Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– No me conectaré a red -dijo Gillette-. Seguiré en la galería E, que es donde ahora me encuentro. No tendré acceso a la línea telefónica.

El alcaide se burló.

– Seguro que prefieres permanecer en reclusión administrativa.

– En régimen de aislamiento -rectificó Gillette.

– ¿… y sólo quieres un ordenador?

– Sí.

– Si el recluso estuviera encerrado sin ninguna posibilidad de conectarse a la red, ¿habría algún problema?

– Supongo que no -dijo el alcaide.

– Trato hecho -comentó a Gillette el policía-. Te conseguiremos un portátil.

– ¿Va a regatear con él? -le preguntó Shelton a Anderson sin creérselo aún. Miró a Bishop para que lo apoyara pero el arcaico agente estaba de nuevo ojeando su móvil, a la espera de que lo dispensaran de todo aquello.

Anderson no se molestó en contestar a Shelton. Y añadió, dirigiéndose a Gillette:

– Pero no tendrás tu ordenador hasta que hayas analizado el de la señorita Gibson y nos hayas dado un informe completo.

– Me parece justo.

Consultó su reloj.

– Su ordenador era un clónico de IBM, por si te interesa. Lo tendrás aquí dentro de una hora. Tenemos todos sus disquetes, software y demás…

– No, no y no -dijo Gillette con firmeza-. Aquí no lo puedo hacer.

– ¿Qué quieres decir?

– Necesito estar fuera.

– ¿Por qué?

– De nada me serviría usar los mismos programas que han usado ustedes. Voy a necesitar una conexión con algún ordenador central, quizá un superordenador. Y voy a necesitar manuales técnicos y software.

Anderson miró a Bishop, que parecía no enterarse de nada de lo que allí se hablaba.

– Y una puta mierda -comentó Shelton, el más locuaz de los agentes de Homicidios, aun a pesar de lo limitado de su vocabulario.

Anderson estaba meditando todo esto cuando el alcaide preguntó:

– ¿Podríamos salir un segundo al pasillo, caballeros?

Capítulo 00000011 / Tres

Había sido un divertido acto de piratería informática.

Pero sin tanto desafío como a él le hubiera gustado.

Phate (su alias en la red, escrito con ph en vez de f en la mejor tradición hacker) conducía ahora camino de su casa de Los Altos, en el corazón de Silicon Valley.

Había sido una mañana movidita. Había abandonado la furgoneta blanca manchada de sangre utilizada ayer para prender la hoguera de la paranoia bajo los pies de Lara Gibson y se había desprendido de su disfraz: la peluca de greñas rastafaris, la chaqueta de camuflaje del acosador y el uniforme de informático limpio y chillón de Will Randolph, el primo de Sandy que acababa de ser papá.

Ahora era alguien completamente distinto. Bueno, no era alguien que respondiera a su verdadero nombre o a su identidad: no era Jon Patrick Holloway, aquel que naciera en Saddle River, Nueva Jersey, hace veintisiete años. No, en ese instante era uno de los seis o siete personajes ficticios que había creado hace poco. Para él, estos personajes eran como un grupo de amigos, y todos tenían sus licencias de conducir, sus cédulas de identificación de distintas empresas y sus tarjetas de la Seguridad Social. También les había otorgado acentos y gestos distintos, que él practicaba regularmente.

¿Quién quieres ser?

A menudo se hacía esa pregunta y, en su caso particular, la respuesta era: cualquier persona de este mundo.

Pensó en el caso de Lara Gibson y decidió que había sido demasiado fácil acercase a alguien que se enorgullecía tanto de ser la reina de la protección urbana.

Ya iba siendo hora de hacer que el juego se volviera un poco más difícil.

El Jaguar de Phate marchaba con lentitud a través del tráfico de hora punta que fluía por la interestatal 280, la autopista Junípero Serra Highway. A su derecha, hacia el oeste, las montañas de Santa Cruz se alzaban sobre los espectros de las brumas que se escurrían hacia la bahía de San Francisco. En años anteriores el valle había sufrido sucesivas sequías pero esta primavera -por ejemplo, hoy mismo- el tiempo era lluvioso y los campos estaban verdes. No obstante, Phate no prestaba ninguna atención al bello paisaje. Estaba escuchando en su reproductor de CD la grabación de una obra de teatro, La muerte de un viajante . Era una de sus favoritas. En ocasiones su boca seguía los diálogos, pues se la sabía de memoria.

