Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Anderson volvió a revisar todo y se topó con algo que le hizo reír. Se encontró con una copia de un artículo que Wyatt Gillette había escrito hace años para la revista On-Line. Era un artículo muy conocido y Anderson recordó haberlo leído cuando fue publicado pero sin prestar ninguna atención al nombre de su autor. Su título era «La vida en la Estancia Azul». Su tesis afirmaba que los ordenadores eran el primer invento tecnológico de la historia que afectaba a todas y cada una de las facetas de la vida humana, desde la psicología hasta el entretenimiento pasando por la inteligencia, las comodidades materiales o el mal, y que por eso tanto humanos como máquinas sufrirían un crecimiento a la par. Es algo que implica muchos beneficios y también muchos peligros. La expresión «Estancia Azul», que reemplazaba a la de «ciberespacio», apuntaba al mundo de los ordenadores, al que también se conocía como el «Mundo de la Máquina». En la frase acuñada por Gillette, «azul» aludía a la electricidad que alimenta los ordenadores, y «estancia» a que nos hallamos en un lugar real aunque, a un tiempo, intangible.

Andy Anderson encontró algunas fotocopias de su juicio más reciente. Vio montones de cartas que habían sido enviadas al juez, suplicando su indulgencia a la hora de dictar sentencia. El padre de Gillette, un ingeniero americano que trabajaba en Arabia Saudí, había enviado al juez numerosas y sentidas peticiones de reducción de condena por correo electrónico. La madre del hacker había fallecido (un infarto inesperado cuando se hallaba en la cincuentena) pero parecía que el joven mantenía una buena relación con su padre. Asimismo, el hermano del hacker, Rick, un funcionario de Montana, había salido en ayuda de su familiar enviando muchos faxes al juzgado en los que también solicitaba indulgencia (Rick Gillette llegaba a sugerir, de forma bastante enternecedora, que su hermano menor podría irse a vivir con él y su mujer «en un enclave montañoso prístino y escarpado», como si el aire puro y el trabajo físico pudieran alejar al hacker de las conductas criminales).

Anderson se conmovió al leer esto, pero también se sintió sorprendido: la mayoría de los hackers que Anderson había perseguido provenían de familias muy desestructuradas.

Cerró el archivo y se lo pasó a Bishop, quien lo hojeó sin interés, visiblemente aturullado por las referencias técnicas a diversas máquinas. El detective murmuró: «¿La Estancia Azul?». Un minuto después tiraba la toalla y entregaba el archivo a Anderson.

– ¿A qué hora lo sacamos?

– Todo el papeleo está ya en el juzgado, esperando -replicó Anderson-. En cuanto un magistrado federal lo firme, Gillette es nuestro.

– No digan que no les he avisado -afirmó el alcaide. Hizo un gesto señalando el ordenador de fabricación casera-: Si desean soltarlo, adelante. Sólo tienen que pensar que tienen ante sí a un yonqui que lleva dos semanas sin pincharse.

– Creo que será mejor que llamemos a la Central -dijo Shelton-. No nos vendrían mal unos cuantos federales en este caso. Y habría más gente para echarle un ojo al recluso.

Pero Anderson negó con la cabeza:

– Si lo hacemos, el DdD se enterará de todo y les dará un patatús cuando oigan que hemos soltado al hacker que entró en su Standard 12. Gillette estará de vuelta en media hora. Mejor será que lo mantengamos en silencio. La orden de excarcelación la pondremos a nombre de Juan Nadie.

Anderson miró a Bishop, y lo pilló ojeando de nuevo su callado teléfono móvil.

– ¿Qué piensas, Frank?

El delgado detective pronunció por fin unas cuantas frases completas:

– Señor, en mi opinión, creo que deberíamos sacarlo, y cuanto antes mejor. Ese asesino anda suelto y seguro que no está de charla. No como nosotros.

Capítulo 00000100 / Cuatro

Wyatt Gillette llevaba ya media hora atroz sentado en esa celda fría y medieval y negándose a especular en verdad si sucedería: si lo soltarían. No quería permitirse el menor soplo de esperanza: lo primero que muere en una cárcel son las ilusiones.

