David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– ¿Y qué hacemos ahora?

– Como parece que nadie se interesaba por nosotros hasta que fuimos a casa de Jonathan DeHaven, empezaremos por ahí. Descubriremos si lo mataron o no.

– Me temía que eso era lo que ibas a decir.

Stone se acomodó en el sidecar, esta vez con las piernas bien puestas. Reuben puso en marcha la motocicleta y se marcharon.

«Como en los viejos tiempos», pensó Stone. Y estaba claro que eso no era bueno.

Los hombres de la furgoneta informaron a Roger Seagraves, que estaba muy alterado.

– Podríamos habernos llevado al viejo, aunque haya aparecido su amigo; pero pensamos que sería demasiado arriesgado -explicó un hombre por teléfono.

Seagraves observó su teléfono seguro durante unos instantes, pensando en cuál debería ser su siguiente movimiento.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron en casa de DeHaven?

– Más de cinco horas.

– Después fuisteis a una librería de rarezas y luego los seguisteis a la Casa Blanca.

– Sí. Uno de ellos tiene una tienda en Lafayette Park. Y, según el Servicio Secreto, se llama Oliver Stone. ¡Menudo chiste!

– Se ha dado cuenta de que lo seguíais, así que no le veo la gracia al chiste -espetó Seagraves-. No me gusta que vayáis por ahí enseñando vuestras credenciales, y menos al Servicio Secreto.

– Estábamos en un aprieto y hemos tenido que hacerlo. Además, somos de la Agencia -replicó el otro hombre.

– Pero esta noche no estabais en misión oficial -contraatacó Seagraves.

– ¿Qué quieres que hagamos?

– Nada. Quiero averiguar más cosas sobre el señor Stone. Estaremos en contacto. -Seagraves colgó.

«Un hombre que se hace llamar Oliver Stone, que tiene plantada una tienda frente a la Casa Blanca y es capaz de advertir que lo vigilan, aun tratándose de expertos, y que visitó la casa de un hombre al que hice matar.» Seagraves presintió que se avecinaba otra tormenta.

Capítulo 16

Cuando el avión aterrizó en Newark, llovía y hacía frío. Ahora Annabelle llevaba el pelo castaño, los labios color cereza, unas elegantes gafas de sol, ropa moderna y zapatos de plataforma. Sus tres compañeros llevaban traje de dos piezas sin corbata. No salieron juntos del aeropuerto. Se dirigieron al sur y se encontraron en un apartamento de alquiler de Atlantic City.

Al volver a la ciudad después de tantos años, Annabelle notó que estaba más tensa. La última vez, le había faltado demasiado poco para morir. Pero ahora esa misma tensión podía acabar con su vida. Tendría que templar los nervios y capear el temporal. Se había preparado durante casi veinte años para este momento y no pensaba desperdiciarlo.

A lo largo de la semana anterior, había sacado los fondos de los cheques falsificados de las cuentas corporativas. Había transferido esas cantidades más el alijo de la estafa de los cajeros automáticos a una cuenta en el extranjero que no estaba regulada por ninguna entidad bancaria estadounidense. Con tres millones de dólares como capital inicial, los hombres estaban ansiosos por conocer el plan del gran golpe de Annabelle.

No obstante, ella no estaba preparada para contárselo. Pasó buena parte del primer día caminando por la ciudad, observando los casinos y hablando con ciertas personas anónimas.

Los hombres pasaron el rato jugando a las cartas y charlando. Leo y Freddy entretuvieron al joven Tony con historias de viejas estafas, adornadas y pulidas como suele suceder con los recuerdos del pasado.

Al final, Annabelle los convocó.

– Mi plan es convertir nuestros tres millones en mucho más, en relativamente poco tiempo -les informó.

– Me encanta tu estilo, Annabelle -dijo Leo.

– En concreto, quiero convertir nuestros tres millones en, por lo menos, treinta y tres millones. Yo me quedo con trece y medio, y vosotros os repartís el resto entre tres. Seis y medio por barba. ¿Alguien tiene algún inconveniente?

Los hombres se quedaron de piedra unos minutos. Al final, Leo respondió por ellos:

– Joder, vaya mierda.

