Dejó atrás una puerta, otra, el área de visitas donde había visto a un amigo hacía un mes; la sala de abogados, donde había pasado demasiadas horas con aquel hombre que se llevó hasta el último céntimo que Ellie y él tenían.
Por fin, respirando fuerte a medida que la excitación lo embargaba, Gillette llegó al penúltimo pasillo: a la zona sin puertas de seguridad donde estaban las oficinas y las garitas de los guardas. Allí le esperaban los policías.
Anderson hizo una seña al guardia, quien le quitó las esposas. El guardia volvió por donde había venido y Gillette se encontró, por primera vez en dos años, libre de la dominación del sistema de prisiones. Había conseguido una pequeña parcela de libertad.
Se frotó la piel de las muñecas y caminó hacia la salida: dos puertas de madera con un cristal con enrejado contra incendios, a través de las cuales Gillette podía ver el cielo gris y encapotado. «Le pondremos la tobillera afuera», dijo Anderson.
Shelton se le acercó furtivamente y le susurró al oído:
– Quiero comentarte una cosa, Gillette. Quizá pienses que ahora que tienes las manos libres vas a poder robar un arma. Mira, si te veo una mirada rara o sospecho algo, te vas a acordar de mí, ¿me sigues? No tendré reparos en acabar contigo.
– Me metí en un ordenador -dijo Gillette, harto-. Es mi único crimen. Nunca he hecho daño a nadie.
– Recuerda lo que te he dicho -dijo Shelton, y volvió a colocarse a su espalda. Gillette caminó más aprisa, hasta alcanzar a Anderson:
– ¿Dónde vamos?
– A las oficinas de la UCC, la Unidad de Crímenes Computarizados, que se encuentran en San José. En una base apartada. Nosotros…
Sonó una alarma y una luz roja se encendió en el detector de metales por el que pasaban. Como salían de la prisión y no al contrario, el guardia encargado apagó la alarma y les hizo una seña para que continuaran.
Pero justo cuando Anderson ponía la mano en la puerta para abrirla, una voz dijo:
– Un momento -era Frank Bishop y estaba señalando a Gillette-: Pásale el escáner.
Gillette se detuvo.
– Esto es estúpido. Salgo, no entro. ¿Quién se dedicaría a sacar algo de la cárcel?
Anderson no dijo nada pero Bishop hizo un gesto al guardia para que se acercara. Pasó la varilla del detector por el cuerpo de Gillette. La varilla se aproximó al bolsillo derecho de sus pantalones flojos y emitió un chirrido estridente.
El guardia metió la mano en el bolsillo y sacó una placa de circuitos, llena de cables.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Shelton.
Anderson lo examinó de cerca. «¿Una caja roja?», preguntó a Gillette, quien miraba frustrado al techo:
– Sí.
– Existe un montón de cajas de circuitos que los phreaks telefónicos usan para engañar a las compañías de teléfonos: para tener servicio gratis, pinchar líneas o evitar que se las pinchen a ellos… Se conocen por los distintos colores. Ya no se ven más de este tipo, como esta caja roja. Reproduce el sonido de las monedas cayendo por la cabina. Puedes llamar a donde quieras en todo el mundo y lo único que necesitas es seguir dándole al botón de 25 centavos para pagar la llamada -miró a Gillette-. ¿Qué es lo que ibas a hacer con esto?
– Pensé que igual me perdía y necesitaba llamar a alguien.
– También podías vendérsela en la calle a cualquier phreak por, pongamos, unos doscientos dólares. En el caso de que, por ejemplo, quisieras escapar y necesitaras algo de dinero.
– Supongo que alguien podría hacer eso. Pero yo no.
Anderson echó una ojeada a la placa de circuitos:
– El cableado está muy bien.
– Gracias.
– Apuesto a que echaste en falta un soldador, ¿no?
– No lo sabe bien -contestó Gillette, afirmando con la cabeza.
– Vuelve a sacar algo así y regresas ahí dentro tan pronto como tarde en traerte de vuelta el coche patrulla, ¿entendido?
– Entendido.
