David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Caleb vaciló.

– Sí, lo acepto. Por Jonathan-dijo.

– Bien. Firme aquí para confirmar su aceptación y que recibe las llaves y las combinaciones. -Deslizó un documento de una página hacia Caleb, que éste firmó con cierta dificultad porque no llevaba las gafas-. Pues queda todo a su disposición -terminó diciendo el abogado.

Caleb volvió a su despacho y observó las llaves. Al cabo de unos minutos, tomó una decisión. Llamó a Milton, a Reuben y luego a Stone. No quería ir solo a casa de Jonathan, les dijo. Todos acordaron acompañarlo esa misma noche

Capítulo 13

Al caer la tarde, Reuben y Stone fueron a casa de DeHaven en la motocicleta Indian, el alto Stone apretujado en el sidecar. Caleb y Milton aparcaron justo detrás de ellos en la vieja cafetera Chevy Nova de Caleb, cuyo tubo de escape iba medio colgando. Caleb llevaba las gafas de repuesto, porque supuso que esa noche tendría mucho que leer.

– Bonita choza -dijo Reuben en cuanto se quitó el casco y las gafas y observó la mansión-. Demasiado lujosa para ser de un funcionario.

– Jonathan provenía de una familia acaudalada -respondió Caleb.

– Eso no debe de estar nada mal -comentó Reuben-. La mía no hacía más que meterse en líos. Y eso es lo que parece que siempre acabo haciendo yo con vosotros, chicos.

Caleb abrió la puerta delantera con la llave, desactivó el sistema de alarma y todos entraron.

– Ya he estado en la cámara. Podemos bajar en el ascensor -dijo Caleb.

– ¡Ascensor! -exclamó Milton-. No me gustan los ascensores.

– Pues entonces baja por las escaleras -le aconsejó Caleb, señalando hacia la izquierda-. Están ahí.

Reuben contempló los muebles antiguos, las obras de arte de buen gusto que cubrían las paredes y las esculturas expuestas en hornacinas de estilo clásico. Restregó la puntera de la bota en la bonita alfombra oriental del salón.

– ¿No necesitan un cuidador para la casa hasta que se resuelva el tema?

– Va a ser que no -respondió Caleb.

Bajaron en el ascensor y se reunieron con Milton en la pequeña antesala. La puerta de la cámara acorazada era un mamotreto de acero de más de medio metro de grosor, con un teclado informático y una ranura para la llave de seguridad especial.

Caleb les dijo que la llave y la combinación tenían que introducirse a la vez.

– Jonathan me dejó entrar con él en la cámara varias veces.

La puerta se abrió silenciosamente gracias a unas potentes bisagras, y entraron. El lugar hacía unos tres metros de ancho, un poco menos de alto y parecía tener unos diez metros de largo. En cuanto entraron en la cámara, se encendió una luz tenue especial que les permitía ver razonablemente bien.

– Está hecha a prueba de bombas y es ignífuga. Y la temperatura y la humedad están controladas -explicó Caleb-. Es obligatorio en el caso de los libros raros, sobre todo en los sótanos, donde esos niveles pueden fluctuar drásticamente.

La cámara estaba forrada de estanterías que alojaban libros, folletos y otros artículos que, incluso para el ojo poco avezado, parecían singulares y de gran valor.

– ¿Podemos tocar algo? -preguntó Milton.

– Mejor que lo haga yo -respondió Caleb-. Algunos de estos artículos son muy frágiles. Muchos no han visto la luz natural desde hace más de cien años.

– ¡Joder! -exclamó Reuben, recorriendo con el dedo el lomo de uno de los libros-. Como una pequeña cárcel en la que cumplen cadena perpetua.

– Es una visión muy injusta, Reuben -dijo Caleb, regañándole-. Protege los libros para que las siguientes generaciones puedan disfrutar de ellos. Jonathan no reparó en gastos para albergar su colección con un gusto exquisito.

