Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– ¿Cómo lograste entrar?

Gillette se encogió de hombros.

– Encontré una acreditación que alguien había tirado.

Anderson asintió con escepticismo.

– ¿Qué te pareció mi ponencia?

– Estoy de acuerdo con lo que dijo: los chips de silicio quedarán obsoletos en unos cuantos años. Los ordenadores funcionarán con electrónica molecular. Y eso significa que los usuarios tienen que empezar a buscar nuevas formas de protección frente a los hackers.

– Nadie más pensó eso en la conferencia.

– Lo abuchearon -recordó Gillette.

– ¿Tú no?

– No. Tomé notas.

El alcaide se apoyó en una pared mientras el policía se sentaba frente a Gillette y abría un fichero para echarle una ojeada y refrescarse la memoria.

– Te queda un año de la condena de tres a cinco que se te impuso bajo el Acta Federal de Privacidad Informática. Entraste en los ordenadores de la Western Machine y les robaste los códigos originales de la mayor parte de sus programas.

El código original es la cabeza y el cerebro del software, y su propietario lo guarda como oro en paño. Si se lo roban, significa que el ladrón puede quitar la identificación y los códigos de seguridad sin grandes problemas y así reembalar el software y venderlo a su nombre. La piratería, la copia de discos de software ajeno, resulta muy fácil de identificar y, por tanto, de probar ante un juez. Pero tratar de probar que un software muy parecido al de aquel que posee los derechos de copyright está basado en realidad en códigos robados es una auténtica pesadilla, y a veces incluso imposible. Los mayores activos de Western Software eran, de hecho, los códigos originales de los juegos, de las aplicaciones para negocios y de los programas utilitarios de la empresa: si un hacker con pocos escrúpulos los hubiera robado, ello habría significado la ruina para esa compañía billonaria.

– No hice nada con esos códigos. Los borré una vez que los hube bajado a mi ordenador -explicó Gillette.

– Entonces, ¿para qué entraste en sus sistemas?

El hacker se encogió de hombros.

– Vi al presidente de la empresa en la CNN, o en cualquier otro canal. Dijo que nadie podría acceder a sus sistemas, que sus medidas de seguridad eran a prueba de tontos. Quise comprobar si era cierto.

– ¿Y lo eran?

– Sí, sí lo eran. Pero el problema radica en que uno no tiene que protegerse de los tontos. Sino de gente como yo.

– Bueno, una vez dentro, ¿no se te ocurrió advertirle de los fallos de sus sistemas? ¿Hacer de white hat ?

White hats son hackers que se introducen en sistemas de seguridad y luego advierten a sus víctimas sobre los defectos de dichos sistemas. A veces por la gloria que conlleva hacerlo, otras veces por dinero. Y en ocasiones porque opinan que es su deber.

Gillette se encogió de hombros.

– No es mi problema. No puedo arreglar el mundo. Y él dijo que no se podía hacer. Sólo deseaba comprobar si yo era capaz.

– ¿Por qué?

Otra vez se encogió de hombros.

– Por curiosidad.

– ¿Por qué se te echaron encima los federales de esa manera? -preguntó Anderson. El FBI rara vez investiga a un hacker (siempre y cuando no venda lo que ha robado o desestabilice un negocio), y menos aún remite el caso a un abogado del Estado.

Fue el alcaide quien respondió a esa pregunta:

– La razón se llama DdD.

– ¿El Departamento de Defensa? -exclamó Anderson, echando un vistazo al llamativo tatuaje que lucía Gillette en uno de sus brazos. ¿Era un avión? No, se suponía que era un pájaro.

– Patrañas -murmuró Gillette-. No hay quien se lo trague.

El policía miró al alcaide, quien se explicó:

– El Pentágono cree que escribió algún programa o algo que le dio acceso al último software de codificación del DdD.

– ¿En su Standard 12? -exclamó Anderson, divertido-. Se necesitaría toda una docena de superordenadores trabajando a destajo durante medio año para poder leer un solo correo electrónico.

