David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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A modo de respuesta, Annabelle le dijo:

– ¿Por qué no te lees lo que pone en tu libreta? Así no cometerás ningún error.

– Sólo hay que operar en el cajero automático. No tendré ningún problema.

– No era una sugerencia -le dijo ella fríamente, antes de abandonar la estancia.

– Ya la has oído, chico -dijo Leo, sin esforzarse demasiado por reprimir una sonrisa.

Tony farfulló algo entre dientes y salió enfadado de la sala.

– Nos oculta algo, ¿verdad? -comentó Freddy.

– ¿Te gustaría trabajar con un estafador que no lo hiciera? -replicó Leo.

– ¿Quién es?

– Annabelle -respondió Leo.

– Eso ya lo sé, pero ¿cuál es su apellido? Me sorprende que no se haya cruzado en mi camino con anterioridad. El mundo de la estafa de altos vuelos es bastante pequeño.

– Si hubiera querido que lo supieras, te lo habría dicho ella misma.

– Venga ya, Leo -dijo Freddy-. Tú lo sabes todo de nosotros. Y no soy ningún novato. Además, no saldrá de aquí.

Leo se lo pensó, antes de decir en voz baja:

– Bueno, tienes que jurarme que te llevarás el secreto a la tumba. Y, si le cuentas que te lo he dicho, lo negaré y luego te mataré. Lo digo en serio. -Se calló mientras Freddy se lo juraba-. Se llama Annabelle Conroy -dijo Leo.

– ¿Paddy Conroy? -dijo Freddy enseguida-. De él sí que he oído hablar. Supongo que son parientes.

Leo asintió y siguió hablando sin levantar la voz:

– Es su hija. Un secreto bien guardado. La mayoría de la gente ni siquiera sabe que Paddy tuvo una hija. A veces, hacía pasar a Annabelle por su esposa. Algo raro, pero Paddy era así.

– Nunca tuve el placer de trabajar con él -añadió Freddy.

– Sí, bueno, yo tuve el placer de trabajar con el gran Paddy Conroy. Fue uno de los mejores estafadores de su generación. Y también un cabrón de armas tomar. -Leo miró en la dirección en que Annabelle y Tony se habían marchado y bajó aún más el tono de voz-. ¿Has visto la cicatriz que tiene bajo el ojo derecho? Se la hizo su viejo. Se llevó eso por echar a perder una reclamación fraudulenta cuando estafaban a los casinos de Las Vegas en la ruleta. Annabelle sólo tenía quince años, pero aparentaba veintiuno. El viejo tuvo que pagar tres mil dólares y ella se llevó una buena paliza. Y no fue la única vez, créeme.

– Joder -dijo Freddy-. ¿Su propia hija?

Leo asintió.

– Annabelle nunca habla de ello. Me enteré por otras fuentes.

– ¿O sea que por aquel entonces trabajabas con ellos?

– Oh, sí, Paddy y su mujer, Tammy. En aquellos tiempos daban buenos golpes. Paddy me enseñó el trile. Lo que pasa es que Annabelle es mejor estafadora de lo que su padre jamás llegó a ser.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Freddy.

– Por una cualidad que Paddy nunca tuvo. Justicia. La heredó de su madre. Tammy Conroy era una mujer honrada, al menos para ser estafadora.

– ¿Justicia? Curiosa cualidad para gente como nosotros -comentó Freddy.

– Paddy siempre dirigió a sus equipos con temor. Su hija los dirige con preparación y capacidad. Y nunca nos timaría. Paddy se largó no sé cuántas veces de la ciudad con todo el botín. Por eso acabó trabajando solo. Nadie quería trabajar con él. Dicen que incluso Tammy acabó dejándolo.

Freddy guardó silencio unos instantes, mientras parecía asimilar toda la información.

– ¿Sabes algo del gran golpe?

Leo meneó la cabeza.

– Eso es cosa suya. Yo, de momento, a lo mío.

Mientras Freddy y Leo se dirigían a la cocina para tomarse un café, Tony miró hacia la otra puerta. Había dejado la libreta en la habitación y había vuelto a tiempo de escuchar toda la conversación. Sonrió. A Tony le encantaba saber cosas que los demás pensaban que ignoraba.

