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Jeffery Deaver: La estancia azul

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Jeffery Deaver La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Will prosiguió:

– Sandy me ha llamado cuando me iba a casa para pedirme que viniera a darte un recado. Ha tratado de llamarte al teléfono móvil pero no había línea. Se le ha hecho tarde y se pregunta si podríais encontraros en ese garito cerca de su oficina, ¿Ciro's?, adonde fuisteis el mes pasado. En Mountain View. Ha hecho una reserva para las ocho.

– No tendrías que haberte molestado. Ella podría haber llamado al camarero.

– Ella quería que te diera las fotos que tomé en la boda. Así, las dos podéis echarles un vistazo durante la cena y decirme si queréis copias de alguna.

Will vio a un amigo al otro lado del bar y saludó -por mucha extensión que tenga, Silicon Valley es un sitio muy pequeño. Le dijo a Lara:

– Cheryl y yo íbamos a llevar las fotos este fin de semana a la casa de Sandy en Santa Bárbara…

– Sí, vamos a ir allí el viernes.

Will se quedó quieto un instante y sonrió como si quisiera compartir un gran secreto. Sacó la cartera y la abrió para mostrar una foto en la que se le veía en compañía de su esposa y un bebé muy pequeño y rubicundo.

– La semana pasada -comentó con orgullo-. Rudy.

– Oh, es adorable -susurró Lara. Pensó por un momento en que Hank había comentado en la boda de Mary que no estaba seguro de querer tener niños.

Bueno, nunca se sabe…

– A partir de ahora vamos a pasar mucho tiempo en casa.

– ¿Qué tal está Cheryl?

– Bien. El niño está bien. No hay nada como eso… Pero ser padre le cambia a uno la vida por completo.

– Estoy segura de que es así.

Lara volvió a mirar el reloj. Las siete y media. A esta hora de la noche había una carrera de media hora hasta Ciro's.

– Será mejor que me vaya.

Entonces saltó una alarma dentro de ella y recordó la furgoneta y a su conductor.

Las greñas rasta.

La mancha oxidada en la puerta abollada.

Will pidió la cuenta y pagó.

– No tienes por qué pagar -dijo ella-. Ya me encargo yo.

Él se rió.

– Ya lo has hecho.

– ¿Qué?

– Los fondos de inversión de los que me hablaste en la boda. Aquellos que acababas de comprar.

Lara recordó haber alardeado sin reparos sobre unas acciones de biotecnología que el año pasado habían subido un sesenta por ciento.

– Cuando regresé de Nantucket, compré una burrada de ellos… Así que… Muchas gracias -ladeó la cerveza hacia ella. Luego se levantó-. ¿Estás lista?

– Siempre lo estoy -Lara miraba la puerta con desasosiego mientras se encaminaban hacia ella.

Se dijo que todo eso era una paranoia. Por un momento pensó que debía buscarse un trabajo serio, como toda esa gente del bar. Que no debía estar tan metida en el mundo de la violencia.

Eso, todo era una paranoia…

Pero, aunque así fuera, ¿por qué había acelerado el joven de las trenzas rastafaris cuando ella se había introducido en el aparcamiento y lo había mirado?

Will salió y abrió su paraguas, colocándolo de tal forma que los cubriera a los dos.

Lara recordó otra regla para la protección urbana: «Nunca seas demasiado orgullosa ni demasiado vergonzosa a la hora de solicitar ayuda».

Y, no obstante, cuando Lara estaba a punto de pedirle que la acompañara hasta su coche tras haber recogido las fotos, pensó que si el chaval de la furgoneta fuera de verdad una amenaza, ¿no sería egoísta por su parte pedirle a él que se pusiera en peligro? Al fin y al cabo estaba casado y acababa de ser padre, tenía gente que dependía de él. Parecía injusto hacerle…

– ¿Algo va mal? -preguntó Will.

– No, de verdad.

– ¿Estas segura? -insistió él.

– Bueno, creo que alguien me ha seguido hasta el restaurante. Un muchacho.

Will miró a su alrededor.

– ¿Lo ves por algún lado?

– Ahora no.

Él preguntó:

– Tienes una página web, ¿no? Para ayudar a las mujeres a protegerse solas.

