David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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– Diamond, explícame por qué pusiste excremento de caballo en el coche de aquel hombre.

– No puedo, porque yo no lo hice.

– Venga, Diamond. Lo admitiste ante Cotton.

– Estoy sordo como una tapia, no oigo nada de nada.

Lou, frustrada, se puso a trazar círculos en la tierra con el pie.

– Mira, Diamond -dijo-, tenemos que ir a la escuela. ¿Quieres venir con nosotros?

– No voy a la escuela -replicó el chico al tiempo que se colocaba el cigarrillo sin encender entre los labios.

– ¿Cómo es que tus padres no te obligan a ir?

A modo de respuesta, Diamond llamó a Jeb con un silbido y los dos se marcharon corriendo.

– ¡Eh, Diamond! -gritó Lou.

El chico y el perro corrieron más deprisa aún.

21

Lou y Oz llegaron corriendo al patio vacío y entraron enseguida en la escuela. Jadeando, se dirigieron rápidamente a sus asientos.

– Sentimos llegar tarde -dijo Lou a Estelle McCoy, que ya había comenzado a escribir en la pizarra-. Estábamos trabajando en el campo y… -Miró alrededor y se percató de que la mitad de los asientos estaban vacíos.

– No pasa nada, Lou -le dijo la profesora-. Ha comenzado la época de la siembra. Me alegro de veras de que os haya dado tiempo de hacerlo todo.

Lou se sentó. Con el rabillo del ojo vio que Billy Davis estaba en la clase. Parecía tan angelical que Lou se dijo a sí misma que debía ser prudente. Cuando abrió el pupitre para guardar los libros no pudo contener el grito: había una serpiente enrollada y muerta en su pupitre; medía casi un metro de longitud y su piel era cobriza con anillos amarillos. Sin embargo, lo que realmente hizo que Lou se enfadase fue el trozo de papel sujeto en la serpiente con las palabras «NORTEÑOS A CASA» garabateadas en él.

– Lou -dijo la señora McCoy-, ¿te pasa algo?

Lou cerró el pupitre y miró a Billy, que apretaba la boca y fingía leer su libro.

– No -respondió Lou.

Era la hora de la comida y aunque brillaba el sol, hacía frío, por lo que los niños salieron fuera para comer, con las fiambreras en la mano. Todos tenían algo con lo que llenarse el estómago, aunque sólo fueran restos de pan de maíz o bollos, y se veían muchas jarritas de leche o de agua del arroyo. Los niños se recostaban en el suelo para comer, beber y charlar. Los más pequeños corrían en círculos hasta que estaban tan mareados que se caían, y entonces los hermanos mayores los ayudaban a levantarse y les decían que comieran.

Lou y Oz se sentaron a la sombra del nogal, donde la brisa mecía con suavidad los cabellos de Lou. Oz mordió con ganas el bollo con mantequilla y se bebió la fría agua del arroyo que habían traído en un tarro. Sin embargo, Lou no comió; parecía como si esperara algo, y estiró las piernas como si se preparara para una carrera.

Billy Davis se pavoneó entre los pequeños grupos de niños, agitando con ostentación la fiambrera de madera, que no era más que un cuñete con un alambre que servía para sujetarlo. Se detuvo junto a un grupo, dijo algo, se rió, miró a Lou y volvió a reírse. Finalmente, se subió a las ramas bajas de un arce y abrió la fiambrera. Chilló, se cayó del árbol y aterrizó con la cabeza. Tenía una serpiente encima y se agitó y pataleó para sacudírsela. Luego se percató de que era la víbora cobriza, que habían atado a la tapa de la fiambrera, que todavía sujetaba con la mano. Cuando dejó de chillar como un cerdo degollado vio que todos los niños se estaban riendo de él a mandíbula batiente.

Todos salvo Lou, que seguía sentada con los brazos cruzados y fingía hacer caso omiso de aquel espectáculo. Luego, en su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia, que parecía querer eclipsar el sol. Cuando Billy se incorporó ella hizo otro tanto. Oz se llevó a la boca lo que quedaba del bollo, se bebió el agua y se apresuró a ponerse a salvo tras el nogal. Lou y Billy, con los puños preparados, se encontraron en el centro del patio. La multitud se cerró a su alrededor y la chica norteña y el montañés dieron comienzo al segundo asalto.