Capítulo 9

La estafa ascendió a 910.000 dólares porque a Tony le había entrado la avaricia en un cajero.

– ¿Qué hará el pobre lelo? ¿Empeñar su Pagani? -dijo maliciosamente.

– No vuelvas a hacerlo -declaró Annabelle con firmeza, mientras desayunaban en otra casa de alquiler situada a ocho kilómetros de la primera, que habían limpiado a conciencia por si la policía la visitaba. Habían devuelto todos los coches Hertz utilizados para robar de las treinta cuentas. Los disfraces que se habían puesto estaban en distintos contenedores de basura, desperdigados por toda la ciudad; el dinero, en cuatro cajas de seguridad que Annabelle había arrendado. Habían borrado las filmaciones de vídeo y los archivos informáticos, y destruido las libretas.

– ¿Qué más dan diez mil dólares más? -se quejó Tony-. Joder, podríamos haberles quitado mucho más de lo que les quitamos.

Annabelle le presionó un dedo con fuerza contra el pecho.

– El dinero no es la cuestión. Cuando yo trazo un plan, tú lo cumples. De lo contrario, no podré confiar en ti. Y si no puedo confiar en ti, no puedes estar en mi equipo. No hagas que me arrepienta de haberte escogido, Tony. -Se quedó mirando al joven y luego se dirigió a los demás-: Bueno, vayamos a por la segunda estafa menor. -Miró otra vez a Tony-. Y se trata de un timo cara a cara. Si no sigues las instrucciones al pie de la letra, vas directo a chirona porque el margen de error es nulo.

Tony se sentó con expresión menos entusiasta.

– ¿Sabes, Tony? -dijo Annabelle-, no hay nada mejor que ver a la víctima cara a cara y medir sus fuerzas con las tuyas.

– A mí ya me está bien.

– ¿Seguro? Porque, si te supone algún problema, quiero saberlo ahora mismo.

Tony miró nervioso a los demás.

– No tengo ningún problema.

– Bien. Nos vamos a San Francisco.

– ¿Qué hay allí? -preguntó Freddy.

– El cartero -repuso Annabelle.

Hicieron el viaje de seis horas hasta San Francisco en dos coches, Leo y Annabelle en uno y Tony y Freddy en el otro. Alquilaron un apartamento para ejecutivos durante dos semanas a las afueras de la ciudad, con vistas al Golden Gate. Durante los cuatro días siguientes hicieron turnos para vigilar un complejo de oficinas de un barrio pijo de la ciudad. Observaban las recogidas de los buzones exteriores que estaban a tope la mayoría de los días, con fardos de correo apilados junto al receptáculo rebosante. Cada uno de esos cuatro días, el cartero pasó dentro de una franja de un cuarto de hora, entre las cinco y las cinco y cuarto.

El quinto día, a las cuatro y media en punto, Leo, vestido de cartero, se acercó al buzón en una furgoneta de correos que Annabelle había conseguido de un contacto una hora al sur de San Francisco. El caballero estaba especializado en ofrecer cualquier cosa, desde un coche blindado hasta ambulancias para fines poco honrados. Annabelle, que ocupaba un coche estacionado al otro lado del buzón, observó a Leo mientras éste se acercaba en la furgoneta. Tony y Freddy estaban apostados en la entrada del complejo; avisarían a Leo por el auricular si el verdadero cartero aparecía antes de tiempo. Leo sólo iba á coger el correo apilado fuera del buzón, dado que no tenía la llave que lo abría. Podría haber forzado la cerradura sin problema, pero Annabelle había descartado esa posibilidad por considerarla innecesaria y potencialmente peligrosa si alguien le veía.

– Nos basta con lo que haya en el suelo o sobresalga del buzón -había dicho.

Mientras Leo apilaba el correo en el interior de la furgoneta, oyó la voz de Annabelle por el auricular.

– Parece que viene una secretaria corriendo con unas cartas.

– Recibido -dijo Leo tranquilamente. Se giró y se encontró con la mujer, que pareció llevarse un chasco.

– Oh, ¿dónde está Charlie? -preguntó.

Charlie, el auténtico cartero, era alto y guapo.

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