David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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Diamond se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra.

– Maldito perro -masculló.

– ¿El oso le hará daño? -preguntó Oz, preocupado.

– No, qué va. Jeb seguramente lo arrinconará y luego se cansará y volverá a casa. -Sin embargo, no parecía muy convencido-. Venga, vamos.

Caminaron con brío durante varios minutos hasta que Diamond aflojó el paso, miró alrededor y levantó la mano para que se detuvieran. Se volvió, se llevó un dedo a los labios y les hizo señas para que le siguieran agachados. Avanzaron unos diez metros y entonces Diamond se tumbó boca abajo y Lou y Oz hicieron otro tanto. Se arrastraron y al cabo de unos instantes llegaron a una pequeña hondonada. Estaba rodeada de árboles y maleza y las ramas y las enredaderas que colgaban formaban un techo natural, pero los rayos de la luna se abrían paso por distintos puntos, iluminando aquel lugar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lou.

– ¡Chist! -susurró Diamond. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor y añadió-: El hombre está en el alambique.

Lou volvió a mirar y entonces vio el voluminoso aparato con la enorme panza metálica, las tuberías de cobre y las patas de madera. Varios tarros que serían llenados de whisky de maíz descansaban en unas tablas colocadas sobre un montón de piedras. Una lámpara de queroseno encendida colgaba de un poste fino clavado en el suelo húmedo. Del alambique salía vapor. Oyeron ruidos.

Lou se estremeció al ver a George Davis dejando caer al suelo una bolsa de arpillera de unos cien kilos junto al alambique. Se le veía concentrado en el trabajo y, al parecer, no les había oído. Lou miró a Oz, que temblaba tanto que temió que George Davis sintiera los temblores en el suelo. Lou le dio un tirón a Diamond y le señaló el lugar por el que habían venido. Diamond asintió y comenzaron a retroceder lentamente. Lou volvió la vista, pero Davis había desaparecido de la destilería clandestina. Se quedó inmóvil. De pronto estuvo en un tris de gritar porque oyó que alguien o algo los seguía y temió lo peor.

Primero vio al oso y luego a Jeb. Aquél arrinconó al perro, que salió disparado, golpeó el poste del cual colgaba la lámpara y lo derribó. La lámpara cayó al suelo y se rompió. El oso arremetió a toda velocidad contra la destilería y el metal cedió bajo los noventa kilos del oso, se rompió y las tuberías de cobre se soltaron. Diamond corrió en dirección a la hondonada, gritando al perro.

– ¡ Jeb, eres un estúpido!

– ¡Diamond! -gritó Lou mientras saltaba y veía al hombre dirigirse hacia su amigo.

– ¡Qué demonios! -Davis había emergido de la oscuridad, escopeta en mano.

– ¡Cuidado, Diamond! -volvió a gritar Lou.

El oso rugió, el perro ladró, Diamond chilló y Davis apuntó con la escopeta y maldijo. Disparó dos veces y el oso, el perro y el chico salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Lou se agachó mientras los perdigones se abrían paso a través de las hojas y acababan incrustándose en la corteza.

– ¡Corre, Oz, corre! -le gritó Lou.

Oz se incorporó de un salto y echó a correr, pero estaba tan confundido que en lugar de alejarse de la hondonada se precipitó hacia la misma. Davis estaba cargando el arma cuando Oz se abalanzó sobre él. El chico se percató del error demasiado tarde, y Davis le sujetó por el cuello dé la camisa. Lou corrió hacia ellos.

– ¡Diamond! -volvió a gritar-. ¡Ayuda!

Davis había inmovilizado a Oz con una mano, mientras con la otra intentaba cargar el arma.

– ¡Maldito seas! -bramó Davis a un Oz aterrorizado.

Lou le golpeó con los puños, pero no logró hacerle daño ya que George Davis, aunque bajo, era duro como un ladrillo.

– ¡Suéltelo! -chilló Lou-. ¡Suéltelo!

