– ¡Cristo! ¿Cómo es esto, Joe? -dijo.
– Es un mal negocio -contestó Joe sin inmutarse-. ¿Para qué lo has hecho?
– ¿Yo? ¡No he hecho tal cosa!
– ¿Cómo? ¿Ahora sales con ésas?
Potter tembló y se puso pálido.
Yo creía que se me había pasado la borrachera. No debía haber bebido esta noche. Pero la tengo todavía en la cabeza…, peor que antes de venir aquí. No sé por dónde me ando; no me acuerdo casi de nada. Dime, Joe… palabra honrada, ¿lo hé hecho yo? Nunca tuve tal intención; te lo juro por la salvación de mi alma, Joe: no fue tal mi intención. Dime cómo ha sido. ¡Da espanto!… ¡Y él, tan joven, y que prometía tanto!
– Pues los dos andabais a golpes, y él te arreó uno con el tablón, y caíste despatarrado; y entonces vas y te levantas, dando tumbos y traspiés, y coges el cuchillo y se lo clavas, en el momento justo en que él te daba otro tablonazo más fuerte; y ahí te has estado, mismamente como muerto, desde entonces.
– ¡Ay! ¡No sabía lo que me hacía! ¡Que me muera aquí mismo si me di cuenta! Fue todo cosa del whisky y del acaloramiento, me figuro. Nunca usé un arma en mi vida. He reñido, pero siempre sin armas. Todos pueden decirlo. Joe…, ¡Cállate, no digas nada! Dime que no has de decir nada. Siempre fui parcial por ti, Joe, y estuve de tu parte, ¿no te acuerdas? ¿No dirás nada? Y el mísero cayó de rodillas ante el desalmado asesino, suplicante, con las manos cruzadas.
– No; siempre te has portado derechamente conmigo, y no he de ir contra ti. Ya está dicho; no se me puede pedir más.
Joe, eres un ángel. Te he de bendecir por esto mientras viva -dijo Potter, rompiendo a llorar.
– Vamos, basta ya de gimoteos. No hay tiempo para andar en lloros. Tú te largas por ese camino y yo me voy por ese otro. Andando, pues, y no dejes señal detrás de ti por donde vayas.
Potter arrancó con un trote que pronto se convirtió en carrera. El mestizo le siguió con la vista, y murmuró entre dientes:
– Si está tan atolondrado con el golpe y tan atiborrado de la bebida como parece, no ha de acordarse de la navaja hasta que esté ya tan lejos de aquí que tenga miedo de volver a buscarla solo y en un sitio como éste…; ¡gallina!
Unos minutos después el cuerpo del hombre asesinado, el cadáver envuelto en la manta, el féretro sin tapa y la sepultura abierta sólo tenían por testigo la luna. La quietud y el silencio reinaban de nuevo.
Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.
– ¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! -murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento-. Ya no podré aguantar mucho.
El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior. Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo:
– Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará esto?
– Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca.
– ¿De veras?
– Lo sé de cierto, Tom.
Tom meditó un rato, y prosiguió:
– ¿Y quién va a decirlo? ¿Nosotros?
– ¿Qué estás diciendo, Tom? Suponte que algo ocurre y que no ahorcasen a Joe el Indio: pues nos mataría, tarde o temprano; tan seguro como que estamos aquí.
– Eso mismo estaba yo pensando, Huck.
– Si alguien ha de contarlo, deja que sea Muff Potter, porque es lo bastante tonto para ello. Y, además, siempre está borracho.
Tom no contestó, siguió meditando. Al cabo, murmuró:
– Huck: Muff Potter no lo sabe. ¿Cómo va a decirlo?
– ¿Por qué no va a saberlo?
– Porque recibió el golpazo cuando Joe el Indio lo hizo. ¿Crees tú que podía ver algo? ¿Se te figura que tiene idea de nada?
– Tienes razón. No había yo caído.
– Y, además, fíjate: puede ser que el trompazo haya acabado con él.
– No; eso no, Tom. Estaba lleno de bebida; bien lo vi yo, y además lo está siempre. Pues mira: cuando papá está lleno, puede ir uno y sacudirle en la cabeza con la torre de una iglesia, y se queda tan fresco. Él mismo lo dice. Pues lo mismo le pasa a Muff Potter, por supuesto. Pero si se tratase de uno que no estuviese bebido, puede ser que aquel estacazo lo hubiera dejado en el sitio. ¡Quién sabe!
Después de otro reflexivo silencio, dijo Tom:
– Huck, ¿estás seguro de que no has de hablar?
– No tenemos más remedio. Bien lo sabes. A ese maldito indio le importaría lo mismo ahogarnos que a un par de gatos, si llegásemos a soltar la lengua y a él no lo ahorcasen. Mira, Tom, tenemos que jurarlo. Eso es lo que hay que hacer: jurar que no hemos de decir palabra.
– Lo mismo digo, Huck. Eso es lo mejor. Dame la mano y jura que…
– ¡No, hombre, no! Eso no vale para una cosa como ésta. Eso está bien para cosas de poco más o menos; sobre todo, para con chicas, porque, de todos modos, se vuelven contra uno y charlan en cuanto se ven en apuros; pero esto tiene que ser por escrito. Y con sangre.
Nada podía ser más del gusto de Tom. Era misterioso, y sombrío, y trágico; la hora, las circunstancias y el lugar donde se hallaban, eran los más apropiados. Cogió una tablilla de pino que estaba en el suelo, en un sitio donde alumbraba la luna, sacó un tejo del bolsillo y garrapateó con gran trabajo las siguientes líneas, apretando la lengua entre los dientes a inflando los carrillos en cada lento trazo hacia abajo, y dejando escapar presión en los ascendentes:
Huck Fin y
Tom Sawyer juran
que no han de decir
nada de esto y que
si dicen algo caigan
allí mismo muertos
y f enezcan.
No menos pasmado quedó Huckleberry de la facilidad con que Tom escribía que de la fluidez y grandiosidad de su estilo. Sacó en seguida un alfiler de la solapa y se disponía a pincharse un dedo, pero Tom le detuvo.
– ¡Quieto! -le dijo-. No hagas eso. Los alfileres son de cobre y pueden tener cardenillo.
– ¿Qué es eso?
– Veneno. Eso es lo que es. No tienes más que tragar un poco… y ya verás.
Tom quitó el hilo de una de sus agujas, y cada uno de ellos se picó la yema del pulgar y se la estrujó hasta sacar sendas gotas de sangre.
Con el tiempo, y después de muchos estrujamientos, Tom consiguió firmar con sus iniciales, usando la propia yema del dedo como pluma. Después enseñó a Huck la manera de hacer una H y una F, y el juramento quedó completo. Enterraron la tablilla junto al muro, con ciertas lúgubres ceremonias y conjuros, y el candado que se habían echado en las lenguas se consideró bien cerrado y la llave tirada a lo lejos.
Una sombra se escurrió furtiva a través de una brecha en el otro extremo del ruinoso edificio, pero los muchachos no se percataron de ello.
– Tom -cuchicheó Huckleberry-, ¿con esto ya no hay peligro de que hablemos nunca jamás?
– Por supuesto que no. Ocurra lo que ocurra, tenemos que callar. Nos caeríamos muertos…; ¿no lo sabes?
– Me figuro que sí.
Continuaron cuchicheando un rato. De pronto un perro lanzó un largo y lúgubre aullido al lado de la misma casa, a dos varas de ellos. Los chicos se abrazaron impetuosamente muertos de espanto.
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