– No podría estar más de acuerdo.
– ¿Y usted, Nora? ¿Qué va a hacer hoy en Boston?
– He quedado con un cliente -dijo-. Soy decoradora de interiores,
Él asintió con la cabeza.
– ¿La casa de su cliente está en la ciudad?
– Así es, pero no es ésa la que voy a decorar. Acaba de construirse un chalé en las islas Caimán.
– Bonito lugar.
– Todavía no lo conozco. Pero pienso visitarlo muy pronto.
Nora abrió la boca como si fuese a decir algo más, pero se detuvo.
– ¿Qué iba a decir? -le preguntó él.
Ella puso los ojos en blanco.
– Nada, una tontería.
– Adelante, dígalo.
– Cuando hablé a una de mis amigas de este cliente, dijo que si estaba construyendo en las Caimán seguramente era para poder controlar el dinero que tenía allí escondido para estafar a Hacienda. -Sacudió la cabeza con una convincente ingenuidad-. Quiero decir que no me gustaría verme involucrada en ningún asunto sucio.
Brian Stewart sonrió con mirada de complicidad.
– No es tan horrible como piensa. Se sorprendería de la cantidad de gente que tiene cuentas en paraísos fiscales.
– ¿De veras?
Él se acercó un poco más, hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella.
– Me declaro culpable -susurró. Luego cogió su copa de champán-. Será nuestro secreto, ¿de acuerdo?
Nora también cogió su copa y ambos brindaron. Brian Stewart empezaba a parecer alguien a quien Nora podía desear conocer mejor.
– Por los secretos -dijo ella.
– Por los apiladores -dijo él.
– ¿Qué querrá tomar? -preguntó.
Levanté la vista y miré a la azafata. Estaba cansado y aburrido hasta la desesperación, pero intenté ser amable de todos modos. La muchacha y su carrito de bebidas por fin habían llegado junto a mí.
– Tomaré una Coca-Cola Diet -dije.
– Vaya, lo siento, me he quedado sin ella diez filas atrás.
– ¿Y un ginger ale?
Sus ojos recorrieron rápidamente las latas que había encima del carrito. Se puso de cuclillas y empezó a abrir un cajón tras otro.
– Lo siento, tampoco hay ginger ale.
– ¿Por qué no lo intentamos al revés? -dije con una sonrisa forzada-. ¿Qué le queda?
– ¿Le gusta el zumo de tomate?
Sólo con mucho vodka y una ramita de apio asomando por el borde del vaso.
– ¿Alguna otra cosa?
– Tengo un Sprite.
– No, ya no tiene ninguno.
Le llevó un segundo darse cuenta de que era mi forma de decir: «Sí, por favor».
Sirvió más o menos la mitad del Sprite y me lo ofreció con una bolsa de galletitas saladas. Mientras se marchaba con el carrito sostuve mi vaso de plástico en el aire. Si miraba las burbujas con los ojos medio cerrados, casi parecía el champán que seguramente Nora se estaba tomando en primera clase.
Me puse una galletita en la boca e intenté mover las piernas. Me quedé con las ganas. Con la bandeja bajada, quedaban atrapadas por todos los lados. Sólo era cuestión de tiempo que la circulación de mis extremidades inferiores quedara por completo obstruida.
Sí, ya lo creo. Fue precisamente entonces cuando me di cuenta de cuál era la verdadera amenaza de aquella misión. En una palabra: los apretones. Una oficina apretada, un apartamento apretado y un asiento apretado en la última fila de tercera, donde respiraba todos los aromas que salían del apretado lavabo, que estaba justamente detrás de mi hombro.
Pero no todo era malo.
Seguir a una persona en un avión tenía la ventaja de que no se podía esfumar durante el vuelo. A 35.000 pies de altura, nadie pensaba en escurrirse por una puerta lateral.
Eché una ojeada a la cortina de color azul real que había muy, muy, muy lejos, al final del pasillo. Aunque las probabilidades de que a Nora se le antojara mezclarse con los pobres y despreciables pasajeros de tercera oscilaban entre pocas y ninguna, de todas formas tenía que mantenerme alerta.
