– ¿Quién ha dicho que voy a usarla?
Jeffrey abrió la ventana, se colgó del exterior y bajó, vacilante, por las tuberías de cobre. Todo un atleta, la verdad. Como a Nora le gustaba.
Fuera cual fuese el récord mundial de un hombre quitándose la ropa, sin duda quedó superado. Luego, Jeffrey se acercó a ella muy despacio y se subió a la chaise longue. Hundió las manos en los almohadones y rodeó la espalda de ella con sus musculosos brazos. Era un hombre muy sexy cuando se conseguía apartarle de su ordenador.
Nora cerró los ojos, y los mantuvo cerrados durante todo el tiempo que estuvieron haciendo el amor. Quería sentir algo por Jeffrey. Lo que fuese. Pero no sentía nada.
«Vamos, Nora, sabes lo que hay que hacer. Has estado otras veces en esta situación.»
Esta vez, la voz que oía dentro de su cabeza no sonaba como la de un viejo amigo. Más bien era como la de un extraño desagradable, alguien a quien casi no conocía. Intentó no hacerle caso, pero no sirvió de nada; sonó aún más fuerte. Más insistente. Más autoritaria.
Después de alcanzar el orgasmo, Jeffrey se apartó de ella, casi sin aliento.
– Qué sorpresa tan agradable. Eres la mejor.
«Pregúntale si tiene hambre, Nora.»
Le entraron ganas de gritar para acallar aquella vocecilla interior. Pero no habría sido más que una pérdida de tiempo. Sólo había una forma de qué parase, y ya sabía cuál era.
– ¿Adónde vas?-preguntó Jeffrey.
Nora se había levantado de la chaise longue sin decir una palabra. Se dirigía hacia el interior de la casa.
– A la cocina -dijo girándose hacia él-. Voy a ver qué puedo preparar para cenar: me apetece cocinar para ti.
«Dios mío, ¿qué voy a hacer ahora? Esto es un completo desastre.»
El Turista estaba sentado en una habitación pequeña y sombría y se estaba bebiendo otra Heineken. Ya llevaba cuatro. ¿O era la quinta? En aquel momento, no le parecía que tuviese mucha importancia llevar la cuenta. Ni tampoco el partido televisado de los Yankees. O comerse la pizza de cebolla y salchichas que empezaba a enfriarse en la mesa que había frente a él.
Su portátil mostraba artículos de periódico que hablaban sobre el tiroteo de Nueva York. Había al menos una docena que comentaban la «batalla en el asfalto».
La historia tenía varias lagunas que no sorprendían al Turista. Había dejado a sus espaldas un montón de preguntas sin respuesta. Se habían volcado ríos de tinta a conjeturas y especulaciones, algunas de ellas razonables y la mayoría descabelladas. La breve nota que acompañaba a los artículos lo resumía todo: «El circo está en la ciudad. Mantente al margen. Estaremos en contacto».
Sonrió y volvió a leer las declaraciones contradictorias de los testigos. «¿Cómo es posible -escribía un periodista del News - que personas que se encontraban a menos de diez metros de distancia describan un mismo hecho de forma tan distinta?»
– ¿Cómo es posible? -dijo el Turista en voz alta.
Se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa. Tenía absoluta confianza en que su identidad permanecería en secreto. Había tomado las precauciones necesarias y no había dejado rastro. Podría haberse tratado de un fantasma.
Ahora sólo había una cosa que le preocupara, pero esa cosa le preocupaba mucho: ¿qué pasaba con la lista que se había copiado de la memoria Flash, con todas aquellas cuentas en paraísos fiscales que alcanzaban la cifra de 1,4 billones de dólares?
¿Acaso esa lista valía más que la vida del pobre capullo de la estación Grand Central? Eso parecía. ¿Valía lo que la vida de más personas, como, por ejemplo, la suya? Definitivamente, no. ¿Formaba parte de un gran rompecabezas que tal vez acabara cobrando sentido? Imposible saberlo… pero, por todos los diablos, así lo esperaba.
