Mientras ella se convertía en una manchita en el horizonte, yo no podía hacer más que maldecir y esperar. La idea de haber volado hasta allí sólo para perderla me revolvía el estómago.
«¡Verde!»
Le di al gas y a la bocina al mismo tiempo. Los neumáticos chirriaron. Ahora, el juego consistía en recuperar terreno y yo estaba a punto de perder. Eché un vistazo al cuentakilómetros. Cien, ciento diez, ciento veinte por hora…
¡Por fin! Pude distinguir su coche a lo lejos. Suspiré aliviado e intenté acercarme más. Tenía dos carriles para maniobrar y el tráfico parecía estar de mi parte. Podía avanzar y retroceder sin hacerme demasiado evidente. Las cosas empezaban a mejorar.
Ahora sólo faltaba que yo estuviera a la altura.
Debería haber visto la señal que colgaba del puente, la que indicaba que la autopista se bifurcaba. Estaba demasiado ocupado controlando el camión de reparto de una tienda de colchones que había delante de mí, preparándome para adelantarlo. Una mala decisión.
Con el pie derecho tocando el suelo, empecé a adelantar al camión. No podía distinguir a Nora. Mientras seguía avanzando, estiré el cuello para verla.
Pero lo que vi fue otra cosa: grandes bidones amarillo chillón, como los que se llenan de agua y se colocan frente a los separadores para que, en lugar de aplastarse, uno se remoje.
Eché otro vistazo al camión de reparto. Estábamos a la misma altura y el conductor me miraba.
Los enormes bidones amarillos se aproximaban cada vez más y más deprisa. Los carriles estaban a punto de separarse. Yo estaba en el izquierdo y Nora en el derecho. ¡Tenía que adelantar a aquel maldito camión!
En cuanto empecé a sacarle ventaja, el conductor aceleró. Toqué el claxon al tiempo que doblaba la presión sobre el acelerador.
Más adelante, Nora sobrepasaba los bidones y salía a toda velocidad hacia la derecha.
Yo seguía atrapado en el carril de la izquierda y se me estaba acabando el espacio. Muy deprisa.
A la mierda.
Di un frenazo. Si no podía meterme por delante, lo intentaría desde atrás. Las dos toneladas de mi furgoneta comenzaron a vibrar salvajemente mientras veía cómo el camión de los colchones, de al menos diez toneladas, viraba de forma brusca. Entonces comprendí que pretendía meterse en mi carril.
No oí los cláxones detrás de mí. Ni el chirrido de los neumáticos. El único sonido que escuchaba era el de mi corazón, que latía cada vez más fuerte a medida que mi furgoneta rozaba la parte trasera del camión, metal contra metal.
Salieron chispas. Las ruedas estaban fuera de control. Salí disparado de un lado a otro y estuve a punto de volcar. Y lo habría hecho de no ser por un pequeño detalle.
¡Chof!
Mi rostro golpeó el airbag y los bidones amarillos hicieron el resto. Y aunque me dolía horrores, yo sabía que era un hijo de puta con suerte.
El tráfico comenzó a circular de nuevo mientras salía de la furgoneta. Al igual que yo, los demás habían salido ilesos, con apenas unos rasguños. Había agua por todas partes, auténticos charcos, pero eso era todo.
«Idiota.» Estaba furioso conmigo mismo. Recobré la calma e hice una llamada.
– La he perdido.
– ¿Qué?-dijo Susan, furiosa.
– He dicho que…
– Te he oído. ¿Cómo has podido perderla?
– He tenido un accidente.
Su tono de voz se tiño de preocupación.
– ¿Estás bien?
– Sí, estupendamente.
– En ese caso, ¿cómo diablos has podido perderla?
– Esa mujer conduce como una maníaca.
– ¿Y tú no?
– En serio, tendrías que haberla visto.
– Yo también hablo en serio -exclamó-. No deberías haberla perdido.
Me repetía a mí mismo que tenía que conservar la calma. Sin embargo, Susan no me lo ponía fácil. Aunque sentía tentaciones de coger su ira y lanzársela a la cara, me di cuenta de que haría mejor aguantando el tipo.