Al menos lo intentaría, mientras aún pudiera sentir los pies.
Estaba seguro de que, en el aeropuerto de Westchester, Nora no me había descubierto antes de subir al avión. Bueno, y si me había visto sin duda no me había reconocido. Además de la gorra de béisbol de los Red Sox, las gafas de sol, el chándal y la cadena de oro, me había puesto un bigote falso. Si a eso le añadimos un Daily News que nunca estaba a más de treinta centímetros de mi cara, se puede decir que era un maestro en viajar de incógnito.
No, Nora no tenía ni idea de que alguien la acompañaba en aquel vuelo. De eso estaba seguro. Por supuesto, lo que no sabía era la respuesta a la pregunta del día: ¿qué había en Boston?
Seguí a Nora y a su elegante maletita con ruedas mientras bajaba la escalera mecánica y pasaba por la zona de recogida de equipajes. Tenía muy buen aspecto, como siempre, tanto de frente como de espaldas. Tenía un modo especial de caminar y una preciosa sonrisa cuando le convenía. Ni una sola vez miró las señales de indicación. Era de suponer que aquél no era su primer viaje desde el aeropuerto Logan.
Salió afuera y se detuvo de forma brusca. Luego miró a su alrededor. Al cabo de unos minutos supe qué buscaba. No se trataba de un taxi ni del coche de un amigo, sino del autobús de la compañía Avis.
En cuanto vi que se subía a él, corrí hacia la hilera de taxis y llamé a uno.
– ¡Lléveme al área de Avis! -ordené a la nuca del conductor.
Este se volvió hacia mí. Tenía el rostro de un viejo lobo de mar, surcado como un mapa de carreteras por arrugas y pliegues.
– ¿Qué?
– Lléveme…
– No, eso lo he oído perfectamente, amigo. Pero resulta que hay un servicio de autobuses para eso.
– No me gusta esperar.
– A mí tampoco. -Y señaló con el dedo la ventana trasera-. ¿Ve esa fila de taxis detrás de nosotros? No he estado esperando ahí para una carrera de tres dólares.
Miré delante de mí y vi que el autobús de Nora se alejaba cada vez más.
– Está bien, diga una cifra -dije.
– Treinta dólares. Es mi última oferta.
– Veinte.
– Veinticinco.
– Hecho. Conduzca.
En cuanto el coche arrancó, conecté mi teléfono de inmediato. Tenía memorizados los números de todas las líneas aéreas, cadenas de hoteles y empresas de alquiler de coches. Mi trabajo así lo exigía.
Llamé a Avis. Tras aguardar un minuto de mensajes automatizados, conseguí hablar con una empleada disponible.
– Quiero alquilar un coche -le dije antes de que tuviera tiempo de contestarme.
– ¿Y cuándo lo necesitará, señor? -preguntó.
– Dentro de cinco minutos. Quizá menos.
– Oh.
Me prometió que haría todo lo posible. Por si eso no bastaba, le dije al taxista que tal vez tendría que dedicarme un poco más de su valioso tiempo. Por suerte, no fue necesario.
El conductor del autobús de Nora parecía pisar huevos. Con el conductor entreteniéndose al volante, incluso lo adelantamos antes de llegar al aparcamiento. Cuando Nora se subió a un Sebring descapotable de color plateado, yo ya estaba tras el volante de una furgoneta. El vehículo perfecto. Es decir, ¿quién esperaría que le siguieran con una furgoneta?
De todas formas, me aseguré de mantener cierta distancia entre nosotros. Hasta que Nora dejó claro que su estilo no era el del conductor del autobús, sino el de un corredor de Fórmula Uno.
Cuanto más aceleraba yo, más deprisa parecía ir ella. En lugar de camuflarme entre los coches me vi obligado a adelantarlos a todos. Demasiado para mi discreta furgoneta.
«Mierda.» Un semáforo en rojo. Ya me había saltado uno antes, pero éste estaba en un cruce. Nora lo pasó, pero yo no.
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