Jeffrey observó a Nora por encima de las velas, al otro lado de la mesa.
– ¿Estás segura de que te parece bien?
– Claro que sí -respondió ella.
– No sé, parecías un poco contrariada cuando te he propuesto que saliéramos en lugar de cenar en casa.
– No seas tonto. Esto es maravilloso.
Nora intentó que sus gestos concordaran con sus palabras, lo que requirió una buena dosis de teatro. En esos momentos debería haber estado en casa de él, cocinando su última cena. Ya se había preparado mentalmente para ello.
En cambio, ahora se encontraban en el restaurante favorito de Jeffrey. Nora nunca había estado tan nerviosa. Se sentía como un caballo de carreras, listo para salir al otro lado de una compuerta que se negaba a abrirse.
– Me encanta este sitio -dijo Jeffrey mirando a su alrededor.
Estaban en La Primavera, en el North End de Boston. La decoración era sencilla y elegante: manteles de lino blanco, cristalería reluciente, iluminación suave… Cuando uno se sentaba, tenía la sensación de que podía pedir agua del grifo, en lugar de embotellada. Pero, francamente, a Nora le importaba un comino qué agua le llevaran.
Jeffrey pidió ossobuco y Nora, risotto con setas porcini, aunque no tenía apetito. Para beber eligieron una botella de Poggiarello Chianti Clásico, reserva del 94. El vino que ella necesitaba. Cuando terminaron de comer, Nora desvió la conversación hacia el siguiente fin de semana. El trabajo que había dejado sin terminar pesaba sobre ella como una losa.
– Te olvidas -dijo Jeffrey- de que estaré trabajando, cariño. Es la feria del libro de Virginia.
– Tienes razón, no me acordaba. -Nora sentía deseos de gritar-. No puedo creer que vaya a dejarte suelto entre cientos de fervientes admiradoras.
Jeffrey cruzó las manos ante sí y se inclinó sobre la mesa.
– Escucha, he estado pensando -dijo-. Es sobre el modo en que hemos llevado nuestro matrimonio. O, mejor dicho, el modo en que yo lo he llevado: en secreto. Creo que he sido injusto contigo.
– ¿Te ha parecido que eso me molestaba? Porque…
– No, la verdad es que has sido muy comprensiva. Y eso hace que me sienta aún peor. Quiero decir que tengo la mujer más maravillosa del mundo, y ya es hora de que el mundo lo sepa.
Nora sonrió porque debía hacerlo, pero en su interior saltaron todas las alarmas.
– ¿Qué hay de tus fans? -preguntó-. La semana que viene, todas esas mujeres de Virginia irán a ver al soltero más sexy y cotizado según la revista People.
– ¡Que les den!
– Cielo, eso es precisamente lo que les gustaría -dijo Nora.
Jeffrey cogió las manos de ella y las apretó con suavidad.
– Te has mostrado comprensiva y yo he sido increíblemente egoísta. Pero eso se acabó.
Nora comprendió que sería imposible convencerle. Al menos, en ese momento. Típico de los hombres. Había decidido lo que era mejor para ella y no había nada más que hablar.
– Te diré lo que haremos -dijo ella-. Irás a tu feria del libro, enloquecerás a las damas con tus miradas, tu encanto y tu erudición, y volveremos a hablar de esto cuando regreses.
– De acuerdo -respondió él en un tono que daba a entender lo contrario-. Sólo hay un problema.
– ¿De qué se trata? -preguntó Nora.
«¿Es que piensas declararte otra vez delante de todo el restaurante?»
– Ayer me entrevistaron los del New York Magazine. Decidí confesarlo todo y les hablé de ti y de la boda en Cuernavaca. Deberías haber visto a la periodista, estaba impaciente por publicar la primicia. Me preguntó si podía concederle una foto de los dos para la revista. Y le dije que sí.
La cara de póquer de Nora acabó por venirse abajo.
– ¿De veras?
– Sí -dijo, estrechando un poco más fuerte las manos de ella.
– ¿Es eso un problema?
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