– El carbón es el rey -anunció el alcalde por un micrófono de sonido metálico que era casi tan grande como su cabeza-. Y entre la guerra que se está fraguando al otro lado del Atlántico y los poderosos Estados Unidos de América construyendo barcos, armas y tanques a un ritmo febril, la demanda de las plantas de laminación de acero harán que el coque, nuestro buen coque de Virginia, suba como la espuma. La prosperidad está aquí en abundancia, y aquí se quedará. No sólo nuestros hijos vivirán el glorioso sueño americano, sino también sus hijos. Y todo será gracias al buen trabajo de gente como la de Southern Valley y su implacable voluntad de extraer el negro mineral que conduce a este pueblo a la grandeza. Tened por seguro, amigos, que nos convertiremos en la Nueva York del sur. Un día, algunos mirarán atrás y dirán: «¿Quién iba a imaginar la suerte excepcional que el destino depararía a la gente de Dickens, Virginia?» Pero vosotros ya lo sabéis porque os lo estoy diciendo ahora mismo. ¡Un viva por Southern Valley y Dickens, Virginia!
El eufórico alcalde lanzó su canotié al aire. La multitud se unió a él en los vítores y más sombreros fueron catapultados por encima de las cabezas. Aunque Diamond, Lou, Oz, Eugene y Cotton también aplaudieron y los niños se miraron los unos a los otros sonriendo, Lou advirtió que la expresión de Cotton no era precisamente de optimismo.
Al caer la noche contemplaron una exhibición de fuegos artificiales que dio color a la noche, y luego el grupo subió al Hudson y se marchó del pueblo. Acababan de pasar por delante del juzgado cuando Lou preguntó a Cotton sobre el discurso del alcalde y su reacción poco entusiasta ante el mismo.
– Bueno, ya he visto a este pueblo prosperar y luego decaer -declaró-, y suele ocurrir cuando los políticos y los empresarios están más entusiasmados. De modo que no sé. Quizás esta vez sea distinto, pero no estoy seguro.
Lou reflexionó al respecto mientras el fragor de la celebración iba quedando atrás. Llegó un momento en que se apagaron por completo y los reemplazó el ulular del viento a través de las rocas y los árboles, mientras regresaban a la montaña.
No había llovido demasiado, pero Louisa todavía no estaba preocupada, si bien rezaba todas las noches para que se abrieran los cielos y bramaran con fuerza y durante un buen rato. Estaban desherbando el maizal, hacía calor y las moscas y mosquitos resultaban especialmente molestos. Lou escarbó la tierra como si algo no estuviera bien.
– Ya hemos plantado las semillas. ¿No pueden crecer solas?
– Hay muchas cosas que van mal en la agricultura, y un par de ellas suele ocurrir siempre -respondió Louisa-. Y el trabajo no se acaba nunca, Lou. Aquí las cosas son así.
Lou se colocó el azadón al hombro.
– Lo único que digo es que más vale que este maíz sepa bien.
– Lo que produzca este maizal -explicó Louisa- será para los animales.
Lou estuvo a punto de soltar la azada.
– ¿Estamos haciendo todo esto para alimentar a los animales?
– Trabajan duro para nosotros; debemos hacer lo mismo por ellos. También tienen que comer.
– Sí, Lou -intervino Oz mientras atacaba la tierra con golpes vigorosos-. ¿Cómo van a engordar los cerdos si no comen?
Trabajaron en las colinas de maíz, codo con codo bajo un sol de justicia. El chirrido de los grillos les llegaba desde todas partes. Lou dejó de lado la azada por un instante y observó a Cotton conduciendo hasta la casa y bajarse del coche.
– El hecho de que Cotton venga todos los días y lea a mamá hace que Oz piense que va a mejorar -le comentó a Louisa, en voz baja para que su hermano no la oyera.
Louisa cavó con la azada alrededor de un montoncillo con la energía de una persona joven y la destreza de una mayor.
– Tienes razón, es terrible que Cotton deba ayudar a tu mamá.
– No lo decía en ese sentido. Cotton me cae bien.
Louisa se detuvo y se apoyó en la azada.