Annabelle alzó una mano a modo de advertencia.

– Si la estafa fracasa, podríamos perder parte del capital inicial, pero no todo. ¿Estáis todos de acuerdo en tirar los dados? -Todos asintieron-. La cantidad de dinero de la que estamos hablando exigirá correr ciertos riesgos en la etapa final.

– Traducción -dijo Leo-: aquel a quien desplumemos nunca dejará de buscarnos. -Encendió un cigarrillo-. Y ahora creo que ha llegado el momento de que nos digas quién es.

Annabelle se recostó en el asiento e introdujo las manos en los bolsillos. No apartó ni un momento la mirada de Leo, que tampoco le quitaba ojo.

– ¿Tan peligroso es? -preguntó al final, nervioso.

– Vamos a desplumar a Jerry Bagger y el Pompeii Casino -anunció.

– ¡Virgen santa! -gritó Leo. Se le cayó el cigarrillo de la boca. Fue a pararle en la pierna y le hizo un pequeño agujero en los pantalones. Se sacudió la quemadura, enfadado, y señaló a Annabelle con dedo tembloroso-. ¡Lo sabía! ¡Sabía que nos la ibas a jugar!

Tony los miró uno a uno.

– ¿Quién es Jerry Bagger?

– El peor hijo de puta con el que esperas no cruzarte jamás, chico, ése es -sentenció Leo.

– Venga ya, Leo; mi misión es convencerle de dar el golpe -bromeó Annabelle-. No lo olvides, quizá quiera hacerse a la idea de quién es Jerry él sólito.

– No pienso enfrentarme al cabrón de Jerry Bagger ni por tres millones, ni por treinta tres ni por trescientos treinta y tres mil millones porque no viviré para disfrutarlos.

– Pero has venido con nosotros. Y, como bien has dicho, sabías que iba a ir a por él. Lo sabías, Leo. -Annabelle se puso en pie, rodeó la mesa y le pasó el brazo por los hombros-. Y lo cierto es que estás esperando la oportunidad de trincar a ese cerdo desde hace veinte años. Reconócelo.

De repente Leo se sintió incómodo, encendió otro Winston y exhaló el humo hacia el techo con nerviosismo.

– Cualquiera que haya tratado con ese cabrón quiere matarlo. ¿Y qué?

– Yo no quiero matarlo, Leo. Sólo quiero robarle tanto dinero que le hiera donde más duele. Podríamos cargarnos a su familia entera y no le dolería tanto como saber que alguien se ha quedado con la fortuna que lleva amasando gracias a los pobres lelos que desfilan constantemente por su casino.

– Suena genial -reconoció Tony, mientras que Freddy seguía dubitativo.

Leo observó enfurecido al joven.

– ¿Genial? ¿Te parece genial? Voy a decirte una cosa, ignorante de mierda. La cagas delante de Jerry Bagger como hiciste en el banco, y no quedará ni un solo pedazo de tu cuerpo que poner en un sobre para mandar a tu madre para que te entierre. -Leo se giró y señaló a Annabelle-. Quiero dejar una cosa muy clara aquí y ahora. No pienso ir a por Jerry Bagger. Pero lo que de verdad no pienso hacer es ir a por Jerry Bagger con este inútil.

– Oye, cometí un error. ¿Tú nunca te has equivocado o qué? -protestó Tony.

Leo no respondió. Él y Annabelle se miraron a los ojos durante unos instantes.

– El papel de Tony se limita a lo que mejor se le da -dijo ella con voz queda-. No ha tenido ningún contacto con Jerry. -Miró a Freddy-. Y Freddy permanecerá en la sombra todo el tiempo. Sólo tiene que fabricar un papel que dé el pego. El éxito del golpe depende de ti. Y de mí. Así que, a no ser que pienses que no «somos» suficientemente buenos, no creo que sea una objeción válida.

– Nos conocen, Annabelle. Ya hemos estado aquí antes.

Annabelle rodeó la mesa y abrió una carpeta de papel manila que había en la mesa, delante de su silla. Mostró dos fotografías en papel satinado; una de un hombre y otra de una mujer.

– ¿Quién es ése? -preguntó Freddy, sorprendido.

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