David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Sí, bueno, el trato no incluía hacer de niñera de un desgraciado que a punto ha estado de enviarnos a la cárcel; así que quizá tengamos que renegociar el trato, señora.

Ella lo miró con desdén.

– ¿Me estás desafiando, después de tantos años? Te he dado la mejor oportunidad de tu vida.

– No quiero más dinero. Quiero el gran golpe. ¡O no voy!

Annabelle dejó de hacer la maleta mientras se planteaba las palabras de Leo.

– ¿Te conformas si te digo adónde vamos? -le preguntó.

– Depende de dónde sea.

– Atlantic City.

Leo palideció.

– ¿Te has vuelto loca? ¿Qué pasa? ¿La última vez no fue suficientemente mala?

– De eso hace mucho tiempo, Leo.

– ¡Para mí nunca será tiempo suficiente! -espetó él-. ¿Por qué no hacemos algo más fácil como estafar a la mafia?

– At-lan-tic Ci-ty -susurró ella, formando cinco palabras, en vez de dos.

– ¿Por qué? ¿Por tu viejo?

Annabelle no respondió.

Leo se levantó y la señaló con el dedo.

– Estás para que te encierren, Annabelle. Si piensas que voy a meterme otra vez en ese infierno contigo porque tienes algo que demostrar, es que no conoces a Leo Richter.

– El avión sale a las siete de la mañana.

Leo se quedó de pie, nervioso, observando cómo hacía la maleta durante un par de minutos más.

– ¿Por lo menos tenemos billetes de primera clase? -dijo al final.

– Sí, ¿por qué?

– Porque, si va a ser mi último vuelo, me gustaría viajar con todos los lujos.

– Como quieras, Leo.

Leo salió por la puerta mientras Annabelle continuaba haciendo la maleta.

Capítulo 12

Caleb Shaw estaba trabajando en la sala de lectura de Libros Raros. Había varias solicitudes para ver material de la cámara Rosenwald que exigían la aprobación de un supervisor. Luego pasó un buen rato al teléfono ayudando a un profesor de universidad que escribía un libro sobre la biblioteca privada de Jefferson, que vendió a la nación después de que los británicos quemaran la ciudad durante la guerra de 1812 y que sentaría las bases de la Biblioteca del Congreso actual. Después, Jewell English, una mujer ya mayor asidua de la sala de lectura, pidió ver un ejemplar de las Dime Novéis de Beadle. Estaba muy interesada en la serie de Beadle y tenía una buena colección, según le había dicho a Caleb. Era una mujer esbelta con el pelo entrecano y sonrisa fácil, y Caleb suponía que se sentía sola. Le había contado que su marido había muerto hacía diez años y que su familia estaba desperdigada por todo el país. Por eso siempre hablaba con ella cuando iba a la biblioteca.

– Tienes mucha suerte, Jewell -dijo Caleb-. Acaba de llegar del Departamento de Conservación. Necesitaba un poco de amor y cariño. -Tomó el libro, charló con ella unos minutos sobre la muerte prematura de Jonathan DeHaven y luego regresó a su mesa. Observó un rato a la mujer mientras ésta se ponía las gafas de cristal grueso y examinaba el viejo volumen, tomando notas en unas cuantas hojas de papel que había traído consigo. Sólo se permitía la entrada de lápices y folios sueltos por motivos obvios y la gente tenía que mostrar el contenido del bolso antes de salir de la sala.

Cuando la puerta de la sala de lectura se abrió, Caleb miró a la mujer que entraba. Era del Departamento de Administración, y se levantó para saludarla.

– Hola, Caleb, tengo una nota para ti de Kevin -dijo la mujer.

Kevin Philips era el director en funciones después de la repentina muerte de DeHaven.

– ¿Kevin? ¿Por qué no me ha llamado o me ha mandado un mensaje de correo electrónico? -preguntó Caleb.

– Creo que te ha llamado pero, una de dos, o comunicabas o no has respondido al teléfono. Y, por algún motivo, no quería enviarte un mensaje.

