– Me juego diez dólares a que es lo segundo.
– Ya veremos si es una buena apuesta -dijo.
– Contigo trabajando en ello, seguro que saldremos de dudas.
– ¿Sabes? Si sigues poniéndome por las nubes acabaré por darme con la cabeza en el techo.
– Es posible, pero sé que no me fallarás.
– Oh, ya veo. El libro de instrucciones aconseja estimular mi autoestima.
– Créeme: no hay ningún libro de instrucciones que diga cómo tratar contigo -respondió-. ¿Dónde estás ahora?
– Frente a la casa del difunto Connor Brown.
– ¿Ya has pasado a la segunda parte?
– Sí.
– ¿Cuánto ha tardado en verte?
– Unos minutos.
– ¿Los Mets o los Yankees?
– Los Mets -dije-. Los fichajes de Steinbrenner para este año; al menos, hasta el final de la temporada.
– ¿Crees que está al corriente de eso?
– No, pero toda precaución es poca.
– Amén -dijo Susan-. ¿Te ha creído?
– Estoy casi seguro de ello.
– Bien. ¿Lo ves? Sabía que eras el mejor para hacer este trabajo.
– ¡Ay!
– ¿Qué?
– Nada, mi cabeza, que se ha dado con el techo.
– Infórmame sobre todo lo que ocurra.
– Así se hará, jefa.
– No seas condescendiente.
– No volverá a ocurrir, jefa.
Susan me colgó el teléfono.
Apenas había recorrido un kilómetro y medio cuando una molesta e irritante sensación se apoderó de Nora. Justo en medio de la carretera que transcurría junto al campo de golf Trump National, hizo chirriar los neumáticos de su Mercedes dando una vuelta de ciento ochenta grados. El volante giraba entre sus manos como una ruleta. Si se daba prisa, pensó, aún podría alcanzarle.
Había algo raro en Craig Reynolds, y no se trataba solamente de su sentido del humor.
Nora pisó el acelerador y comenzó a desandar el camino que había recorrido desde la casa de Connor. Cruzó a toda velocidad una estrecha calle flanqueada por árboles y luego otra, y viró bruscamente para adelantar a un Volvo que circulaba despacio por el mismo camino. Un poco más abajo, una anciana que paseaba a su cocker spaniel le dedicó una mirada de desaprobación.
Por un instante, Nora se preguntó por qué actuaba de ese modo. ¿No estaba pecando de paranoica? ¿Era necesario actuar así? Pero aquella molesta sensación pudo más que cualquier duda, por persistente que ésta fuese, así que pisó aún más fuerte el acelerador. Ya casi había llegado.
«¿Qué diantre…?»
Nora dio un frenazo. Al llegar a la esquina de la calle de Connor, tuvo que reaccionar con rapidez. El BMW negro seguía allí. Craig Reynolds no se había marchado.
«¿Por qué no? ¿Qué está haciendo ahora?»
Dio marcha atrás y retrocedió siguiendo la acera. Unos setos y pinos bastante crecidos resultaron muy oportunos, pues ocultaban gran parte del coche y, al mismo tiempo, le proporcionaban una vista más o menos decente. Sin embargo, desde aquella distancia Craig Reynolds era poco más que una silueta. Nora entornó los ojos. No podía asegurarlo, pero le pareció que hablaba por el teléfono móvil. Aunque no por mucho tiempo: al cabo de un minuto, las luces traseras del BMW brillaron en medio de una descarga de humo salido de un silenciador. El Agente de Seguros por fin se marchaba.
Nora no tenía ni idea de adonde se dirigía, pero estaba decidida a averiguarlo. El plan, para sorprender a Jeffrey en Boston había sido reemplazado por otro. Y éste se llamaba «Investigar al verdadero Craig Reynolds».
El tipo se largó.
Nora sabía que no podía seguirle de cerca. Él sabía cuál era su coche, y el hecho de que éste fuese de un rojo brillante no ayudaba demasiado. «Qué pena que Mercedes no fabrique descapotables de color verde camuflaje.»
«Briarcliff Manor. Pueblo fundado en 1902.»
