Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Estas salas tenían techos elevados, bajo los que corrían cables gigantes llamados boas, por su parecido con las serpientes (y porque en ocasiones se desenroscaban violentamente y herían a los técnicos). Docenas de conductos de aire acondicionado recorrían la sala en diagonal: el aire acondicionado era necesario para evitar que aquellos ordenadores gigantes se recalentaran y se quemaran.

La Unidad de Crímenes Computarizados estaba ubicada a las afueras de West San Carlos, en un distrito comercial de renta baja de San José, cerca de Santa Clara. Para llegar hasta allá uno debía pasar frente a un montón de concesionarios de coches («¡Cómodos plazos! ¡Se Haba Espanol [2]!») y sobre otro montón de vías de tren. El desatendido edificio de una sola planta necesitaba una mano de pintura y algunas reparaciones, y se diferenciaba mucho de, por poner algún ejemplo, las oficinas centrales de Apple Computer, que quedaban a kilómetro y medio de distancia y estaban enmarcadas en un edificio futurista y prístino decorado con un retrato de más de doce metros de alto de su cofundador, Steve Wozniak. La única escultura que se podía encontrar en la UCC era una máquina de Pepsi rota y oxidada, tirada cerca de la puerta principal.

Dentro del amplio edificio había docenas de pasillos oscuros y recintos de oficinas vacías. La policía sólo usaba una pequeña parte del espacio disponible: la zona central, donde habían acomodado una docena de cubículos modulares. Tenían ocho estaciones de trabajo de Sun Microsystem, algunos IBM y Apple y una docena de portátiles. Había cables por todas partes, pegados al suelo con cinta adhesiva o colgando por encima de las cabezas como las plantas trepadoras de la selva.

– Ahora te alquilan estos viejos depósitos de procesamiento de datos por dos duros -le explicó Anderson a Gillette. Se rió-: Por fin reconocen que la UCC es una parte legítima de la policía estatal y lo hacen dándonos cuevas que llevan veinte años sin ser utilizadas.

– Mire, un conmutador de fuga -Gillette señalaba un conmutador rojo de la pared. Una señal polvorienta indicaba «Usar sólo en caso de emergencia»-. Nunca había visto uno.

– ¿Qué es eso? -preguntó Bob Shelton.

Anderson se lo explicó: los viejos depósitos podían alcanzar unas temperaturas tan altas que, si el aire acondicionado se paraba, los ordenadores se sobrecalentaban y prendían en cuestión de segundos. Y los gases que soltaban esos ordenadores, con tanta resina y plástico y goma como tenían en sus componentes, te mataban antes de que las llamas pudieran alcanzarte. Esa era la razón por la que todos los corrales de dinosaurios estuvieran equipados con conmutadores de fuga, cuyo nombre lo habían tomado prestado del conmutador de cierre de los reactores nucleares. Si se originaba un fuego, uno apretaba el conmutador de fuga que apagaba el ordenador, llamaba a los bomberos y echaba gas halón sobre la máquina para acabar con las llamas.

Andy Anderson presentó a Gillette, a Bishop y a Shelton al equipo de la UCC. La primera fue Linda Sánchez, una achaparrada latina de mediana edad que vestía un traje color café claro. Era la oficial encargada de DBB: detención, búsqueda y bitácora. Se encargaba de asegurar el ordenador del chico malo, comprobando que no tuviera explosivos escondidos; igualmente copiaba los ficheros y anotaba todo lo referente a hardware y software para convertirlo en pruebas judiciales. Además era experta a la hora de «excavar» en el disco duro: buscaba pruebas escondidas o destruidas (de hecho, también se conoce a los agentes de búsqueda y bitácora como los arqueólogos informáticos).

– ¿Alguna novedad, Linda?

– Aún no, jefe. Esa hija mía es la muchacha más perezosa del mundo.

– Linda está a punto de convertirse en abuela -le comentó Anderson a Gillette.