– Bueno, la verdad es que hoy he tenido mucho trabajo.

– Creo que es bastante urgente. -Le tendió el sobre y se marchó. Caleb se lo llevó a su escritorio; pero resulta que tropezó con el doblez de la alfombra, tiró las gafas al suelo y luego, sin querer, las pisó e hizo añicos los cristales.

– Oh, Dios mío, mira que soy patoso. -Bajó la mirada hacia el sobre mientras recogía las gafas destrozadas. Ahora no podía leer. Sin gafas, no veía nada. Y la mujer le había dicho que era urgente.

– Has tropezado con esa alfombra varias veces, Caleb -le recordó Jewell, intentando ayudar.

– Gracias por la observación -farfulló él, antes de mirarla-. Jewell, ¿me dejas las gafas un momento para leer esta nota?

– Estoy cegata perdida. No sé si te servirán.

– No te preocupes; yo también estoy cegato, al menos para leer.

– ¿Quieres que te lea la nota?

– Pues… no. Es que… a lo mejor es… ya sabes.

Jewell juntó las manos.

– ¿Quieres decir que podría ser confidencial? -susurró-. Qué emocionante.

Caleb miró la nota en cuanto Jewell le tendió las gafas. Se las puso, se sentó en el escritorio y la leyó. Kevin Philips pedía a Caleb que acudiera inmediatamente a las oficinas administrativas del departamento, situadas en una planta del edificio dotada de fuertes medidas de seguridad. Nunca antes lo habían llamado a las oficinas administrativas; al menos, no de ese modo. Dobló la nota lentamente y se la guardó en el bolsillo.

– Gracias, Jewell; creo que tenemos la misma graduación, porque veo bien con ellas. -Le devolvió las gafas, se armó de valor y se marchó.

En las oficinas administrativas encontró a Kevin Philips sentado con un hombre que vestía un traje oscuro, al que presentó como abogado de Jonathan DeHaven.

– De acuerdo con el testamento del señor DeHaven, es usted albacea literario de su colección de libros, señor Shaw -declaró el abogado, al tiempo que extraía un documento y se lo tendía a Caleb. También le dio dos llaves y un papel.

– La llave grande es la del domicilio del señor DeHaven. La pequeña, la de la cámara acorazada donde guarda los libros. El primer número del papel es la combinación del sistema de alarma de la casa del señor DeHaven. El segundo número es la combinación de la cámara. Está protegida por la llave y la combinación.

Caleb miraba perplejo los artículos que le acababa de entregar.

– ¿Su albacea literario?

– Sí, Caleb -intervino Philips-. Tengo entendido que le ayudaste a conseguir algunos volúmenes para su colección.

– Sí -reconoció Caleb-. Tenía suficiente dinero y buen gusto para reunir una excelente colección.

– Pues parece ser que valoró mucho su ayuda -declaró el abogado-. De acuerdo con las disposiciones del testamento, usted tendrá acceso completo y sin limitaciones a su colección de libros. Deberá inventariar la colección, hacer que la tasen, dividirla como considere apropiado y venderla, teniendo en cuenta que las ganancias se destinarán a varias organizaciones benéficas especificadas en el testamento.

– ¿Quiso que vendiera sus libros? ¿Y su familia?

– Hace años que mi bufete representa a la familia DeHaven. No tiene ningún pariente vivo -respondió el abogado-. Recuerdo que uno de los socios jubilados me contó que hace años estuvo casado. Por lo que parece, no duró mucho. -Hizo una pausa, como queriendo hacer memoria-. De hecho, creo que me dijo que el matrimonio se había anulado. Fue antes de que yo empezara a trabajar en el bufete. De todos modos, no tuvieron hijos; así que nadie puede reclamar. Usted recibirá un porcentaje del precio de venta de la colección.

– Podría ser una considerable suma -intervino Philips.

– Lo haría gratis -se apresuró a decir Caleb.

El abogado se rio.

– Fingiré que no he oído lo que acaba de decir. Puede que sea más laborioso de lo que se piensa. Así pues, ¿acepta el cometido?

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