David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Ya sabes que la mesa de la ruleta es una locura, por eso es la Meca de las apuestas informadas. Y, si eres bueno, todo es posible a pesar de los adelantos de la técnica.

Leo hizo chocar su copa con la de ella.

– Eso ya lo sabíamos, ¿no?

– ¿Qué me dices de los sistemas de seguridad?

– Nada del otro mundo. Supongo que la cámara acorazada está bajo toneladas de hormigón, rodeada de un millón de tíos armados hasta los dientes.

– Menos mal que no vamos a tirar por ahí -repuso ella lacónicamente.

– Sí, supongo que no quieres estropearte la manicura. -Posó la copa-. ¿Cuántos años debe de tener Jerry?

– Sesenta y seis -respondió ella de inmediato.

– Supongo que no se habrá ablandado con la edad -dijo Leo de mal humor.

– Pues no.

Hablaba con tanta seguridad que Leo la miró con suspicacia.

– Tú investigas a la víctima, ¿recuerdas? Estafador 101.

– ¡Joder, ahí está el cabrón! -susurró Leo, y al momento desvió la mirada.

Annabelle vio a seis hombres jóvenes, altos y corpulentos, pasar por su lado. Flanqueaban a otro hombre, más bajo pero en plena forma, ancho de espaldas y con una buena mata de pelo blanco. Vestía un caro traje azul y una corbata amarilla. Jerry Bagger tenía el rostro muy bronceado y una cicatriz en una mejilla, y parecía que le habían partido la nariz un par de veces. Bajo las pobladas cejas blancas se ocultaban unos ojos astutos. Recorría el casino con la mirada, asimilando todo tipo de datos relevantes de su imperio de tragaperras, cartas y esperanzas frustradas.

En cuanto hubieron pasado de largo, Leo volvió a girarse casi sin aliento.

– El hecho de que te pongas como un flan mientras ese tipo recorre el casino no entraba en mis planes, Leo -declaró Annabelle enfadada.

Leo alzó una mano.

– No te preocupes, ya lo he superado. -Exhaló un fuerte suspiro.

– Nunca llegamos a tratar con el tipo cara a cara. Sus gorilas fueron quienes intentaron matarnos. No te puede reconocer.

– Lo sé, lo sé. -Apuró su copa-. ¿Y ahora, qué?

– Cuando llegue el momento de marcharnos, nos marchamos. Hasta entonces, seguimos el guión, ensayamos nuestras entradas y buscamos cualquier ventaja que podamos obtener, porque el cabrón de Jerry es tan impredecible que a lo mejor no basta con hacerlo todo perfecto.

– ¿Sabes? Se me había olvidado que estás hecha una buena animadora.

– Decir lo obvio no tiene nada de malo. Si nos pone en un aprieto, tenemos que estar preparados para salir airosos; o nos vamos a enterar.

– Sí, sabemos perfectamente de qué nos vamos a enterar, ¿verdad?

El y Annabelle observaron en silencio cómo Jerry Bagger y su ejército salían del casino, se montaban en una minicaravana de coches y se marchaban, quizás a romperle las rótulas a alguien por haber estafado al rey de los casinos treinta miserables dólares, mucho menos que treinta millones.

Capítulo 18

Al cabo de una semana estaban preparados. Annabelle vestía una falda negra y tacones, y lucía joyas discretas. Ahora era una rubia de pelo encrespado. No se parecía en nada a la fotografía actualizada del casino. El cambio de aspecto de Leo resultaba incluso más radical. Se había puesto un peluquín de cabello fino y canoso y un pico de pelo en la frente. Llevaba una pequeña perilla, gafas finas y un traje de tres piezas.

– Lo único que me fastidia de todo esto es delatar a otros estafadores.

– Como si ellos no fueran a delatarnos a nosotros si eso les permitiera largarse con varios millones. Además, los que hemos elegido no son demasiado buenos. Tarde o temprano, los pillarán. Y ya no es como en los viejos tiempos. Ya no hay cadáveres enterrados en el desierto ni arrojados al Atlántico. Apostar cuando ya se sabe el resultado se considera conspiración para cometer un robo mediante engaño, algo así como una falta de tercer grado. Pagarán la multa o pasarán un tiempo en chirona; luego irán a por los casinos flotantes del Medio Oeste o a incordiar a los indios de Nueva Inglaterra hasta que pase el tiempo suficiente, cambien de aspecto y vuelvan aquí para empezar de nuevo.

