David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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Diamond les contó que en invierno patinaría en la superficie helada del estanque de Scott, y que empleando un hacha de empuñadura corta cortaría una tira de corteza de roble y que la utilizaría como trineo para deslizarse por las pendientes heladas de las montañas a una velocidad desconocida hasta entonces para los seres humanos. Dijo que le encantaría enseñarles a hacerlo, pero que tendrían que prometerle que lo mantendrían en secreto, no fuera que quienes no debían lo descubriesen y quizá se apoderaran del mundo gracias a ese conocimiento tan valioso.

Lou no insinuó ni una sola vez que sabía lo que había ocurrido con los padres de Diamond. Tras varias horas d diversión se despedían y Lou y Oz se iban a casa a lomo

de Sue o se turnaban con Eugene cuando iba con ellos. Diamond se quedaba atrás y nadaba un poco más o le daba al balón, hacía, como solía decir, lo que le venía en gana.

Un día que volvían a casa después de una de estas salidas, Lou decidió ir por otro camino. Una ligera neblina rodeaba las montañas cuando ella y Oz se acercaron a la granja desde la parte posterior. Llegaron a una cuesta y en lo alto de una pequeña loma, situada a unos ochocientos metros de la casa, Lou detuvo a Sue. Oz se retorció detrás de ella.

– Venga, Lou, tenemos que volver. Hay cosas que hacer.

Sin embargo, la chica desmontó a Sue y dejó las riendas a Oz, lo que a punto estuvo de hacerle caer del animal. Enfadado, le gritó, pero Lou no pareció oír nada.

Lou se acercó al pequeño espacio despejado bajo la densa sombra de un árbol de hoja perenne y se arrodilló. Las marcas de la tumba no eran más que trozos de madera oscurecidos por el tiempo. Lo cierto es que había pasado mucho tiempo. Lou leyó los nombres de los muertos y las fechas de su nacimiento y su muerte, que estaban bien grabadas en la madera.

El primer nombre era Joshua Cardinal. La fecha de su nacimiento y muerte hizo pensar a Lou que debió de ser el esposo de Louisa, el bisabuelo de Lou y Oz. Había muerto a los cincuenta y dos años, por lo que había tenido una vida no muy larga, pensó Lou. El segundo era un nombre que Lou conocía por su padre. Jacob Cardinal era el padre de su padre, es decir su abuelo. Mientras leía el nombre, Oz se unió a ella y se arrodilló en la hierba. Se quitó el sombrero de paja y permaneció en silencio. Su abuelo había muerto a edad mucho más temprana que su padre. Lou se preguntó si aquel lugar tenía algo de extraño, pero entonces se acordó de la edad de Louisa y dejó de formularse preguntas.

La tercera marca parecía la más antigua. Sólo tenía un nombre, sin fechas de nacimiento o muerte.

– Annie Cardinal -leyó Lou en voz alta. Durante un rato los dos se quedaron allí arrodillados y contemplaron las placas de madera que señalaban los restos mortales de unos familiares a los que nunca habían conocido. Entonces Lou se levantó, se acercó a Sue, agarró las crines de la yegua, subió a ella y luego ayudó a Oz a montar. Ninguno de ellos habló durante el camino de regreso a casa.

Mientras cenaban aquella noche Lou, en más de una ocasión, estuvo a punto de formular una pregunta a Louisa sobre lo que habían visto, pero en el último momento se callaba. Era obvio que a Oz le picaba la misma curiosidad, pero, como de costumbre, estaba predispuesto a seguir el ejemplo de su hermana. Lou pensó que ya tendrían tiempo de saber la respuesta a todas las preguntas. Antes de acostarse, Lou salió al porche trasero y lanzó una mirada a aquella loma. Aunque la luna estuviera en lo alto, desde ahí no se veía el cementerio, si bien ya sabía dónde estaba. Nunca se había interesado demasiado por los muertos, sobre todo desde que había perdido a su padre. Ahora era consciente de que volvería pronto a ese cementerio y que examinaría una vez más aquellos nombres grabados en la madera correspondientes a personas de su misma sangre.

