Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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Sí, era cosa resuelta; su destino estaba fijado. Se escaparía de casa para lanzarse a la aventura. Se iría a la siguiente mañana. Debía empezar, pues, por reunir sus riquezas. Avanzó hasta un tronco caído que estaba allí cerca y empezó a escarbar debajo de uno de sus extremos con el cuchillo «Barlow». Pronto tocó en madera que sonaba a hueco; colocó sobre ella la mano y lanzó solemnemente este conjuro:

– Lo que no está aquí, que venga. Lo que esté aquí, que se quede.

Después separó la tierra, y se vio una ripia de pino; la arrancó, y apareció debajo una pequeña y bien construida cavidad para guardar tesoros, con el fondo y los costados también de ripias. Había allí una canica. ¡Tom se quedó atónito! Se rascó perplejo la cabeza y exclamó:

– ¡Nunca vi cosa más rara!

Después arrojó lejos de sí la bola, con gran enojo, y se quedó meditando. El hecho era que había fallado allí una superstición que él y sus amigos habían tenido siempre por infalible. Si uno enterraba una canica con ciertos indispensables conjuros y la dejaba dos semanas, y después abría el escondite con la fórmula mágica que él acababa de usar, se encontraba con que todas las canicas que había perdido en su vida se habían juntado allí, por muy esparcidas y separadas que hubieran estado. Pero esto acababa de fracasar, allí y en aquel instante, de modo incontrovertible y contundente. Todo el edificio de la fe de Tom quedó cuarteado hasta los cimientos. Habia oído muchas veces que la cosa había sucedido, pero nunca que hubiera fallado. No se le ocurrió que él mismo había hecho ya la prueba muchas veces, pero sin que pudiera encontrar el escondite después. Rumió un rato el asunto, y decidió al fin que alguna bruja se había entrometido y roto el sortilegio. Para satisfacerse sobre este punto buscó por allí cerca hasta encontrar un montoncito de arena con una depresión en forma de chimenea en el medio. Se echó al suelo, y acercando la boca al agujero dijo:

¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!

¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!

La arena empezó a removerse y a poco una diminuta chinche negra apareció un instante y en seguida se ocultó asustada.

– ¡No se atreve a decirlo! De modo que ha sido una bruja la que lo ha hecho. Ya lo decía yo.

Sabía muy bien la futilidad de contender con brujas; así es que desistió, desengañado. Pero se le ocurrió que no era cosa de perder la canica que acababa de tirar, a hizo una paciente rebusca. Pero no pudo encontrarla. Volvió entonces al escondite de tesoros, y colocándose exactamente en la misma postura en que estaba cuando la arrojó sacó otra del bolsillo y la tiró en la misma dirección, diciendo:

– Hermana, busca a tu hermana.

Observó dónde se detenía, y fue al sitio y miró. Pero debió de haber caído más cerca o más lejos, y repitió otras dos veces el experimento. La última dio resultado: las dos bolitas estaban a menos de un pie de distancia una de otra.

En aquel momento el sonido de un trompetilla de hojalata se oyó débilmente bajo las bóvedas de verdura de la selva. Tom se despojó de la chaqueta y los calzones, convirtió un tirante en cinto, apartó unos matorrales de detrás del tronco caído, dejando ver un arco y una flecha toscamente hechos, una espada de palo y una trompeta también de hojalata, y en un instante cogió todas aquellas cosas y echó a correr, desnudo de piernas, con los faldones de la camisa revoloteando. A poco se detuvo bajo un olmo corpulento, respondió con un toque de corneta, y después empezó a andar de aquí para allá, de puntillas y con recelosa mirada, diciendo en voz baja a una imaginaria compañía:

– ¡Alto, valientes míos! Seguid ocultos hasta que yo toque.

En aquel momento apareció Joe Harper, tan parcamente vestido y tan formidablemente armado como Tom. Éste gritó:

– ¡Alto! ¿Quién osa penetrar en la selva de Therwood sin mi salvoconducto?

– ¡Guy de Guisborne no necesita salvoconducto de nadie! ¿Quién sois que, que…?

– ¿… que osáis hablarme así? -dijo Tom apuntando, pues ambos hablaban de memoria, «por el libro».

– ¡Soy yo! Robin Hood, como vais a saber al punto, a costa de vuestro menguado pellejo.

– ¿Sois, pues, el famoso bandolero? Que me place disputar con vos los pasos de mi selva. ¡Defendeos!

