– Acaba de dejar a Milton en casa -le dijo en cuanto colgó-. No han visto a nadie, pero es probable que tampoco se hayan dado cuenta.

– Pero ¿qué hemos hecho para que los espías nos sigan? Le dijimos a Behan lo que estábamos haciendo allí. ¿Qué interés puede tener en DeHaven?

– Podría estar interesado si supiera cómo murió. O, para ser más exactos, cómo fue asesinado.

– ¿Insinúas que Behan hizo matar a su vecino? ¿Por qué?

– Tú lo has dicho, su vecino. Es posible que DeHaven viera algo que no debía.

Reuben resopló:

– ¿En Good Fellow Street? ¿Donde viven los asquerosamente ricos?

– Es pura especulación; pero lo que está claro es que, si no hubieras aparecido, no sé qué me habría pasado.

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