– Tienes razón -le dije-. He metido la pata.
Se tranquilizó un poco.
– ¿Crees que puede haberte visto?
– No. No es que estuviera intentando despistarme. Simplemente, conduce deprisa.
– ¿Cuánto equipaje llevaba?
– Una maleta pequeña con ruedas. La ha subido a bordo.
– Muy bien. Déjalo todo y regresa a Nueva York. Vaya a donde vaya, es de esperar que tarde o temprano regrese a la casa de Connor Brown.
Decidí que cambiar de tema sería una buena idea.
– ¿Hemos conseguido el permiso para cavar? -pregunté.
– Sí, es cosa hecha, enseguida lo tendremos -dijo-. Te mantendré al corriente.
Me despedí y supuse que ahí terminaría la conversación. Pero se trataba de Susan. Por si no me había quedado claro que estaba decepcionada, me lanzó otro dardo.
– Feliz vuelo de regreso -dijo-. Ah, y procura no volver a meter la pata en lo que queda de día.
Después de oír cómo colgaba, sacudí la cabeza lentamente. Me puse a caminar arriba y abajo para tratar de calmar mi rabia, pero no lo conseguía. Cuanto más caminaba, peor me sentía. La tensión comenzó a acumularse en mi cuerpo y, antes de que me diera cuenta, salió a través de mi puño.
¡Pam!
Así fue como mi furgoneta alquilada perdió una ventanilla.
Nora miró otra vez el retrovisor. Algo había ocurrido ahí atrás, tal vez un accidente. Si era así, se repitió a sí misma, se trataba de una mera coincidencia que nada tenía que ver con aquel cosquilleo que sentía en el estómago, el que la estaba incomodando desde la salida de Avis. La sensación de que «no estaba sola».
Ahora, al llegar al centro de Back Bay, esa sensación empezaba a desaparecer.
El tráfico en la avenida Commowealth pasaba de arrastrarse lentamente a detenerse por completo. Había una manifestación en Newbury y las otras calles lo estaban pagando. Nora se vio obligada a dar tres vueltas antes de encontrar un sitio.
Durante el trayecto en autobús desde el aeropuerto se había vuelto a poner su anillo de casada. Tras la revisión habitual en el espejo que llevaba en el coche, se dispuso a salir. Sacó la maleta y cerró el techo del coche. «Nena, es la hora del espectáculo.»
Como de costumbre, Jeffrey estaba trabajando cuando ella entró. Ya había aprendido que sólo había tres cosas que podían apartarle de su escritorio: la comida, el sueño y el sexo, y no en ese orden necesariamente.
En lugar de llamarle, Nora se dirigió en silencio hacia la parte de atrás de la casa. Entre lo concentrado que estaba y la música de fondo, seguro que no la oiría.
Abrió la puerta que había junto a la antecocina y se metió en el pequeño patio. Las altas espalderas, cubiertas de hiedra y flor de lis, así como de otras plantas estratégicamente colocadas, aislaban aquel acogedor rincón.
Le bastó un minuto para prepararse. Recostada en los almohadones de una chaise longue de mimbre, cogió el móvil y llamó. Segundos después, oyó sonar el timbre en el interior. Finalmente, Jeffrey contestó.
– Soy yo, cielo -dijo ella.
– Por favor, no me digas que no vas a venir.
Ella se rió.
– No, no pensaba hacerlo.
– Espera un momento; ¿dónde estás?
– Echa un vistazo afuera.
Miró hacia arriba hasta que vio a Jeffrey aparecer en la ventana de su biblioteca. Él se quedó con la boca abierta y luego empezó a reír, y Nora pudo oír su risa claramente a través del teléfono.
– Oh… mi… -dijo él.
Nora estaba desnuda en la chaise longue y sólo llevaba puestos los zapatos de tacón. Le susurró al auricular:
– ¿Ves algo que te guste?
– La verdad es que veo muchas cosas. Y ninguna que no me guste.
– Bien. No te hagas daño al bajar corriendo la escalera.
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