– ¿Qué tipo de colección tenía? -preguntó Stone. Estaba mirando un tomo muy antiguo cuya tapa parecía tallada en roble.

Caleb sacó con sumo cuidado el libro en el que Stone se había fijado.

– Jonathan tenía una buena colección, aunque tampoco era fabulosa; él era el primero en reconocerlo. Todos los grandes coleccionistas tienen una cantidad de dinero prácticamente ilimitada; pero, más que eso, tienen un plan sobre el tipo de colección que quieren y lo siguen con una determinación que no es otra cosa que obsesión.

Se llama bibliomanía, la obsesión más «sutil» del mundo. Todos los grandes coleccionistas la han tenido.

Miró a su alrededor.

– Hay algunos volúmenes imprescindibles en las mejores colecciones que Jonathan nunca podría haber tenido.

– ¿Como qué? -preguntó Stone.

– Los infolios de Shakespeare. El primer infolio sería un caso obvio, por supuesto. Contiene novecientas páginas con treinta y seis obras de teatro. No se conserva ninguno de los manuscritos originales del Bardo, por eso los infolios tienen tantísimo valor. Hace unos años se vendió un primer infolio en Inglaterra por tres millones y medio de libras.

Milton dejó escapar un silbido y meneó la cabeza.

– A unos seis mil dólares la página.

– Luego están las adquisiciones obvias: William Blake, el Principia Mathematica de Newton y algo de Caxton, el primer impresor inglés. Si no recuerdo mal, J. P. Morgan tenía más de sesenta Caxton en su colección. Un Mainz Psalter de 1457, The Book of St. Albans y, por supuesto, una Biblia de Gutenberg. En el mundo sólo hay tres Gutenberg como nuevas impresas en pergamino. Uno de los ejemplares está en la Biblioteca del Congreso. No tienen precio.

Caleb recorrió un estante con la mirada.

– Jonathan tiene la edición de 1472 de la Divina Comedia de Dante, que sería muy apreciada en cualquier colección de primera categoría. También posee el Tamerlane de Poe, del que existen poquísimos ejemplares y que es muy difícil de encontrar. Hace tiempo se vendió uno por casi doscientos mil dólares. Últimamente, la fama de Poe ha ido en aumento; así que hoy se cotizaría por un precio mucho mayor. La colección incluye una buena selección de incunables, alemanes en su mayoría, pero también algunos italianos, y una muestra representativa de primeras ediciones de novelas más contemporáneas, muchas de ellas autografiadas. Era especialista en curiosidades estadounidenses y tiene una extensa muestra de escritos personales de Washington, Adams, Jefferson, Franklin, Madison, Hamilton, Lincoln y otros. Como he dicho, es una buena colección; aunque no puede considerarse extraordinaria.

– ¿Qué es eso? -preguntó Reuben, señalando una esquina poco iluminada del fondo de la cámara.

Todos se arremolinaron en torno al objeto. Era un pequeño retrato de un hombre de la época medieval.

– No recuerdo haberlo visto anteriormente -reconoció Caleb.

– ¿Por qué puso un cuadro en la cámara? -añadió Milton.

– Y sólo uno… -comentó Stone-. No es que sea una gran pinacoteca.

Examinó el retrato desde distintos ángulos antes de tocar uno de los extremos del marco y tirar de él.

Se abrió mediante unas bisagras y dejó al descubierto la puerta de una especie de cerradura con combinación empotrada en la pared.

– Una caja fuerte dentro de la cámara acorazada -dijo Stone-. Prueba la combinación que te dio el abogado para la cámara, Caleb.

Caleb la probó, pero no funcionó. Luego probó otros números, sin éxito.

– La gente suele utilizar una combinación que le resulte fácil de recordar para no tener que anotarla -comentó Stone-. Pueden ser números, letras o ambos.

– ¿Por qué dio a Caleb la llave y la combinación de la cámara acorazada y no le dio la combinación de la caja fuerte del interior? -preguntó Milton.

– Tal vez imaginó que Caleb la sabría por algún motivo -señaló Reuben.

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