– No; me gustan poco las ratas, de todos modos. Lo que a mí me gusta es masticar goma.
– ¡Ya lo creo! ¡Ojalá tuviera!
– ¿De veras? Yo tengo un poco. Te dejaré masticar un rato, pero tienes que devolvérmela.
Así se convino, masticaron por turnos, balanceando las piernas desde el banco de puro gozosos.
– ¿Has visto alguna vez el circo? -dijo Tom.
– Sí, y mi papá me va a llevar otra vez si soy buena.
Yo lo he visto tres o cuatro veces…, una barbaridad de veces. La iglesia no vale nada comparada con el circo: en el circo siempre está pasando algo. Yo voy a ser clown cuando sea grande.
– ¿De verdad? ¡Qué bien! Me gustan tanto, todos llenos de pintura.
Y ganan montones de dinero…, casi un dólar por día; me lo ha dicho Ben Rogers. Di, Becky, ¿has estado alguna vez comprometida?
– ¿Qué es eso?
– Pues comprometida para casarse.
– No.
– ¿Te gustaría?
– Me parece que sí. No sé. ¿Qué viene a ser?
– ¿A ser? Pues es una cosa que no es como las demás. No tienes más que decir a un chico que no vas a querer a nadie más que a él, nunca, nunca; y entonces os besáis y ya está.
– ¿Besar? ¿Para qué besarse?
– Pues, ¿sabes?, es para… Bueno, siempre hacen eso.
– ¿Todos?
– Todos, cuando son novios. ¿Te acuerdas de lo que escribí en la pizarra?
– …Sí.
– ¿Qué era?
– No lo quiero decir.
– ¿No quieres decirlo?
– Sí…, sí, pero otra vez.
– No, ahora.
– No, no…, mañana.
– Ahora, anda, Becky. Yo te lo diré al oído, muy callandito.
Becky vaciló, y Tom, tomando el silencio por asentimiento, la cogió por el talle y murmuró levemente la frase, con la boca pegada al oído de la niña. Y después añadió:
Ahora me lo dices tú al oído…, lo mismo que yo.
Ella se resistió un momento, y después dijo:
– Vuelve la cara para que no veas, y entonces lo haré. Pero no tienes que decírselo a nadie. ¿Se lo dirás, Tom? ¿De veras que no?
– No, de veras que no. Anda, Becky…
Él volvió la cara. Ella se inclinó tímidamente, hasta que su aliento agitó los rizos del muchacho, y murmuró: «Te amo».
Después huyó corriendo por entre bancos y pupitres, perseguida por Tom, y se refugió al fin en un rincón tapándose la cara con el delantalito blanco. Tom la cogió por el cuello.
– Ahora, Becky -le dijo, suplicante-, ya está todo hecho…, ya está todo menos lo del beso. No tengas miedo de eso…, no tiene nada de particular. Hazme el favor, Becky
Y la tiraba de las manos y del delantal.
Poco a poco fue ella cediendo y dejó caer las manos; la cara, toda encendida por la lucha, quedó al descubierto, y se sometió a la demanda. Tom besó los rojos labios y dijo:
Ya está todo acabado. Y ahora, después de esto, ya sabes: no tienes que ser nunca novia de nadie sino mía, y no tienes que casarte nunca con nadie más que conmigo. ¿Quieres?
– Sí; nunca seré novia de nadie ni me casaré más que contigo, y tú no te casarás tampoco más que conmigo.
– Por supuesto. Eso es parte de la cosa. Y siempre, cuando vengas a la escuela o al irte a casa, tengo yo que acompañarte cuando nadie nos vea; y yo te escojo a ti y tú me escoges a mí en todas las fiestas, porque así hay que hacer cuando se es novia.
– ¡Qué bien! No lo había oído nunca.
– Es la mar de divertido. Si supieras lo que Amy Lawrence y yo…
En los grandes ojos que le miraban vio Tom la torpeza cometida, y se detuvo, confuso.
– ¡Tom! ¡Yo no soy la primera que ha sido tu novia!
La muchachita empezó a llorar.
– No llores, Becky -dijo Tom-. Ella ya no me importa nada.
– Sí, sí te importa, Tom… Tú sabes que sí.
Tom trató de echarle un brazo en torno del cuello, pero ella lo rechazó y volvió la cara a la pared y siguió llorando. Hizo él otro intento, con persuasivas palabras, y ella volvió a rechazarlo. Entonces se le alborotó el orgullo, y dio media vuelta y salió de la escuela. Se quedó un rato por allí, agitado y nervioso, mirando de cuando en cuando a la puerta, con la esperanza de que Becky se arrepentiría y vendría a buscarlo. Pero no hubo tal cosa. Entonces comenzó a afligirse y a pensar que la culpa era suya. Mantuvo una recia lucha consigo mismo para decidirse a hacer nuevos avances, pero al fin reunió ánimos para la empresa y entró en la escuela.
Becky seguía aún en el rincón, vuelta de espaldas, sollozando, con la cara pegada a la pared. Tom sintió remordimientos. Fue hacia ella y se detuvo un momento sin saber qué hacer. Después dijo, vacilante:
– Becky, no me gusta nadie sino tú.
