David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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No hubo contratiempos en los diez primeros cobros. Anna-belle fue pelirroja en uno, rubia en otro y morena en el tercero. Habilitaron la parte trasera de la furgoneta como vestuario con un pequeño tocador y espejo.

Tras varios cobros, ella y Leo entraban en la furgoneta y cambiaban de aspecto antes de dirigirse al siguiente banco. En algunos sitios, ella llevaba gafas; en otros, un fular en la cabeza; en otros, pantalones, sudadera y gorra de béisbol. Con ayuda de maquillaje, indumentaria, rellenos y pelo podía cambiar de aspecto y de edad de forma evidente. Siempre iba con zapatos planos, dado que así su altura destacaba menos que con tacones. Y, aunque nunca la miraba, Annabelle siempre era consciente de que la cámara de seguridad del banco la grababa.

A su vez, Leo era un hombre de negocios, el recadero de una empresa, un jubilado o un abogado, entre otros.

La breve conversación ensayada de Annabelle con los cajeros fue fluida, sin atisbo de aprensión. Enseguida hacía que el empleado se sintiera cómodo, hablándole de la ropa o el peinado que llevaba o de cuánto le gustaba la bonita ciudad de San Francisco, aunque el clima no fuera muy benévolo.

Con la undécima empleada incluso se confesó:

– Hace cuatro años que tengo esta consultoría y es el mayor pago que he recibido. Me he partido los cuernos trabajando.

– Felicidades -respondió la empleada, mientras tramitaba la transacción-. Cuarenta mil dólares es una cantidad sustanciosa. -Dio la impresión de que la mujer escudriñaba el cheque y la documentación personal y de empresa perfectamente falsificados con demasiado interés.

Annabelle se percató de que la mujer no llevaba alianza de casada; aunque la debía de haber llevado hasta hacía poco, porque tenía la piel ligeramente más clara en esa zona.

– Mi ex me abandonó por una mujer más joven y me dejó sin blanca-dijo Annabelle con amargura-. He tenido que empezar de cero. No ha sido fácil. Pero no iba a darle ese gustazo, ¿verdad? Acepto la pensión alimenticia porque me la gané. Pero no quiero que me controle la vida.

La actitud de la mujer cambió y le habló en un susurro:

– Sé exactamente cómo se siente -dijo, mientras efectuaba el pago-. Doce años casada y mi ex decide cambiarme por otra.

– Ojalá pudiéramos darles una pastilla que los educara.

– Oh, por supuesto que me gustaría darle una pastilla a mi ex. Una pastilla de cianuro -declaró la empleada.

Annabelle echó un vistazo a los documentos del mostrador y dijo como de pasada:

– Supongo que el importe quedará retenido, ¿no? Es que tengo que pagar a unos cuantos vendedores. Ojalá pudiera quedarme con todo, pero mi margen de beneficio sólo es, con suerte, del diez por ciento.

La empleada vaciló:

– Bueno, normalmente quedaría retenido con este importe tan grande. -Miró a Annabelle, sonrió y lanzó una mirada al ordenador-. Pero la cuenta desde la que se ha emitido el cheque tiene dinero más que suficiente para cubrirlo. Y la cuenta de su empresa no ha tenido problemas, así que haré que el importe esté disponible de inmediato.

– Perfecto, no sabes cuánto te lo agradezco.

– Las mujeres tenemos que ayudarnos.

– Sí, por supuesto -repuso Annabelle, mientras se volvía y se marchaba con el resguardo del depósito que demostraba que su «empresa» era cuarenta mil dólares más rica.

Mientras tanto, Leo cobró rápidamente su fajo de cheques sin pasar más de diez minutos en cada banco. Sabía que, en su caso, la velocidad era la clave. Velocidad sin descuidos, no obstante. Su método solía ser hacer una broma, normalmente a su propia costa para romper el hielo con el empleado.

– Ojalá ese dinero fuera para mi cuenta personal -dijo a un empleado, haciéndose pasar por el recadero de una empresa-. Así podría pagar el alquiler. ¿Hay algún sitio en esta dichosa ciudad en el que no te pidan a tu primogénito como depósito para un apartamento de una habitación?

