Desde la desaparición silenciosa de Vitelli y de los policías, Nerón se había quedado cerca de la puerta apoyado contra el marco y clavaba su ojo izquierdo, estirado por un dedo, sobre Valence. Valence se daba cuenta de que Nerón lo veía mirar a Laura. Sabía que Nerón era capaz de leer todos sus pensamientos en su rostro y en aquel momento era incapaz de conservar su rostro inexpresivo. Le daba igual.
Nerón sonreía, Nerón revivía después de casi haber pegado fuego a Roma. Se preguntaba cuál de ellos iba a ser el primero en romper aquel silencio que duraba desde que el gran obispo se había ido. Él mismo no tenía ganas de romperlo. Era tan agradable y tan incómodo aquel silencio tonto, era la primera vez que se callaban todos desde hacía trece días. Él volvía nítida la imagen de Richard Valence estirando su ojo izquierdo y aquello le gustaba. Cuando soltaba su ojo, Valence se volvía borroso y, cuando tiraba, Valence se volvía preciso con la mirada azul y las mechas negras cayendo sobre su frente y la respiración agitada. Nerón no había tratado mucho a Valence pero era evidente que, desde hacía varios días, no estaba en su estado normal y le gustaba asistir a aquello. Mucho incluso. El espectáculo de los grandes amores siempre ha fascinado a los príncipes, se dijo Nerón.
Se separó blandamente de la puerta y fue a escoger una botella de alcohol fuerte.
– Estoy seguro de que todo el mundo preferiría estar borracho -dijo al fin.
Dio la vuelta a la habitación sin darse prisa y tendió a cada uno su vaso. Al llegar cerca de Laura, se puso en cuclillas y le puso una copa en la mano.
– ¿Y todo esto por qué? -le dijo-. Por poca cosa. Porque monseñor es el padre de Gabriella.
Laura lo miró con un poco de miedo.
– ¿Y cómo sabes eso, Nerón?
– Salta a la vista. Lo he sabido siempre.
Valence se sorprendió de tal modo que tuvo que buscar sus palabras. Miró a Claudio, que estaba petrificado, y a Gabriella, que tenía aspecto de no oír nada.
– Pero si ya lo sabías, Dios santo -le dijo a Nerón-, ¿porqué no lo has comprendido todo desde el principio?
– Pues porque no pienso -dijo Nerón levantándose.
– Y ¿qué haces ahora?
– Gobierno.
Los miró sonriendo.
– ¿A qué esperamos para estar borrachos? -añadió.
Valence se apoyó pesadamente en la ventana. Lentamente, echó la cabeza hacia atrás. No podía seguir mirando al techo. Tenía que pensar, no tenía que hacer otra cosa que pensar. Claro, Nerón tenía razón, tanta razón. Y él no se había dado ni cuenta. Gabriella era la hija de Lorenzo Vitelli, la hija del obispo. Era exactamente lo único que había que saber. Después todo era tan fácil. Henri Valhubert que descubre la existencia de Gabriella, la hija bastarda que le esconden desde hace dieciocho años. A partir de ahí, está acabado. Está acabado porque quiere saber. Es algo que uno no puede evitar. Quiere saber y todo se pone en marcha. Va a ver a su amigo Lorenzo en quien confía plenamente para hablarle acerca de Gabriella. Quizás se haya inquietado por la reacción del obispo, quizás percibió de repente el parecido vago que une a padre e hija, o quizás dedujo esta paternidad de todo lo que sabe de Laura y de Lorenzo. ¿Qué importa? Ocurre que de repente Henri Valhubert sabe. Cuando tiene lugar el nacimiento, Vitelli ya está en las órdenes. Bajo su amenaza, Laura se calla. Padre desconocido. Su matrimonio con Valhubert la condena aún más al silencio. Y después Lorenzo se encariña con su hija. Es idiota pero es así. No existe riesgo, sólo se parecen si uno lo piensa. Él sabía bien de dónde sacaba Laura su dinero y eso era otra manera de asegurarse para siempre su silencio.
Henri Valhubert irrumpió en esta vida secreta que discurría suavemente desde hacía veinticuatro años. El obispo tenía que matar a aquel imbécil que iba a malograr su puesto de cardenal y toda su carrera, que iba a malograr todo el porvenir de Gabriella. Lo envenena sin titubear durante la fiesta decadente. El asunto del Miguel Ángel era una excusa espléndida. Investiga sin cejar para resolverlo y el resultado va más allá de sus esperanzas: Tiberio desvalija la Vaticana, Tiberio es perfecto para cargar con el asesinato en su lugar.