No hubo más respuestas que los sollozos.
– Becky -prosiguió implorante-, ¿no quieres responderme?
Más sollozos.
Tom sacó su más preciado tesoro, un boliche de latón procedente de un morillo de chimenea, y lo pasó en torno de la niña para que pudiera verlo.
– Becky-dijo-, hazme el favor de tomarlo.
Ella lo tiró contra el suelo. Entonces Tom salió de la escuela y echó a andar hacia las colinas, muy lejos, para no volver más a la escuela por aquel día. Becky empezó a barruntarlo. Corrió hacia la puerta: no se le veía por ninguna parte. Fue al patio de recreo: no estaba allí. Entonces gritó:
– ¡Tom! ¡Tom! ¡Vuelve!
Escuchó anhelosamente, pero no hubo respuesta. No tenía otra compañía que la soledad y el silencio. Se sentó, pues, a llorar de nuevo y a reprocharse por su conducta, y ya para entonces los escolares empezaban a llegar, y tuvo que ocultar su pena y apaciguar su corazón y que echarse a cuestas la cruz de toda una larga tarde de tedio y desolación, sin nadie, entre los extraños que la rodeaban, en quien confiar sus pesares.
Tom se escabulló de aquí para allá por entre las callejas hasta apartarse del camino de los que regresaban a la escuela, después siguió caminando lenta y desmayadamente. Cruzó dos o tres veces un regato, por ser creencia entre los chicos que cruzar agua desorientaba a los perseguidores. Media hora después desapareció tras la mansión de Douglas, en la cumbre del monte, y ya apenas se divisaba la escuela en el valle, que iba dejando atrás. Se metió por un denso bosque, dirigiéndose fuera de toda senda, hacia el centro de la espesura, y se sentó sobre el musgo, bajo un roble de ancho ramaje. No se movía la menor brisa; el intenso calor del mediodía había acallado hasta los cantos de los pájaros; la Naturaleza toda yacía en un sopor no turbado por ruido alguno, a no ser, de cuando en cuando, por el lejano martilleo de un picamaderos, y aun esto parecía hacer más profundo el silencio y la obsesionante sensación de soledad. Tom era todo melancolía y su estado de ánimo estaba a tono con la escena. Permaneció sentado largo rato meditando, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Le parecía que la vida era no más que una carga, y casi envidiaba a Jimmy Hodges, que hacía poco se había librado de ella. Qué apacible debía de ser, pensó, yacer y dormir y sonar por siempre jamás, con el viento murmurando por entre los árboles y meciendo las flores y las hierbas de la tumba, y no tener ya nunca molestias ni dolores que sufrir. Si al menos tuviera una historia limpia, hubiera podido desear que llegase el fin y acabar con todo de una vez. Y en cuanto a Becky, ¿qué había hecho él? Nada. Había obrado con la mejor intención del mundo y le habían tratado como a un perro. Algún día lo sentiría ella…; quizá cuando ya fuera demasiado tarde. ¡Ah, si pudiera morirse por unos días!
Pero el elástico corazón juvenil no puede estar mucho tiempo deprimido. Tom empezó insensiblemente a dejarse llevar de nuevo por las preocupaciones de esta vida. ¿Qué pasaría si de pronto volviese la espalda a todo y desapareciera misteriosamente? ¿Si se fuera muy lejos, muy lejos, a países desconocidos, más allá de los mares, y no volviese nunca? ¿Qué impresión sentiría ella? La idea de ser clown le vino a las mientes; pero sólo, para rechazarla con disgusto, pues la frivolidad y las gracias y los calzones pintarrajeados eran una ofensa cuando pretendían profanar un espíritu exaltado a la vaga, augusta región de lo novelesco. No; sería soldado, para volver al cabo de muchos años como un inválido glorioso. No, mejor aún: se iría con los indios, y cazaría búfalos, y seguiría la «senda de guerra» en las sierras o en las vastas praderas del lejano Oeste, y después de mucho tiempo volvería hecho un gran jefe erizado de plumas, pintado de espantable modo, y se plantaría de un salto, lanzando un escalofriante grito de guerra, en la escuela dominical, una soñolienta mañana de domingo, y haría morir de envidia a sus compañeros. Pero no, aún había algo más grandioso. ¡Sería pirata! ¡Eso sería! Ya estaba trazado su porvenir, deslumbrante y esplendoroso. ¡Cómo llenaría su nombre el mundo y haría estremecerse a la gente! ¡Qué gloria la de hendir los mares procelosos con un rápido velero, el Genio de la Tempestad, con la terrible bandera flameando en el tope! Y en el cenit de su fama aparecería de pronto en el pueblo, y entraría arrogante en la iglesia, tostado y curtido por la intemperie, con su justillo y calzas de negro terciopelo, sus grandes botas de campaña, su tahalí escarlata, el cinto erizado de pistolones de arzón, el machete, tinto en sangre, al costado, el ancho sombrero con ondulantes plumas, y desplegada la bandera negra ostentando la calavera y los huesos cruzados, y oiría con orgulloso deleite los cuchicheos: «¡Ése es Tom Sawyer el Pirata! ¡El tenebroso Vengador de la América española!»
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