– No, que yo sepa-respondió el empleado, muy comprensivo.

– Es que yo ni siquiera tengo una habitación. Vivo en un miniestudio y duermo en un sofá.

– Pues es un tipo con suerte. El banco me paga tan poco que tengo que seguir viviendo con mis padres.

– Sí, pero yo te llevo treinta años. Al paso que voy, para cuando tú seas el jefe, yo seré el que viva con sus padres.

El empleado se rio y le tendió a Leo el resguardo del depósito por valor de 38.000 dólares.

– No se lo gaste todo de golpe -bromeó el joven.

– No te preocupes -respondió Leo, al tiempo que se introducía el papel en el bolsillo y se marchaba silbando.

A última hora de la tarde ya habían ingresado setenta y siete de los ochenta cheques; Tony tenía diez a su cargo y cada vez se mostraba más confiado.

– Esto está chupado -declaró Tony en la furgoneta, mientras se cambiaba de ropa junto a Leo. Annabelle estaba detrás de una sábana colgada a lo ancho de la furgoneta, cambiándose también-. Esos idiotas se quedan ahí parados y se tragan todo lo que les dicen. Ni siquiera miran el papel. No sé por qué todavía hay gente que se molesta en robar bancos.

Annabelle asomó la cabeza por encima de la sábana.

– Nos quedan tres cheques. Cada uno se encargará de uno.

– Y cuidado con la cabeza cuando salgas de la furgoneta, Tony -dijo Leo.

– Que tenga cuidado con la cabeza, ¿de qué estás hablando?

– Hablo de que ahora mismo la tienes tan grande, que a lo mejor no pasa por entre las puertas.

– ¿Por qué coño te empeñas en meterte conmigo, Leo?

– Se mete contigo, Tony, porque ingresar cheques falsos no está tan chupado -manifestó Annabelle.

– Pues, para mí, sí lo es.

– Eso es porque Annabelle ha tenido la infinita prudencia de adjudicarte los más fáciles.

Tony se giró para mirarla:

– ¿Es cierto?

– Sí-afirmó ella sin rodeos, asomando los hombros desnudos por encima de la sábana.

– Ya sé cuidarme yo sólito -espetó Tony-. No hace falta que me hagas de niñera.

– No lo hago por ti -replicó Annabelle-. Si fallas, caemos contigo. -Durante unos instantes lo miró echando chispas, pero enseguida se relajó-. Además, no tiene ningún sentido exponer a un estafador con talento. Eso puede hacer más mal que bien.

Se agachó detrás de la sábana. Con la escasa luz que entraba por las ventanillas de cristal tintado de la furgoneta, la sábana transparentaba un poco. Tony observó la silueta de Annabelle mientras ésta se quitaba una ropa para ponerse otra.

Leo le dio un codazo en las costillas.

– Muestra un poco de respeto, chico -le gruñó.

Tony se volvió lentamente para mirarlo.

– Joder -dijo con voz queda.

– ¿Qué pasa? ¿Es que nunca has visto a una mujer hermosa desnudándose?

– No. Quiero decir, sí. -Se miró las manos.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Leo.

Tony alzó la vista.

– Creo que acaba de decir que soy un estafador con talento.

Capítulo 11

Lugar y Fecha.

Texto. Era el último timo. Tony estaba delante de la cajera, una guapa joven asiática con una media melena, cutis perfecto y pómulos color nuez.

Claramente interesado, Tony se inclinó hacia ella y apoyó el brazo en el mostrador.

– ¿Vives aquí desde hace tiempo? -le preguntó.

– Varios meses. Antes vivía en Seattle.

– El mismo clima -dijo Tony.

– Sí-convino la mujer, sonriendo mientras trabajaba.

– Yo acabo de venir de Las Vegas -explicó Tony-. Esa ciudad sí que es divertida.

– Nunca he estado allí.

– Oh, es una pasada. Tienes que ir. Y tal como dicen: «Lo que pasa en Las Vegas, no sale de Las Vegas.» -La miró expectante-. Me encantaría enseñarte la ciudad.

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