David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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– Vete de mis tierras -masculló Louisa mientras amartillaba el arma y se llevaba la culata hacia el hombro con el dedo en el gatillo-, antes de que pierda la paciencia y tú un poco de sangre.

– Te pagaré, George Davis -gritó Diamond al tiempo que salía del establo, seguido de Jeb.

– La maldita cabeza todavía me da vueltas por culpa del golpe que me diste, muchacho -dijo Davis, iracundo.

– Tienes suerte, porque podría haberte pegado mucho más fuerte si hubiera querido.

– ¡No te hagas el listillo conmigo! -bramó Davis.

– ¿Quieres el dinero o no? -dijo Diamond.

– ¿Qué es lo que tienes? No tienes nada.

Diamond introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una moneda.

– Esto es lo que tengo. Un dólar de plata.

– ¡Un dólar! Rompiste la destilería. ¿Crees que un maldito dólar la arreglará? ¡Idiota!

– Lo heredé de mi bisabuelo. Tiene cien años. Un hombre en Tremont me dijo que me daría veinte dólares a cambio.

Los ojos de Davis se encendieron al oír aquello.

– Déjame verlo.

– No. Lo tomas o lo dejas. Te digo la verdad. Veinte dólares. El hombre se llama Monroe Darcy. Tiene una tienda en Tremont. Lo conoces.

Davis permaneció en silencio durante unos instantes.

– Dámelo -insistió.

– ¡No se lo des, Diamond! -gritó Lou.

– Tengo que saldar una deuda -dijo Diamond. Se dirigió hacia el carro con paso despreocupado. Cuando Davis alargó la mano para recibir la moneda, el muchacho la retiró-. Óyeme bien, George Davis, así estamos en paz. Jura que si te la doy no vendrás más por aquí a molestar a la señora Louisa.

Davis parecía dispuesto a golpear a Diamond con la fusta, pero dijo:

– Lo juro. ¡Dámelo, venga!

Diamond le tiró la moneda a Davis, que la atrapó, la observó de cerca, la mordió y se la metió en el bolsillo.

– Ahora lárgate, George -dijo Louisa.

Davis la fulminó con la mirada.

– La próxima vez no fallaré con la escopeta.

El carro y las muías dieron la vuelta y Davis desapareció en una nube de polvo. Lou miró a Louisa de hito en hito, que siguió apuntando a Davis hasta que se desvaneció por completo.

– ¿Le habrías disparado de verdad? -inquirió Lou.

Louisa desmontó el rifle y entró en la casa sin responder a la pregunta.

24

Dos días después, Lou estaba lavando los platos de la cena mientras Oz escribía con cuidado las letras del abecedario en una hoja de papel sobre la mesa de la cocina. Louisa estaba sentada a su lado, ayudándolo. Parecía cansada. Era mayor y la vida en la montaña no resultaba nada fácil, eso Lou lo sabía por experiencia. Había que luchar por todas las cosas, por pequeñas que fuesen, y ella llevaba haciéndolo toda la vida. ¿Durante cuánto tiempo más aguantaría? En cuanto Lou hubo secado el último plato, llamaron a la puerta. Oz se apresuró a abrirla.

Cotton estaba ante la puerta principal vestido con traje y corbata y con una caja grande entre los brazos. Detrás de él se veía a Diamond. El muchacho llevaba una camisa blanca limpia, la cara bien lavada, el pelo alisado con agua y quizá savia pegajosa, y Lou estuvo a punto de dar un grito ahogado porque el chico llevaba zapatos. Aunque iba con los dedos al aire, tenía la mayor parte de los pies cubiertos. Diamond los saludó tímidamente a todos con la cabeza, como si el hecho de que lo hubieran restregado y calzado lo convirtiera en una especie de espectáculo.

Oz dirigió la mirada a la caja.

– ¿Qué hay ahí dentro?

Cotton dejó la caja sobre la mesa y se tomó su tiempo para abrirla.

– Aunque hay mucho que decir sobre la palabra escrita -les dijo- nunca debemos olvidar ese otro gran producto artístico. -Con un floreo digno del mejor espectáculo de vodevil, descubrió el gramófono-. ¡Música!