El Standard 12 acababa de reemplazar al DES como el más novedoso software de codificación (también llamado de «encriptación») para uso gubernamental.

Era el instrumento del que se servían las distintas agencias para codificar sus mensajes y sus datos más secretos. Tan importante era este programa de codificación para la seguridad nacional que las distintas leyes de exportación lo consideraban «munición» y, por tanto, no podía ser trasladado al extranjero sin el consentimiento del ejército, por miedo a que terroristas u otros gobiernos lo usaran en su beneficio y entonces la CÍA no pudiera entrar en sus mensajes.

– Pero ¿y qué si llegó a decodificar algo que hubiera pasado antes por el Standard 12? Todo el mundo trata de leer contenidos codificados… -se preguntó Anderson.

No había nada ilegal en todo esto, siempre que el documento codificado no estuviera clasificado o fuera robado. De hecho, muchos productores de software animan a la gente a que trate de leer documentos codificados con sus programas y ofrecen recompensas a quien sea capaz de hacerlo.

– No -dijo el alcaide-, lo que afirman es que él se metió en el ordenador del DdD, descubrió algo sobre la manera en la que funciona el Standard 12 y escribió un programa que decodifica los documentos. Y que permite leerlos en pocos segundos.

– Eso es imposible -replicó Anderson riendo-. No puede hacerse.

– Y eso es lo que yo les dije -comentó Gillette-. Pero no quisieron creerme.

Y aun así, a medida que Anderson estudiaba los ojos vivaces hundidos tras las pestañas oscuras de aquel hombre, y sus dedos que se movían con impaciencia frente a él, se preguntó si de verdad había podido escribir un programa mágico como ése. El propio Anderson no podría, y tampoco sabía de nadie que fuera capaz de algo así. Pero, en cualquier caso, la razón por la que el policía se encontraba allí, con el sombrero en la mano, era que Gillette era un mago: un wizard, de usar el término que utilizan los hackers para describir a aquellos que han alcanzado los niveles más altos posibles dentro del Mundo de la Máquina.

Alguien llamó a la puerta y el guardia dejó entrar a otros dos hombres. El primero, de unos cuarenta años, tenía un rostro enjuto y el cabello rubio peinado para atrás con fijador. También llevaba unas patillas al estilo de hace unas décadas. Vestía un traje gris barato. La roída camisa le quedaba varias tallas grande y le caía por fuera del pantalón. Echó un vistazo a Gillette sin un asomo de interés.

– Señor -dijo dirigiéndose al alcaide con voz ronca-, soy el detective Frank Bishop, del Departamento de Homicidios de la Policía Estatal.

Saludó a Anderson con laconismo y quedó en silencio. El otro hombre, más joven y más pesado, dio la mano tanto al alcaide como a Anderson. Tenía el rostro lleno de marcas de acné infantil o de varicela.

– Detective Bob Shelton.

Anderson no sabía nada de Shelton pero había oído algunas cosas sobre Bishop y tenía sentimientos encontrados con relación a su participación en el caso. Se suponía que Bishop era a su manera un wizard, habida cuenta de su experiencia en atrapar asesinos y violadores en barrios tan duros como el de la dársena de Oakland, Haight-Ashbury o el infame Tenderloin en San Francisco. Los de Crímenes Informáticos no tenían competencias -ni habilidades- para llevar un caso de homicidio como éste sin contar con alguien de la Sección de Crímenes Violentos pero, tras algunas conversaciones telefónicas con Bishop, Anderson seguía teniendo dudas.

El de homicidios parecía distraído y apático y, peor aún, no sabía nada de ordenadores.

Anderson también había oído que Bishop ni siquiera deseaba trabajar con los de Crímenes Informáticos. Que había tratado de usar sus contactos para ocuparse del caso MARINKILL, llamado así por el FBI debido al lugar del crimen: tres atracadores de bancos habían asesinado a dos transeúntes y a un policía en la sucursal del Bank of America del Condado de Marín para, acto seguido, huir hacia el este, lo que significaba que muy bien podían haber girado hacia el sur y encontrarse ahora sobre el dominio actual de Bishop, el área de San José.

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