Davis soltó a Oz, pero entonces golpeó de lleno a Lou, que cayó al suelo sangrando por la boca. Sin embargo, Davis no había visto a Diamond. El chico levantó el poste caído, lo balanceó y golpeó a Davis en las piernas, tras lo cual se desplomó. Entonces Diamond le propinó un buen golpe en la cabeza a Davis con el poste. Lou agarró a Oz y Diamond, a su vez, a Lou; los tres estaban a más de cincuenta metros de la hondonada cuando Davis se incorporó hecho una furia. A los pocos segundos oyeron otro disparo de escopeta, pero para entonces ya estaban fuera del alcance de ésta.

Se percataron de que alguien o algo los seguía, de modo que aceleraron el paso. Entonces Diamond se volvió y les dijo que no se preocuparan, que era Jeb. Regresaron corriendo a la granja y se desplomaron en el porche delantero, sin aliento y estremeciéndose tanto por el cansancio como por el miedo.

Cuando se incorporaron Lou pensó en echar a correr de nuevo porque vio a Louisa con el camisón y una lámpara de queroseno en la mano. Quería saber dónde habían estado. Diamond intentó explicárselo pero Louisa le dijo que se callara en un tono tan cortante que Diamond se quedó mudo.

– La verdad, Lou -ordenó Louisa.

Lou se la contó, incluyendo el encuentro casi mortal con George Davis.

– Pero la culpa no fue nuestra -aclaró Lou-. El oso…

– Vete al establo, Diamond. Y llévate ese maldito perro -espetó Louisa.

– Sí, señora -dijo Diamond, tras lo cual se escabulló con Jeb.

Louisa se volvió hacia sus nietos. Lou se dio cuenta de que estaba temblando.

– Oz, a la cama. Ahora mismo.

El chico miró a su hermana y luego se fue corriendo. Lou y Louisa se quedaron solas. Lou nunca se había sentido tan nerviosa como en esos momentos.

– Esta noche tu hermano y tú podríais haber muerto.

– Pero, Louisa, no fue culpa nuestra. Verás…

– ¡Sí ha sido vuestra culpa! -exclamó Louisa con dureza, y entonces Lou sintió los ojos arrasados en lágrimas-. No te traje a esta montaña para que murieras a manos de George Davis, niña. Que te fueras sola ya habría sido de lo más insensato, pero que te llevaras a tu hermanito ha sido el colmo. ¡Me avergüenzo de ti!

Lou inclinó la cabeza.

– Lo siento. Lo siento de veras.

Louisa se mantuvo firme.

– Nunca le he levantado la mano a un niño, aunque más de una vez me han agotado la paciencia. Pero si vuelves a hacer algo parecido, te daré una paliza que nunca olvidarás. ¿Entiendes?

Lou asintió en silencio.

– Venga, a la cama -ordenó Louisa-. Y no se hable más del asunto.

A la mañana siguiente George Davis llegó en un carro tirado por dos muías. Louisa salió para plantarle cara, con las manos a la espalda.

Davis escupió en el suelo, junto a la rueda del carro.

– Esos mocosos causaron destrozos en mi propiedad. Vengo a que se me pague.

– Quieres decir que destrozaron tu alambique.

Lou y Oz salieron y miraron a Davis de hito en hito.

– ¡Demonios! -bramó-. ¡Malditos críos!

Louisa se encaminó hacia Davis.

– Si piensas hablar así será mejor que salgas de mi propiedad. ¡Ya mismo!

– ¡Quiero mi dinero! ¡Y quiero que reciban su merecido por lo que hicieron!

– Vete a buscar al sheriff y enséñale lo que le hicieron a tu destilería y entonces él me dirá qué hacer.

Davis le clavó la mirada en silencio, con la fusta para las muías apretada en una mano.

– Sabes que no puedo hacerlo.

– Entonces ya sabes cuál es el camino para salir de mis tierras, George.

– ¿Y si incendio la granja?

Eugene salió con un palo largo en la mano.

Davis sostuvo en alto la fusta.

– Ni Hablar, quédate bien quietecito antes de que te haga probar mi látigo como le hicieron a tu abuelo. -Davis comenzó a descender del carro-. Vaya, quizá lo haga de todos modos. ¡Quizá lo haga con todos vosotros!

Louisa sacó el rifle de detrás de la espalda y apuntó a George Davis. El hombre se detuvo en cuanto vio la boca del largo cañón del Winchester.

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