– Sí, pero no deja de ser un mal trago.

Annabelle se encogió de hombros.

– Si te hace sentir mejor, anotaré sus nombres y les mandaré veinte mil dólares a cada uno por las molestias.

Leo se animó, pero entonces dijo:

– Vale, pero no lo descuentes de mi parte.

Habían dejado a Freddy y a Tony y se habían registrado en uno de los mejores hoteles del paseo marítimo. A partir de ese momento, no volverían a tener más contacto directo con los demás hombres. Antes de dejarlos, Annabelle les había advertido, sobre todo a Tony, que tuvieran en cuenta que en esa ciudad había espías por todas partes.

– No hagáis alarde de dinero, no hagáis bromas, no digáis nada que pueda hacer pensar a alguien que va a producirse una estafa; porque irán corriendo a avisar a quien haga falta para recoger una propina. Un desliz, y podría ser el fin para todos nosotros.

Había mirado directamente a Tony antes de añadir:

– Esto va en serio, Tony. No la cagues.

– He escarmentado, lo juro -declaró.

Leo y Annabelle fueron en taxi al Pompeii e inmediatamente tomaron posiciones. Annabelle observaba a un grupo al que ya había visto haciendo apuestas informadas en las mesas de ruleta de varios locales del paseo marítimo. Las apuestas informadas tenían distintas variaciones, que tomaban su nombre de un timo propio de las carreras de caballos en el que el apostante sabía los resultados de la carrera de antemano. En el caso de la ruleta, se deslizaban fichas caras de forma subrepticia en los números ganadores después de que la bola hubiera caído y luego se recogían. Algunos equipos empleaban una técnica distinta. El apostante escondía las fichas caras bajo las baratas antes de que la bola cayera. Entonces, el apostante «arrastraba» o sacaba las fichas caras de la mesa si el número perdía o se limitaba a gritar de alegría si el número había ganado, todo ello delante de las narices del crupier. Esta última técnica tenía la clara ventaja de que el poderoso ojo que todo lo ve no entraba en la ecuación, porque sólo se recurría a él si se trataba de una apuesta ganadora. La cinta mostraba que el apostante no había manipulado las fichas, dado que sólo las retiraba si perdía la apuesta. Para realizar este tipo de timos en las mesas de ruleta se necesitaba muchísima práctica, oportunidad, labor de equipo, paciencia, talento natural y, lo más importante, agallas.

Annabelle y Leo habían sido expertos en este timo. Sin embargo, la tecnología de vigilancia que los casinos utilizaban actualmente reducía de forma drástica las posibilidades de quienes no fueran realmente expertos. Y, por naturaleza, un estafador sólo podía actuar unas cuantas veces en un casino antes de ser descubierto; así pues, era mejor que las apuestas y las probabilidades fueran suficientemente elevadas para justificar el riesgo.

Leo no quitaba el ojo a la mesa de blackjack y a un señor que llevaba un buen rato jugando y ganando. No demasiado como para levantar sospechas, pero Leo se figuró que había acumulado mucho más que el sueldo mínimo por estar apoltronado y bebiendo gratis. Llamó a Annabelle por el móvil.

– ¿Estás preparada para pasar a la acción? -le preguntó.

– Parece que mis apostantes están a punto de dar el golpe, así que vamos allá.

Annabelle se acercó a un hombre corpulento que enseguida había identificado como jefe de zona y le susurró algo al oído, inclinando la cabeza hacia la mesa de la ruleta donde había chanchullo.

– En la mesa número seis hay una retirada de ficha directa, tercera sección. Las dos mujeres sentadas a la derecha son el cebo. El mecánico está en la silla del fondo de la mesa. El reclamante es el tipo delgado y con gafas que está detrás del hombro izquierdo del crupier. Llama al ojo del cielo y ordena que la cámara panorámica haga zoom en la acción y permanezca fija hasta que se haya ejecutado el arrastre.

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