– No me extraña, porque Cotton es una de las mejores personas que conozco. Me ha ayudado en muchos momentos difíciles desde que llegó aquí. No sólo asesorándome como abogado, sino doblando la espalda. Cuando Eugene se hizo daño en la pierna, vino aquí todos los días durante un mes para trabajar el campo cuando podría haber estado en Dickens ganando dinero. Ayuda a tu madre porque quiere que mejore. Quiere que pueda volver a abrazaros a ti y a Oz.
Lou no respondió a ese comentario, y volvió a concentrarse en la azada, pero golpeaba en vez de cortar. Louisa volvió a enseñarle cómo se hacía y la muchacha aprendió la técnica adecuada rápidamente.
Trabajaron un rato más en silencio, hasta que Louisa se enderezó y se frotó la espalda.
– El cuerpo me pide un poco de descanso, pero también querrá comer cuando llegue el invierno.
Lou contempló la campiña. El cielo parecía pintado de un azul intenso y daba la impresión de que los árboles llenaban todos los huecos con un verde seductor.
– ¿Cómo es que papá nunca volvió? -preguntó Lou con voz queda.
– No existe ninguna ley que diga que una persona tiene que volver a su casa -repuso.
– Pero escribió sobre eso en sus libros. Yo sé que le gustaba este lugar.
Louisa miró a la muchacha y dijo:
– Vamos a beber algo frío.
Le dijo a Oz que descansara un poco, que ellas irían en busca de un poco de agua. El chico soltó la azada de inmediato, cogió unas piedras y empezó a lanzarlas y a gritar con cada lanzamiento, de una forma que sólo los niños parecían poder hacerlo. Últimamente le había dado por colocar una lata encima de un poste y luego lanzarle piedras hasta hacerla caer. Se le daba tan bien que le bastaba con un solo lanzamiento fuerte para conseguir que la lata volase por los aires.
Lo dejaron entreteniéndose de ese modo y se fueron al cobertizo del arroyo, que estaba en una de las vertientes de la ladera situada bajo la casa y que recibía la sombra de un roble inclinado, varios fresnos y unos rododendros gigantes. Al lado de esta especie de cabaña se hallaba el tocón de un álamo, del que sobresalía el extremo de un panal, rodeado de un enjambre de abejas.
Cogieron tazas metálicas de unos ganchos que había en la pared y las sumergieron en el agua antes de sentarse a beber en el exterior. Louisa recogió las hojas verdes de un tártago que crecía cerca del cobertizo del arroyo y entonces vieron las hermosas flores violetas que aquél ocultaba.
– Uno de los pequeños secretos de Dios -explicó.
Lou estaba ahí sentada con la taza entre las rodillas, mirando y escuchando a su bisabuela bajo la apacible sombra mientras Louisa señalaba otras cosas interesantes.
– Ahí hay una oropéndola. Ya no se ven muchas, no sé por qué. -Señaló otro pájaro posado en la rama de un arce-. Es un chotacabras. No me preguntes de dónde ha salido ese nombre porque no lo sé. -Hizo una pausa, se le ensombreció el semblante y prosiguió en un tono grave-: La madre de tu padre nunca fue feliz aquí. Era del valle de Shenandoah. Mi hijo Jake la conoció en un concurso de baile de esos en los que el premio es un pastel. Se casaron demasiado rápido y se instalaron aquí en una especie de cabaña. Pero yo sé que a ella le gustaba más la ciudad. El valle era un sitio atrasado para ella. Dios mío, estas montañas debían de parecerle la prehistoria a la pobre chica. Pero tenía a tu padre, y los años siguientes sufrimos la peor sequía que he visto en mi vida. Cuanto menos llovía, más duro trabajábamos. Mi hijo pronto perdió lo que tenía y se vinieron a vivir con nosotros. Seguía sin llover. Perdimos los animales, perdimos casi todo lo que teníamos. -Louisa apretó las manos y luego las abrió-. Pero conseguimos salir adelante. Y entonces llegaron las lluvias y mejoró nuestra situación. Sin embargo, cuando tu padre tenía siete años su madre se hartó de esta vida y se marchó. Nunca se había preocupado por aprender a cuidar de la granja ni tampoco a cocinar, así que de todos modos a Jack no le resultaba de gran ayuda.
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