Nora sostuvo la bolsa con el otro brazo y me dio la mano.
– Hola -dijo; su voz delataba que seguía en guardia-. Es usted Craig Reynolds… ¿y?
Busqué en mi chaqueta y saqué con torpeza una tarjeta de presentación.
– Trabajo en Seguros de Vida Centennial One -dije, entregándole la tarjeta. Ella la miró-. Siento mucho su pérdida.
Se relajó un poco.
– Gracias.
– Así pues, es usted Nora Sinclair, ¿no es así?
– Sí, soy Nora.
– Supongo que debía de estar muy unida a Connor Brown.
Debió de considerar que ya se había relajado bastante y volvió a hablar con recelo.
– Sí, estábamos prometidos. Y haga el favor de decirme de qué va todo esto.
Ahora me tocaba a mí mostrarme confundido.
– ¿Quiere decir que no lo sabe?
– ¿El qué?
Hice una pequeña pausa.
– Que el señor Brown tenía contratada una póliza de seguros por valor de un millón novecientos mil dólares, para ser exactos. -Se quedó mirándome sin comprender nada. Yo no esperaba menos-. Entonces deduzco que tampoco sabe, señorita Sinclair -dije-, que usted consta como la única beneficiaría.
Nora supo mantener la calma de una forma increíble.
– ¿Puede repetirme su nombre? -preguntó.
– Craig Reynolds… está escrito en la tarjeta. Dirijo la oficina que Centennial One tiene en la ciudad.
Nora apoyó el peso de su cuerpo en una pierna, con un gesto muy bien ejecutado, debo decir, y volvió a mirar mi tarjeta. La bolsa con los alimentos empezó a escurrirse de su brazo, así que yo me lancé hacia delante y la agarré antes de que se cayera al suelo.
– Gracias -dijo mientras trataba de volver a sostener la bolsa-. Se habría armado una buena.
– Le diré lo que haremos: ¿por qué no deja que le lleve esto? Necesito hablar con usted.
Me di cuenta de que estaba sopesando la situación. Un tipo al que nunca había visto antes le pedía que le dejara entrar en su casa. Un extraño. Y uno que venía con un caramelo en la mano, nada menos. Aunque en mi caso se trataba de una suculenta cantidad de dinero. Una vez más, volvió a mirar mi tarjeta.
– No se preocupe, estoy bien enseñado -bromeé.
Ella sonrió levemente.
– Lo siento, no quiero parecerle demasiado desconfiada. Es que han sido…
– Unos días muy duros para usted, sí, me lo puedo imaginar. No tiene por qué disculparse. Si lo prefiere, podemos hablar de la póliza otro día. ¿Preferiría pasar por mi oficina?
– No, está bien. Por favor, entre.
Nora se dirigió hacia la casa y yo la seguí. Todo iba sobre ruedas. Me pregunté si debía de bailar bien. Sin duda, caminaba espléndidamente.
– ¿Vainilla con avellanas?-pregunté.
Volvió la cabeza y me miró por encima de su hombro.
– ¿Cómo?
Hice un gesto hacia el café molido que asomaba por la bolsa de la compra.
– Aunque hace poco probé uno de esos cafés a la crema que hacen ahora y huelen exactamente igual.
– No, es vainilla con avellanas -dijo-. Estoy impresionada.
– Preferiría haber sido bendecido de otra forma; por ejemplo, con la capacidad de lanzar una pelota a ciento cincuenta kilómetros por hora. En lugar de eso, tengo un olfato privilegiado.
– Mejor eso que nada.
– Veo que es usted optimista -dije.
– No últimamente.
Me di una palmada en la frente.
– Vaya, qué estúpido he sido al decir eso. Lo siento mucho.
– No pasa nada -dijo, y casi sonrió.
Subimos la escalinata principal y entramos en la casa. El vestíbulo era mucho más grande que mi apartamento. La araña que colgaba sobre nuestras cabezas valía al menos mi sueldo de un año. Las alfombras orientales, los jarrones chinos… ¡caramba, cuánto lujo!