Cotton extrajo un disco de una funda y lo colocó cuidadosamente en el gramófono. Acto seguido giró la manivela con fuerza y puso la aguja en su sitio. Rayó un momento el disco y luego la sala se llenó con lo que Lou reconoció como música de Beethoven. Cotton miró alrededor y apoyó una silla contra la pared. Hizo una señal hacia los otros hombres.

– Caballeros, por favor.

Oz, Diamond y Eugene se levantaron, haciendo un espacio en el centro de la estancia.

Cotton recorrió el pasillo y abrió la puerta de Amanda.

– Señorita Amanda, tenemos varias melodías conocidas para deleitarla esta noche. -Volvió al salón.

– ¿Por qué has movido los muebles? -preguntó Lou.

Cotton sonrió y se quitó la chaqueta.

– Porque no se puede escuchar la música así sin más. Hay que sentirla. -Hizo una reverencia exagerada hacia Lou-. ¿Me concede este baile, señorita?

Lou se sonrojó ante la formalidad de la invitación.

– Cotton, estás loco.

– Venga, Lou, eres una buena bailarina -dijo Oz antes de añadir-: Mamá le enseñó.

Entonces comenzaron a bailar. Al comienzo de forma torpe pero luego cogieron el ritmo y pronto estuvieron dando vueltas por la habitación. Todos sonreían ante la pareja y Lou se echó a reír tontamente.

Embargado por la emoción, como era habitual en él, Oz fue corriendo a la habitación de su madre.

– ¡Mamá, estamos bailando, estamos bailando!

Acto seguido regresó rápidamente para no perderse el resto del espectáculo.

Louisa movía las manos al ritmo de la música y seguía el compás con los pies. Diamond se acercó a ella.

– ¿Le apetece salir a la pista, señora Louisa?

Ella le cogió de las manos.

– Es la mejor oferta que me han hecho en años.

Cuando se unieron a Lou y Cotton, Eugene aguantó a Oz encima de sus zapatos y bailaron dando fuertes pisadas junto a los demás.

La música y las risas fluían por el pasillo hasta la habitación de Amanda. Desde su llegada, el invierno había dado paso a la primavera y la primavera al verano, y durante todo ese tiempo el estado de Amanda no había cambiado. Lou interpretaba esto como una prueba fehaciente de que su madre nunca volvería a estar con ellos, mientras que Oz, con su optimismo característico, veía como algo positivo que su madre no hubiera empeorado. A pesar del futuro sombrío que preveía para ella, Lou ayudaba a Louisa a bañarla todos los días y a lavarle el pelo una vez a la semana. Además, tanto Lou como Oz cambiaban de postura a su madre y le daban masaje en los brazos y las piernas a diario. Sin embargo, nunca se producía reacción alguna por su parte; se limitaba a estar allí, con los ojos cerrados y las extremidades inertes. Lou pensaba a menudo que no estaba «muerta» pero no cabía duda que el estado de su madre tampoco podía considerarse «vida». No obstante, en aquel momento la música y las risas que se filtraban en la habitación hacían que se respirase un ambiente extraño. Si fuera posible sonreír sin mover un solo músculo de la cara, Amanda Cardinal lo habría conseguido.

Después de varios discos la música había cambiado en el salón y ahora era de las que hacía levantar los pies. Las parejas de baile también habían cambiado: Lou y Diamond saltaban y daban vueltas con energía juvenil, Cotton hacía girar a Oz, y Eugene, aun con la pierna mala, y Louisa estaban entregados a un baile muy movido.

Cotton dejó la pista de baile al cabo de un rato, fue al dormitorio de Amanda y se sentó al lado de ésta. Le habló con voz queda, transmitiéndole las noticias del día, cómo estaban los niños, el siguiente libro que pensaba leerle. En realidad se trataba de una conversación de lo más normal, y Cotton confiaba en que le oyera y se sintiera más animada con sus palabras.

– He disfrutado con las cartas que le escribiste a Louisa. Tus palabras revelan una actitud maravillosa. De todos modos, estoy ansioso por conocerte personalmente, Amanda. -Le tomó las manos suavemente y las movió con lentitud al ritmo de la melodía.

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