Diez minutos más tarde, a las 8.45, aparcaba en el garaje de su casa en la urbanización Stonecrest cercana a la carretera de El Monte, en Los Altos.

Metió el coche en el garaje, cerró la puerta. Vio una mancha de sangre de Lara Gibson como una pequeña coma torcida sobre el suelo, por lo demás, inmaculado. Se reprendió a sí mismo por no haberse dado cuenta antes. Lo limpió y entró, tras haber cerrado la puerta y echado la llave al garaje.

La casa era nueva, no tendría más de seis meses, y aún olía a cola de moqueta y a pintura.

Si algún vecino se decidiera a llamar a su puerta para darle la bienvenida al barrio y se quedara esperando en el recibidor mientras le echaba una ojeada a la sala, se toparía con pruebas fehacientes del tipo de vida familiar y desahogada que tantas familias de clase media-alta habían conseguido aquí, en el Valle, gracias al dinero suministrado por la informática.

«Hola, ¿qué tal?… Sí, así es, me mudé el mes pasado… Estoy en una nueva empresa de Internet ahí, en Palo Alto. A mí me han trasladado desde Austin un poco pronto, y Kathy y los niños vendrán en junio, cuando acaben las clases… Mire, son los de la foto. Hice esas fotos en enero, nos tomamos unos días de vacaciones en Florida. Troy y Brittany. Él tiene cuatro años. Ella cumplirá dos el mes que viene.»

Había docenas de fotos de Phate posando junto a una mujer rubia sobre la repisa, sobre cada extremo de cada mesa y sobre cada mesa camilla: en la playa, cabalgando, abrazándose en la cima de una montaña nevada en alguna estación de esquí, en su baile nupcial. Había otras fotos de la pareja con sus dos hijos. De vacaciones, jugando al fútbol, en Navidad, en Semana Santa. Y muchas fotos de los crios solos, en distintas edades.

«Bueno, la verdad es que os invitaría a cenar o algo así, pero es que en esta nueva empresa nos hacen trabajar como locos… Sí, mejor cuando estemos toda la familia, claro. Kathy es quien se ocupa de las relaciones sociales… Y también cocina mucho mejor que yo. Sí, claro, gracias por la visita.»

Y los vecinos dejarían el vino, o las galletas o las begonias que habían traído como signo de bienvenida y se irían de vuelta a sus casas sin saber que toda la escena, en la que habían sido manipulados de la mejor y más creativa de las maneras con ingeniería social, había resultado tan falsa como cualquier obra de teatro.

Al igual que las fotos que mostrara a Lara Gibson, había creado estas instantáneas en su ordenador: su rostro reemplazaba al de un modelo masculino y Kathy tenía una cara femenina bastante común sacada de una modelo de Self. Los chavales habían salido del Vogue Bambini. También la casa era una fachada: las únicas piezas amuebladas eran la sala y el vestíbulo, y eso obedecía al único propósito de engañar a quien llamara a la puerta. En la habitación no había nada salvo un catre y una lámpara. El comedor (la oficina de Phate) contenía una mesa, una lámpara, dos ordenadores portátiles y una silla de oficina que era extremadamente cómoda, pues allí pasaba la mayor parte del tiempo. En cuanto al sótano… Bueno, digamos que el sótano contenía algunas otras cosas que bajo ningún concepto debían quedar a la vista del público.

En un caso extremo, y sabía que podía ser una posibilidad, nada le impedía salir por esa puerta en un abrir y cerrar de ojos y dejarlo todo atrás. Todo lo importante (sus verdaderos ordenadores, las antigüedades informáticas que coleccionaba, la máquina de falsificar credenciales y las piezas y componentes de superordenadores que compraba y vendía para ganarse la vida) se encontraba en un almacén a varios kilómetros de distancia. Y aquí no había nada que pudiera ofrecer a la policía ninguna pista sobre su paradero.

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