– Por aquí está la cocina -dijo mientras me hacía doblar una esquina.
Cuando entramos en ella, también resultó ser más grande que mi apartamento. Señaló la encimera de granito que había junto al frigorífico.
– Puede dejar la compra ahí, gracias.
Dejé la bolsa y empecé a vaciarla.
– No es necesario que haga eso.
– Es lo menos que puedo hacer después de mi comentario sobre el optimismo.
– De veras, no hace falta. -Se acercó y cogió el paquete de café de vainilla con avellanas-. ¿Puedo ofrecerle una taza?
– Por supuesto.
Me aseguré de hablar sólo de cosas sin importancia mientras se hacía el café. No quería precipitarme, pues corría el riesgo de que ella me hiciera demasiadas preguntas. Me imaginaba que ya tendría un par preparadas para mí.
– Hay una cosa que no entiendo -dijo unos minutos después. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, con sendas tazas de café en la mano-. Connor tenía mucho dinero y no tenía hijos ni ex mujer. ¿Por qué preocuparse por un seguro de vida?
– Esa es una buena pregunta. Creo que la respuesta está en el modo en que se contrató la póliza. Verá, el señor Brown no vino a nosotros, sino que nosotros fuimos a él. O mejor dicho, a su empresa.
– No estoy segura de entenderlo.
– En Centennial One se contratan cada vez más pólizas como recompensa para los empleados de las empresas. Nuestro método para incentivar a las compañías consiste en ofrecer a los altos cargos seguros de vida sin plazos fijos.
– Es un buen regalo.
– Sí, y a nosotros nos garantiza muchos contratos.
– ¿Por cuánto ha dicho que era la póliza de Connor?
Como si lo hubiera olvidado.
– Por un millón novecientos mil -respondí-. Es el máximo para su tipo de empresa.
Una arruga surcó su frente.
– ¿De veras me nombró su única beneficiaría?
– Sí, así es.
– ¿Cuándo lo hizo?
– ¿Quiere decir cuándo contrató la póliza? -Ella asintió-. Pues resulta que lo hizo recientemente. Hace cinco meses.
– Supongo que eso lo explica todo. Aunque por aquel entonces llevábamos juntos desde hacía muy poco.
Sonreí.
– Es evidente que sus sentimientos por usted fueron obvios desde el principio.
Intentó devolverme la sonrisa, pero las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas y se lo impidieron. Se las enjugó mientras se disculpaba. Yo le aseguré que no pasaba nada y que lo comprendía. De hecho, la escena fue bastante emotiva. ¿Realmente era tan buena?
– ¡Connor me dio tanto en vida! Y ahora esto. -Se enjugó otra lágrima-. Con lo que yo daría por volver a tenerle… -Nora bebió un largo sorbo de café. Yo hice lo mismo-. Así pues, ¿qué ocurrirá ahora? Supongo que tendré que firmar algo antes de que el pago se haga efectivo, ¿no es cierto?
Me incliné hacia delante y me aferré a mi taza con las dos manos.
– Pues verá, por eso estoy aquí, señorita Sinclair. Hay un pequeño problema…
Hablaba como un agente de seguros, pero a Nora no le pareció que lo fuese. Para empezar, se dio cuenta de que no vestía tan mal. La corbata conjuntaba con el traje, y éste había estado de moda en alguna temporada de la última década.
Además, era una persona agradable. Los pocos empleados de seguros a los que había conocido hasta entonces parecían tener tanto carisma como una caja de cartón. De hecho, bien mirado, Craig Reynolds era un hombre atractivo. En conjunto no estaba nada mal. También conducía un coche bastante bueno. Pero estaban en Briarcliff Manor, pensó Nora, y no en el Bronx. Para dirigir la oficina de una gran compañía de seguros en aquellos parajes se necesitaba tener buena presencia. Aun así, no pensaba bajar la guardia.
Había estado observando a Craig Reynolds con atención mientras tomaba notas mentales, desde el momento en que apareció por primera vez hasta que rodeó la taza de café con sus manos y anunció que había «un pequeño problema» con la póliza de Connor.
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