– Lleva un retraso de casi tres semanas. Nos está volviendo locos a todos.

– Y éste es mi segundo de a bordo, el sargento Stephen Miller.

Miller era mayor que Anderson, andaba cercano a los cincuenta. Gillette vio que tenía el cabello cano, espeso y pensó que lo llevaba un poco largo para lo que se estila en los policías. De hombros caídos como un oso, tenía el cuerpo en forma de pera. Parecía tranquilo. Gillette también estimó que, dada su edad, habría pertenecido a la segunda generación de programadores informáticos: aquellos hombres y mujeres que innovaron el mundo de los ordenadores a principios de la década de los setenta.

El tercero era Tony Mott, un tipo risueño de treinta años con el pelo largo y liso y unas gafas de sol Oakley que se suspendían de su cuello por medio de un cordón verde fosforito. Tenía el cubículo lleno de fotos en las que aparecía haciendo bici de montaña y practicando el snowboarding en compañía de una belleza asiática. Había un casco sobre su mesa y unas botas de esquí en un rincón. Era un representante de la última generación de hackers: tipos atléticos y amantes del riesgo, ya se tratara de lidiar con el software desde un teclado o de competiciones de skateboard extremo. Gillette también cayó en la cuenta de que Mott era el que llevaba la pistola más grande de todo el departamento: una automática plateada y reluciente.

La Unidad de Crímenes Computarizados contaba también con una recepcionista, pero la mujer estaba enferma. La UCC se encontraba en un nivel del escalafón muy bajo dentro de la jerarquía de la policía del Estado (sus colegas de los otros departamentos los llamaban los «polis geeks») y los de la Central no se mataban por enviarles reemplazos temporales. Por esa razón, los miembros de la unidad se veían forzados a anotar mensajes telefónicos, repartirse el correo y ocuparse de los archivos durante unos días. Todo esto, como es comprensible, no le hacía mucha ilusión a ninguno de ellos.

Los ojos de Gillette toparon con unas pizarras blancas que supuestamente se usaban para ir tomando notas de las distintas pruebas. En una de ellas habían pegado una foto. No llegaba a ver con claridad qué representaba y se acercó. Acto seguido se quedó boquiabierto y paró en seco, afectado. En la foto aparecía una joven vestida con una falda roja y naranja aunque con el torso desnudo, pálida y llena de sangre, que yacía sobre una parcela de césped. Gillette se sobrecogió.

Había jugado a un montón de juegos ( Mortal Combat , Doom o Tomb Raider ) pero, por muy macabros que resultaran, no eran nada comparados con la violencia terrible y congelada que se había llevado a cabo contra aquella víctima real.

Anderson consultó el reloj de pared, que no era digital, como hubiera resultado apropiado en un centro informático, sino un modelo analógico viejo y polvoriento con una manecilla grande y otra pequeña. Eran las diez en punto de la mañana.

– Contamos con dos aproximaciones compatibles para este caso -dijo el policía-. Los detectives Shelton y Bishop se encargarán de la investigación rutinaria del homicidio. La UCC manipulará las pruebas informáticas, con la ayuda de Wyatt -echó una ojeada al fax que había sobre la mesa y añadió-: También esperamos a una consultora de Seattle, una experta en Internet y sistemas on-line. Llegará de un momento a otro.

– ¿Es policía? -preguntó Shelton.

– No, civil -contestó Anderson-. Pero la hemos investigado. Y también hemos comprobado todas sus credenciales.

– Acudimos a la gente de empresas de seguridad de continuo -añadió Miller-. La tecnología cambia tan deprisa que no podemos estar al día con todos los nuevos desarrollos; los malos siempre nos sacan una cabeza. Así que procuramos usar consejeros técnicos externos siempre que podemos.

– Y suelen estar siempre ahí, haciendo cola -agregó Tony Mott-. Queda muy aparente eso de escribir en el curriculum que uno ha cazado a un hacker.

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