Luego, se abrió la puerta de la celda con un ruido casi imperceptible, y entraron los policías.

Anderson miró a Gillette, quien se fijó en que el hombre lucía el punto marrón en el lóbulo de la oreja de un agujero de pendiente que hubiera cerrado tiempo atrás.

– Un magistrado ha firmado la orden de excarcelación temporal.

Gillette suspiró tranquilo. Cayó en la cuenta de que tenía los dientes apretados y los hombros tensos y hechos un nudo debido a la espera. Comenzó a relajarse.

– Tienes dos opciones: o bien te dejamos las esposas puestas durante todo el rato, o bien te colocamos una tobillera de detección y localización electrónica.

Gillette se lo pensó:

– La tobillera.

– Es un modelo nuevo -dijo Anderson-. De titanio. Sólo pueden ponértela y quitártela con una llave especial. Nadie ha sido capaz de despojarse de ella.

– Bueno, hubo un tipo que lo hizo -añadió Bob Shelton-, pero después de haberse arrancado el pie. Y sólo pudo avanzar kilómetro y medio antes de desangrarse por completo.

A Gillette ese policía corpulento le hacía tanta gracia como odio parecía sentir el agente contra él.

– Te localiza en un radio de noventa kilómetros y emite a través del metal -prosiguió Anderson.

– Ha quedado claro -le contestó Gillette. Y al alcaide-: Necesito traer unas cuantas cosas de mi celda.

– ¿Qué cosas? -se rió aquel hombre-. No te vas por tanto tiempo, Gillette. No es necesario que hagas las maletas.

– Necesito llevar algunos libros y cuadernos -comentó Gillette a Anderson-. Y muchos recortes. De Wired y 2600 .

El policía de la UCC, que estaba suscrito a ambas publicaciones, dijo:

– Sí, pueden ser de utilidad -y al alcaide-: No hay problema.

Cerca sonó un aullido electrónico muy estridente. Gillette se sobresaltó al oírlo. Le llevó un minuto reconocer lo que era ese sonido que nunca había oído en San Ho. Frank Bishop contestó la llamada de su móvil.

El policía flacucho se llevó el teléfono a la oreja y escuchó durante un rato mientras se acariciaba las patillas. «Sí, señor… Capitán… ¿Y?» Hubo una larga pausa durante la cual las comisuras de sus labios se endurecieron. «¿Nada que pueda hacer?… Bien, señor.»

Colgó.

Anderson levantó una ceja en su dirección. El detective de homicidios dijo:

– Era el capitán Bernstein. La emisora ha difundido nuevas noticias sobre el caso MARINKILL. Han divisado a los sospechosos cerca de Walnut Creek. Es de suponer que vienen hacia aquí -lanzó una mirada a Gillette tan vaga como si oteara una mancha sobre el banco y se dirigió a Anderson-: Creo que debo decírselo: solicité que me sacaran de este caso y me pusieran a trabajar en ése. Se han negado. El capitán Bernstein piensa que aquí puedo ser de más ayuda.

– Gracias por indicármelo -respondió Anderson. No obstante, a Gillette no le dio la impresión de que el policía de la UCC estuviera especialmente agradecido por la ratificación de que el detective no se sintiera del todo involucrado en el caso. Miró a Shelton.

– ¿Usted también aspiraba a unirse al MARINKILL?

– No. Reclamé estar en éste. A esa muchacha la asesinaron en mi patio, como quien dice. Quiero asegurarme de que no volverá a ocurrir una cosa así.

Anderson miró su reloj. Gillette advirtió que eran las 9.15.

– Deberíamos volver a la UCC.

El alcaide llamó al musculoso guardia y le dio instrucciones. El hombre condujo a Gillette de vuelta a su celda.

Cinco minutos después había seleccionado todo lo que necesitaba, usado el baño y se había puesto una chaqueta encima. Caminó delante del guardia hasta la zona central de San Ho.

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