26

Cotton apareció con Diamond al cabo de una semana y dio unas pequeñas banderas americanas a Lou, Oz y Eugene. También trajo una lata de veinte litros de gasolina, que vació en el depósito del Hudson.

– No cabemos todos en el Olds -explicó-. Y me hice cargo de un problema de propiedades que tuvo Leroy Meekins, el encargado de la gasolinera Esso. Sin embargo, a Leroy no le gusta pagar en efectivo, por lo que puede decirse que ahora mismo estoy bien surtido de productos derivados del petróleo.

Con Eugene al volante, los cinco bajaron a Dickens a ver el desfile. Louisa se quedó para cuidar de Amanda, pero prometieron traerle algún regalito.

Comieron muchos perritos calientes con un montón de mostaza y catsup, y algodones de azúcar y refrescos suficientes para que los niños tuvieran que ir a los baños públicos con mucha frecuencia. Había concursos de habilidad en las casetas instaladas por todas partes, y Oz arrasó en todas las que había que lanzar algo para derribar lo que fuera. Lou le compró un bonito sombrero a Louisa y dejó que Oz lo llevara en una bolsa de papel.

El pueblo estaba adornado con banderolas de color rojo, blanco y azul y tanto los habitantes de la localidad como los de las montañas iban agolpándose a ambos lados de la calle a medida que bajaban las carrozas. Estas barcazas de tierra iban tiradas por caballos, muías o carros y representaban los momentos estelares de la historia de América, la cual, para la inmensa mayoría de los virginianos, se había producido en el estado de Virginia. En una de esas carrozas había un grupo de niños, que representaban las treces colonias originales; uno de ellos llevaba los colores de Virginia, que eran mucho mayores que las banderas de otros niños y además vestía el traje más vistoso. Un regimiento de veteranos de guerra condecorados de la zona desfilaba al lado, incluidos varios hombres delgados y con una barba bien larga que afirmaban haber servido tanto con el honorable Bobby Lee como con el sumamente beato Stonewall Jackson.

Una de las carrozas, patrocinada por Southern Valley, estaba dedicada a la extracción del carbón y tiraba de ella un camión Chevrolet adaptado y pintado de color dorado. No había ningún minero con la cara negra y la espalda inclinada a la vista, sino que, en pleno centro de la barcaza, sobre una plataforma elevada que simulaba un volquete para el carbón, había una hermosa joven rubia, con un cutis perfecto y la dentadura blanquísima, llevando una banda que rezaba «MISS CARBÓN BITUMINOSO 1940» y saludando con la mano de forma tan mecánica como una muñeca de cuerda. Incluso el más duro de entendederas de entre los miembros del público habría sido capaz de advertir la relación implícita entre los trozos de roca negra y el recipiente dorado que tiraba de los mismos. Y los hombres jóvenes y viejos recibieron a la belleza que desfilaba con la típica reacción de vítores y silbidos. De pie al lado de Lou había una mujer vieja y jorobada que le dijo que su esposo y sus tres hijos trabajaban en las minas. Observó a la reina de la belleza con una mirada de desdén y luego comentó que probablemente aquella joven no hubiera estado cerca de una mina en toda su vida y que sería incapaz de reconocer un trozo de carbón en el mismísimo infierno.

Los mandamases del pueblo pronunciaron discursos grandilocuentes que motivaron los aplausos entusiastas del público. El alcalde pontificó desde un escenario improvisado, arropado por hombres sonrientes y con ropa cara que, según le explicó Cotton a Lou, eran directivos de Southern Valley. El alcalde era joven y dinámico, tenía el pelo lacio y brillante, lucía un buen traje y una cadena y un reloj modernos, aparte de transmitir un entusiasmo inagotable con su radiante sonrisa y sus manos alzadas al cielo, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre cualquier arco iris que intentara escapársele de las manos.

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