– Sí, así es.

– ¿Crees que él la conoce? Quizá te esté acosando.

– Podría ser. Te sorprendería la cantidad de correo lleno de odio que me llega.

Él sacó el teléfono móvil.

– ¿Quieres llamar a la policía?

Ella lo sopesó.

Nunca seas demasiado orgullosa ni demasiado vergonzosa a la hora de solicitar ayuda.

– No, no. Sólo que… ¿te importaría acompañarme hasta mi coche cuando me hayas dado las fotos?

Will sonrió.

– Claro que no. No es que sepa kárate, pero a la hora de pedir auxilio puedo gritar como el que más.

Ella rió.

– Gracias.

Caminaron por la acera del restaurante y ella comprobó los coches. Como en cualquier otro aparcamiento de Silicon Valley, había docenas de automóviles Saab, BMW y Lexus. No obstante, no se veían furgonetas. No había chavales. No había manchas de sangre.

Will señaló el lugar donde había aparcado, en el espacio de atrás. Dijo:

– ¿Lo has visto?

– No.

Fueron por el callejón hasta su coche, un Jaguar inmaculado.

Dios, ¿es que en Silicon Valley tenían que estar forrados todos salvo ella?

El sacó las llaves del bolsillo. Caminaron hasta el maletero.

– Sólo saqué dos rollos en la boda. Pero algunas fotos son muy buenas -abrió el maletero, se detuvo y miró alrededor. Ella hizo lo mismo. Estaba completamente desierto. Ahí no había ningún coche aparte del suyo.

Will la miró.

– Seguro que andabas pensando en las greñas.

– ¿Greñas?

– Sí -dijo él-. Las greñas de rastafari.

Su voz era distinta, más grave, abstraída. Él aún sonreía pero ahora su rostro era distinto. Parecía hambriento.

– ¿Qué es lo que quieres decir? -apuntó Lara con calma, aunque el miedo se había apoderado de ella. Se fijó en que una cadena bloqueaba el acceso al aparcamiento. Y supo que él la había amarrado después de haber aparcado su coche: de esta manera, nadie más podía aparcar ahí.

– Era una peluca.

«Dios mío, Dios mío», pensó Lara Gibson, que no había rezado en veinte años.

Él la miró a los ojos, rastreando su miedo.

– Hace ya rato que aparqué el Jaguar aquí. Después, robé la furgoneta y te seguí desde tu casa. Con la ropa de camuflaje y la peluca puesta. Ya sabes, para que estuvieras nerviosa y paranoica y quisieras tenerme cerca… Conozco tus reglas, todo eso de la protección urbana. Nunca vayas a un aparcamiento vacío con un hombre. Un hombre casado es más seguro que un hombre soltero. ¿Y qué opinas de mi retrato de familia? -hizo un gesto señalando su billetera-: Bajé una foto de la revista Padres y la retoqué un poquito.

– ¿Tú no eres…? -susurró ella desesperada.

– ¿El primo de Sandy? Ni siquiera lo conozco. Escogí a Will Randolph porque es alguien a quien tú conoces de refilón y que se me parece algo, o esa impresión me dio, al menos. Y ya puedes sacar esa mano del bolso.

Él sostenía un tubo de spray antiagresores.

– Lo tomé mientras salíamos.

– Pero… -ahora gimoteaba con desesperación, con los hombros caídos-. ¿Quién eres? Ni siquiera me conoces…

– Eso no es cierto, Lara -susurró él, que estudiaba su angustia de la misma manera que un maestro tiránico de ajedrez examina el rostro de su vencido oponente-. Lo sé todo sobre ti. Todo, todo, todo.

Capítulo 00000010 / Dos

«Despacio, despacio…»

«No los estropees, no los rompas.»

Uno por uno, los diminutos tornillos salían de la carcasa negra de la pequeña radio y caían en los dedos largos y extremadamente musculosos del joven. En una ocasión estuvo a punto de desbastar la cabeza de uno de esos minúsculos tornillos y tuvo que parar, arrellanarse en la silla y observar por el ventanuco el cielo nublado sobre el condado de Santa Clara, hasta que se hubo relajado. Eran las ocho de la mañana y ya llevaba dos horas con esa faena tan trabajosa.

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