Incluso antes de ver el rótulo, Nora se había imaginado que Craig se dirigiría hacia el centro del pueblo. Menos mal. Después de encontrarse con un par de señales de «Stop» y sortear el tráfico de la carretera 9A, ya casi le había perdido de vista. De haberse dirigido hacia cualquier otra localidad menos tranquila que aquélla, probablemente le habría perdido el rastro.
La pequeña población no le era desconocida, pues había estado allí varias veces con Connor. Era una mezcolanza de clase trabajadora y sofisticación, de gente modesta y nuevos ricos. Farolas de aspecto rústico salpicaban la calle principal entre bancos y tiendas especializadas. Jóvenes de pelo azul compartían las aceras con jóvenes supermamás que empujaban lo último y lo más impresionante en cochecitos de bebé. Amalfi's, un restaurante italiano que le encantaba a Connor, estaba muy animado por los clientes del turno de mediodía.
Nora volvió a pensar que había perdido a Craig, pero suspiró aliviada al entrever su BMW negro girando a la izquierda, bastante más adelante. Cuando se dispuso a seguirle, él ya había aparcado y estaba de pie en la acera. Así que se hizo a un lado al instante y le observó mientras entraba en un edificio de ladrillos. Supuso que allí estaría su oficina.
Despacio, pasó por delante con el coche. En efecto, había un letrero encima de las ventanas del segundo piso donde se leía: «Seguros de Vida Centennial One».
«En fin, es una buena señal, y nunca mejor dicho.»
Nora dio otra vuelta y aparcó unos cuarenta metros más arriba de la entrada. Cuanto más lejos mejor. Craig Reynolds parecía ser quien decía que era. Pero aún no se daba por satisfecha: su intuición le decía que había algo más allá de lo que veían sus ojos.
Se puso cómoda para esperarle sin perder de vista el edificio, un insulso bloque de dos pisos. Realmente, no tenía nada que llamara la atención. Ni siquiera estaba segura de que los ladrillos fueran de verdad. Parecían más bien falsos, como los que se fabricaban con aquella técnica que había visto en la televisión.
La espera no duró mucho. Menos de veinte minutos más tarde, Craig salía del edificio y regresaba al coche. Nora se enderezó en su asiento y esperó a que él empezara a alejarse.
«¿Y ahora adonde, señor Agente de Seguros? Sea a donde sea, no te vas a ir solo.»
El destino fue la cafetería Blue Ribbon. Estaba situada a las afueras de la ciudad, unos kilómetros hacia el este, no muy lejos de la carretera de Saw Mill River. Era uno de aquellos restaurantes clásicos de aspecto anticuado: rectangular, con toques cromados y una franja de cristaleras circundando el perímetro.
Nora encontró una plaza en el aparcamiento que había al lado, desde el que se podía ver la puerta. Echó un vistazo al reloj. Eran más de las doce.
Se había saltado el desayuno, estaba muerta de hambre y, por si fuera poco, estaba a sotavento del extractor de la cocina. El olor de las hamburguesas y de los fritos le obligó a remover el contenido de su bolso hasta encontrar medio paquete de caramelos de menta.
Unos cuarenta minutos después, Craig salió tranquilamente de la cafetería. Al verle, Nora registró una nueva impresión: era un hombre atractivo y con muy buena planta. Tenía una pizca de descaro, altivez, arrogancia…
Se reanudó la persecución.
Craig hizo un par de recados y regresó a su oficina. A lo largo de la tarde, Nora pensó una docena de veces en dar la vigilancia por terminada. Y una docena de veces se dijo a sí misma que debía permanecer allí, aparcada a una manzana y media del edificio. Sobre todo sentía curiosidad por lo que traería la noche. ¿Tenía Craig Reynolds vida social? ¿Habría quedado con alguien? ¿Y dónde estaría exactamente su casa?
Alrededor de las seis, empezaron a llegar las respuestas. Las luces de Seguros de Vida Centennial One se apagaron y Craig salió del edificio. Sin embargo, no se dirigió a la barra de ningún bar, ni parecía tener planes para una gran cena, ni una novia con la que quedar. Al menos, no aquella noche. En lugar de eso, se fue a comprar una pizza y luego condujo hasta casa.
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