Lou, esta vez con el otro extremo del labio cortado, se sentó en su pupitre. Le sacó la lengua a Billy, que se sentaba frente a ella y tenía la camisa desgarrada y el ojo derecho amoratado. Estelle McCoy estaba frente a ellos, con los brazos cruzados y expresión ceñuda. Tras detener el asalto del campeonato, la enojada maestra había dado por concluida las clases antes de la hora habitual y había informado de lo sucedido a las familias de los luchadores.

Lou estaba de muy buen humor porque le había vuelto a dar una paliza a Billy delante de todos. Billy, que no parecía muy contento, se movía inquieto en la silla y miraba nervioso hacia la puerta. Finalmente, Lou comprendió el motivo de su preocupación al ver que la puerta de la escuela se abría y aparecía George Davis.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -bramó con tal fuerza que hasta Estelle McCoy se encogió de miedo.

Mientras George Davis avanzaba, la maestra retrocedió.

– Billy se ha peleado, George -dijo la señora McCoy.

– ¿Me has hecho venir por culpa de una maldita pelea? -le espetó, y luego se irguió amenazadoramente sobre Billy-. Estaba trabajando en el campo, desgraciado, no tengo tiempo para estas tonterías.

Cuando George vio a Lou sus ojos salvajes se tornaron más malvados aún y entonces le propinó a Billy un revés en la cabeza que lo arrojó al suelo. Luego se inclinó sobre él y masculló:

– ¿Has dejado que una maldita niña te hiciera eso?

– ¡George Davis! -gritó Estelle McCoy-. Deja en paz a tu hijo.

George alzó la mano en ademán amenazador.

– A partir de hoy el chico trabajará en la granja. Se acabó esta maldita escuela.

– ¿Por qué no dejas que sea Billy quien lo decida? -inquirió Louisa mientras entraba en la clase, seguida de Oz, quien se aferraba con fuerza a sus pantalones.

– Louisa -dijo la maestra, aliviada.

Davis se mantuvo firme.

– Es un niño y hará lo que le diga.

Louisa ayudó a Billy a sentarse en el pupitre y le consoló antes de volverse hacia su padre.

– ¿Tú ves un niño? Pues yo veo a todo un hombrecito.

– ¡No es un hombre! -bramó Davis.

Louisa dio un paso hacia Davis y le habló en voz baja, pero su mirada era tan intensa que Lou dejó de respirar durante unos instantes.

– Pero tú sí que lo eres, de modo que no vuelvas a pegarle.

Davis la señaló en la cara con un dedo sin uña.

– No me vengas con cómo debo tratar a mi chico. Tú tuviste uno. Yo he tenido nueve y hay otro en camino.

– El número de niños que se traen al mundo poco tiene que ver con ser un buen padre.

– Ese negro enorme, Ni Hablar, vive contigo. Dios te castigará por eso. Debe de ser esa sangre de cherokee. Ésta no es tu tierra. Nunca lo ha sido, india.

Lou, sorprendida, miró a Louisa. No sólo era norteña, sino india también.

– Se llama Eugene -replicó Louisa-. Y mi padre no era cherokee sino medio apache. Y el Dios que conozco castiga a los malvados. Como los hombres que pegan a sus hijos. -Dio otro paso hacia Davis-. Si vuelves a ponerle una mano encima será mejor que supliques a tu Dios para que no me cruce en tu camino.

Davis soltó una carcajada.

– Qué miedo me das, vieja.

– Entonces es que eres más listo de lo que me pensaba.

Davis apretó el puño y parecía dispuesto a golpear pero en ese preciso instante vio a Eugene en la entrada y cambió de parecer.

Davis sujetó a Billy con fuerza.

– Chico, vete a casa. ¡Vete!

Billy salió corriendo de la clase. Davis lo siguió lentamente, tomándose su tiempo. Se volvió para mirar a Louisa.

– Esto no se ha acabado. No, señor.

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