– No ha estado mal -le susurró Bob Shelton-. Pero, qué putada, la vida es una decepción tras otra, ¿no?
«No», pensó Gillette, «la vida es un hack tras otro».
* * *
En el extremo este de Silicon Valley, un estudiante regordete de quince años tecleaba con furia mientras observaba con atención la pantalla en la sala de ordenadores de la Academia St. Francis, un viejo colegio privado masculino de San José.
Aunque llamar sala a eso no era hacer justicia, la verdad. Es cierto que contenía ordenadores. Pero lo de «sala» era ya algo más inseguro, como opinaban todos los estudiantes sin excepción. Se encontraba en el subsuelo, tenía barras en las ventanas y no sólo parecía una celda sino que antiguamente lo había sido: esa ala del edificio tenía 250 años. Se decía que fray Junípero Serra, el famoso misionero de la vieja California que daba nombre a la Interestatal 280, había difundido la Palabra de Dios en esta habitación donde desnudaba a los indios hasta la cintura y los flagelaba hasta que aceptasen a Jesús. Según la versión que los estudiantes veteranos contaban a los más jóvenes, algunos de esos indios no habían podido sobrevivir a su conversión y sus fantasmas seguían vagando por celdas, bueno, por salas, como ésta.
Jamie Turner, el más joven de quienes ahora ignoraban a los espíritus y tecleaban a la velocidad de la luz, era un desmañado estudiante moreno de segundo año. Nunca sacaba nada más bajo que un notable alto y, a pesar de que aún quedaban dos meses para el final del semestre, ya había cumplido con las lecturas obligatorias (y con la mayor parte de los trabajos) para todas sus clases. Él solo poseía el doble de libros que cualquier estudiante de St. Francis y se había leído cada novela de Harry Potter cinco veces; El señor de los anillos , ocho veces, y cada palabra que hubiese sido escrita por William Gibson, el escritor visionario de informática-ficción, más veces de las que sea posible recordar.
El sonido de sus dedos sobre el teclado se extendía por la sala como disparos de metralleta con silenciador. Oyó un ruido detrás de él. Se dio la vuelta. Nada.
Otro ruido.
Nada.
«Malditos fantasmas… Siempre jodiendo. Volvamos al trabajo.»
Jamie Turner empujó sus gruesas gafas nariz arriba y retornó a su tarea. La luz cenicienta de ese día lluvioso sangraba a través de las ventanas llenas de barrotes. Fuera, en el campo de fútbol, sus compañeros corrían, reían, metían goles y trotaban adelante y atrás. Acababa de empezar la clase de educación física de las 9.30. Se suponía que Jamie estaba con ellos: a Booty no le haría ninguna gracia saber que él se encontraba ahí, en la sala de ordenadores, y no en el campo de juego.
Pero Booty no lo sabía.
No es que Jamie aborreciera al rector del internado. En absoluto. Resultaba muy difícil aborrecer a alguien que se preocupaba por él. (No como, pongamos por caso, ¿hola?, sus padres. «Nos vemos el veintitrés, hijo… No, espera, tu madre y yo estaremos en Mallorca. Volvemos para el uno o el siete. Entonces nos podemos ver. Te queremos, adiós.»)
Jamie sabía que Booty hacía algunas cosas que resultan ineludibles cuando uno está al cargo de un internado de trescientos muchachos: imponer castigos si los chavales decían palabrotas o se acostaban tarde o tenían revistas guarras. ¿Qué se podía esperar en esos casos? Formaba parte del juego. Pero es que la paranoia de este hombre rayaba en lo estrafalario. Conllevaba encerrarlos por las noches con todas esas alarmas y seguridad, y estar encima de ellos a cada rato.
Y también, por ejemplo, negarse a dejar que los chicos fueran a conciertos de rock inofensivos en compañía de sus muy responsables hermanos mayores, hasta que sus padres no hubiesen firmado la hoja de permiso, cuando quién iba a saber dónde se encontraban sus padres, por no hablar de lo imposible que resultaría hacerles perder unos preciosos minutos en firmar algo y mandarlo por fax a tiempo, por muy importante que fuera eso para uno.
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