Sacaron las espadas de palo, echaron por tierra el resto de la impedimenta, cayeron en guardia, un pie delante del otro, y empezaron un grave y metódico combate, golpe por golpe. Al cabo, exclamó Tom:

– Si sabéis manejar la espada, ¡apresuraos!

Los dos «se apresuraron», jadeantes y sudorosos. A poco gritó Tom:

– ¿Por qué no te caes?

– ¡No me da la gana! ¿Por qué no te caes tú? Tú eres el que va peor.

– Pero eso no tiene nada que ver. Yo no puedo caer. Así no está en el libro. El libro dice: «Entonces, con una estocada traicionera mató al pobre Guy de Guisborne.» Tienes que volverte y dejar que te pegue en la espalda.

No era posible discutir tales autoridades, y Joe se volvió, recibió el golpe y cayó por tierra.

– Ahora-dijo, levantándose-, tienes que dejarme que te mate a ti. Si no, no vale.

– Pues no puede ser: no está en el libro.

– Bueno, pues es una cochina trampa, eso es.

– Pues mira -dijo Tom-, tú puedes ser el lego Tuk, o Much, el hijo del molinero, y romperme una pata con una estaca; o yo seré el sheriff de Nottingham y tú serás un rato Robin Hood, y me matas.

La propuesta era aceptable, y así esas aventuras fueron representadas. Después Tom volvió a ser Robin Hood de nuevo, y por obra de la traidora monja que le destapó la herida se desangró hasta la última gota. Y al fin Joe, representando a toda una tribu de bandoleros llorosos, se lo llevó arrastrando, y puso el arco en sus manos exangües, y Tom dijo: «Donde esta flecha caiga, que entierren al pobre Robin Hood bajo el verde bosque.» Después soltó la flecha y cayó de espaldas, y hubiera muerto, pero cayó sobre unas ortigas, y se irguió de un salto, con harta agilidad para un difunto.

Los chicos se vistieron, ocultaron sus avíos bélicos y se echaron a andar, lamentándose de que ya no hubiera bandoleros y preguntándose qué es lo que nos había dado la moderna civilización para compensarnos. Convenían los dos en que más hubieran querido ser un año bandidos en la selva de Sherwood que presidentes de los Estados Unidos por toda la vida.

CAPÍTULO IX

Aquella noche, a las nueve y media, como de costumbre, Tom y Sid fueron enviados a la cama. Dijeron sus oraciones, y Sid se durmió en seguida. Tom permaneció despierto, en intranquila espera. Cuando ya creía que era el amanecer, oyó al reloj dar las diez. Era para desesperarse. Los nervios le incitaban a dar vueltas y removerse, pero temía despertar a Sid. Por eso permanecía inmóvil, mirando a la oscuridad. Todo yacía en una fúnebre quietud. Poco a poco fueron destacándose del silencio ruidos apenas perceptibles. El tictac del reloj empezó a hacerse audible; las añosas vigas, crujir misteriosamente; en las escaleras también se oían vagos chasquidos. Sin duda los espíritus andaban de ronda. Un ronquido discreto y acompasado salia del cuarto de tía Polly. Y entonces el monótono cri-cri de un grillo, que nadie podría decir de dónde venía, empezó a oírse. Después se oyó, en la quietud de la noche, el aullido lejano y lastimoso de un can; y otro aullido lúgubre, aún más lejano, le contestó. Tom sentía angustias de muerte. Al fin pensó que el tiempo había cesado de correr y que había empezado la eternidad; comenzó, a su pesar, a adormilarse; el reloj dio las once, pero no lo oyó. Y entonces, vagamente, llegó hasta él, mezclado con sus sueños, aún informes, un tristísimo maullido. Una ventana que se abrió en la vecindad, le turbó. Un grito de ¡Maldito gato! ¡Vete!, y el estallido de una botella vacía contra la pared trasera del cobertizo de la leña acabó de despabilarle, y en un solo minuto estabavestido, salía por laventana y gateaba en cuatro pies por el tejado, que estaba al mismo nivel. Maulló dos o tres veces, con gran comedimiento; después saltó al tejado de la leñera, y desde allí, al suelo. Huckleberry le esperaba, con el gato muerto. Los chicos se pusieron en marcha y se perdieron en la oscuridad. Al cabo de media hora estaban vadeando por entre la alta hierba del cementerio.

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