Pero no puede precipitarse. Ante todo no precipitarse. ¿Qué podría pensar de él Ruggieri si fuese a entregar a Tiberio, al joven Tiberio al que quiere tanto? El poli podría desconfiar, podría intentar comprender qué es lo que lo empuja a él, un hombre de Iglesia, a entregar a Tiberio con tanto celo. Lo que debe hacer es conducir suavemente a los polis para que descubran ellos mismos la culpabilidad de Tiberio, conservando mientras tanto su papel de protector. El único problema es Maria. Maria no es tan tonta. Lo frecuenta desde hace tantos años. No cree en su abnegación. Y peor aún, sospecha de él en relación con el asesinato. Ha comprendido desde hace mucho tiempo la historia de Gabriella, o quizás haya sorprendido la conversación entre Valhubert y el obispo en su despacho. Probablemente le propuso a Vitelli comprar su silencio con el suyo: ella no diría nada sobre Gabriella si él no decía nada sobre Tiberio. El obispo acepta y después la mata. Y el cerco se cierra sobre Tiberio. Es perfecto. Pero tras el arresto, Laura vacila y posee suficientes elementos para comprenderlo todo. Quiere mucho a este maldito emperador y él nota que está debilitándose, cediendo terreno día a día. Laura va a plantarle cara a él, al obispo. Tiene que eliminar a Laura. Una amenaza del Doríforo, después el asesinato y todo parecerá normal. Matar a Laura. Ha debido costarle trabajo tomar la decisión. Mucho trabajo.
– ¿Cómo has hecho, Nerón? -preguntó Valence en voz baja sin perder de vista el techo-. ¿Cómo has hecho para averiguar lo del obispo y Gabriella?
Nerón hizo una mueca.
– Bueno, cómo lo diría, veo cosas en lo infravisible -dijo.
– ¿Cómo has hecho Nerón? -repitió Valence.
Nerón cerró los ojos y cruzó los dedos sobre su vientre.
– Cuando Nerón hace eso -comentó Claudio-, es que no tiene intención de hablar.
– Justo, amigo mío -dijo Nerón-. Cuando Nerón hace eso podéis iros todos a tomar por culo.
– Soy yo la que se lo dije ayer -dijo Gabriella.
Se había levantado y miraba muy lejos.
– Tú no lo sabías -murmuró Laura.
– Había momentos en los que sí lo sabía.
– Si sabías eso -dijo lentamente Valence-, sabías también quién había matado a Henri y a Maria.
– No. Sólo por momentos -dijo Gabriella.
– ¿Por qué sólo se lo dijiste a Nerón?
– Me gusta Nerón.
– Ahí lo tiene -dijo Nerón sin abrir los ojos-. Infinitos enredos sentimentales sobre los que se tejen y zozobran los destinos de los príncipes…
– Cállate, Nerón -dijo Claudio.
Nerón pensó que Claudio estaba mejor. Era una buena noticia. Valence pasó una mano sobre sus ojos y dejó la ventana.
– El alcohol está ahí -le dijo Nerón extendiendo el brazo.
– Tiberio ha guardado en una caja fuerte seis de las once piezas robadas -dijo Valence-. Probablemente podremos recuperar las que faltan si pagamos su precio.
– Pero incluso si las once piezas son restituidas a la Vaticana -dijo Claudio-, Tiberio no quedará liberado de culpa. Será juzgado y condenado de todas formas.
– Pero tenemos a Édouard Valhubert -dijo Laura-. Cerrará el caso.
– ¿Piensas en un chantaje o algo así? -preguntó Claudio.
– Por supuesto, querido.
– Es una idea estupenda -dijo Claudio.
Valence atravesó la habitación. Quería ver a Tiberio.
– Dale un beso de mi parte -dijo Laura.
Salió suavemente sin dar un portazo.
Era de noche y hacía calor. Valence caminaba lentamente y el suelo parecía titubear. Nerón le había hecho beber mucho. Había llenado su vaso sin cesar. Era agradable esta ciudad confusa que giraba un poco en torno a él, no demasiado, sólo lo necesario. En los cristales oscuros, Valence se veía caminar y se encontraba alto y sobre todo guapo. Si el obispo hubiese matado a Laura ayer por la noche, él, Richard Valence, seguiría siendo un tipo grande con ojos claros. ¿Pero para qué sirven los ojos claros, si nadie los mira?
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