Pues eso era exactamente lo que él no iba a hacer. Había descubierto la verdad, la daría a conocer y nadie conseguiría disuadirlo. Tenía muchas ganas, en realidad, de que esta verdad se supiese y haría todo lo posible para que fuese así.
Apoyó las dos manos sobre la mesa y se enderezó lentamente con las rodillas entumecidas. Dobló su informe y lo deslizó dentro de su chaqueta.
Recorrió el pasillo del hotel con los puños apretados en los bolsillos. No vio a Tiberio hasta el último segundo, hasta el momento en que el joven le cortó el acceso al ascensor.
– No se puede pasar.
Valence retrocedió. Tiberio parecía exhausto y sobreexcitado. Llevaba barba de dos días y no parecía haberse cambiado de ropa desde la última vez que lo vio en su propia casa. Su pantalón negro estaba cubierto del polvo del verano de Roma y uno hubiese podido creer que se había visto envuelto en alguna peripecia penosa, sin dormir y sin comer. En realidad, tenía un aspecto bastante amenazador. Valence veía su cuerpo tenso, impidiéndole el paso. Tanto su resolución como el polvo sobre su ropa lo dotaban de una especie de elegancia novelesca que Valence apreció. Pero Tiberio no le impresionaba.
– Quítate de mi camino, Tiberio -dijo con calma.
Tiberio se puso rígido para contrarrestar el movimiento de Valence. Apoyó las manos en la estructura metálica de la cabina, bloqueando a lo ancho toda la puerta del ascensor, y flexionó las piernas. Piernas sólidas, polvorientas pero sólidas.
– ¿Qué buscas, joven emperador?, ¿qué quieres de mí?
– Quiero que hable conmigo de inmediato -dijo Tiberio, enfatizando cada palabra-. Hace cuatro días que algo grave toma cuerpo en su espíritu granítico y en su jodida habitación cerrada. No pasará sin haberme dicho antes de qué se trata.
– ¿Me das órdenes? ¿A mí?
– Si le ocurre algo a Laura, estaré ahí para impedirlo. Más vale que lo sepa.
– No me hagas reír. ¿Qué te hace pensar que pueda estar implicada?
– Porque sé que usted desea ardientemente que le ocurra algo. Y yo, yo deseo ardientemente que no le ocurra nada.
– ¿Sabes que la señora Valhubert es suficientemente mayor para arreglárselas sin ti?
– Soy yo el que no tiene la intención de arreglárselas sin ella.
– Ya veo. ¿Qué te hace creer que va a ocurrirle algo? Laura Valhubert estaba en Francia cuando mataron a su marido, ¿no?
– Dos mil kilómetros de coartada no van a asustarle si tiene metida en la cabeza la idea de hundirla. Y sé que quiere hundirla.
– Parece que sabes muchas cosas, Tiberio. ¿Quién te informa de todo eso?
– Mis ojos. Lo he visto sobre su frente, en sus labios, en sus ojos cuando ha hablado de ella. Quiere destrozarla porque sí.
– Déjame pasar, Tiberio.
– No.
– Déjame pasar.
– No.
Tiberio era fuerte y más joven que él, pero Valence era consciente de que, de todas formas, podría con él si se decidía a golpearlo. Titubeó. Tiberio sostenía su mirada, estaba preparado. Valence no tenía demasiadas ganas de hacerle daño, si podía encontrar algún otro medio. No hubiese extraído ningún placer aplastándole la cara. Y puesto que, después de todo, estaba decidido a divulgar sus resultados en contra de las órdenes del ministro, podía perfectamente hablar con Tiberio de inmediato. Porque tarde o temprano, antes del día de mañana, Tiberio descubriría la verdad. Por eso quizás fuese mejor que la supiese por él, rápida y directamente.
– Ven -dijo Valence-, vamos fuera. Bajemos por la escalera. Estoy harto de esta habitación.
Tiberio soltó la estructura metálica del ascensor. Descendieron la escalera el uno al lado del otro con bastante rapidez. Valence tiró la llave sobre el mostrador y Tiberio lo siguió hasta la calle.
– Y entonces, joven Tiberio, ¿qué es lo que te interesa?
– Sus pensamientos.
– Nada que hacer. No los tendrás. Tendrás simplemente los hechos.
– Empecemos por ahí.
– Tienes suerte de que consienta en responderte. Jamás se me ha ocurrido responder a quien me preguntaba. No sé por qué hago una excepción contigo.
– Porque soy emperador -dijo Tiberio sonriendo.
– No cabe duda. Los hechos no son muy numerosos, pero son suficientes para que lo comprendamos todo, si no disolvemos los lazos que los unen a fuerza de complicaciones y comparsas inútiles. Hace seis días, Henri Valhubert llegó bruscamente a Roma. Aquella misma noche fue asesinado delante del palacio Farnesio, en el momento en que trataba de encontrar a su hijo. Y, en el lugar, se hallaban Claudio, tú mismo y Nerón, al igual que Gabriella Delorme, que no había comunicado su presencia a nadie. Durante algún tiempo la policía ha indagado la pista del Miguel Ángel, encargando incluso a Lorenzo Vitelli que le sirviese de contacto en el seno del Vaticano. El descubrimiento de la filiación de Gabriella ha cambiado las cosas y modificaría el móvil del asesinato, si existiese una prueba de que Gabriella era el objeto del viaje de Valhubert. He pasado cuatro días investigando y telefoneando a París y he obtenido la seguridad formal de que, en efecto, tal era el caso. En estos últimos tiempos, Henri Valhubert se inquietaba por los viajes tan frecuentes de su mujer a Roma, que ya carecían de justificación desde que los señores Delorme se habían mudado bastante lejos de la capital. Debió de temer la existencia de un amante y contrató a un detective para que siguiese los pasos de su esposa, procedimiento sórdido pero eficaz, bastante en la línea de lo que sabemos del personaje. Este detective, Marc Martelet, vigilaba a Laura Valhubert en sus estancias en Roma, durante los últimos cuatro meses. No me preguntes de dónde he sacado esta información, no hay nada más simple. La secretaria de Valhubert había anotado las citas entre su jefe y Martelet. No tuve más que llamar a Martelet, a quien el asesinato de Henri Valhubert liberaba del secreto profesional. Martelet le había confiado ya algunas fotos de Gabriella y tres informes: de ellos podía extraerse que la señora Valhubert tenía una hija en Roma, que venía a verla desde hacía dieciocho años y que le aseguraba un nivel de vida muy correcto. ¿De dónde procedía el dinero? Martelet ignoraba todavía la respuesta. Pero, mientras tanto, tuvo lugar recientemente un hecho bastante curioso: una noche, Laura Valhubert se reunió con un grupo de hombres en una calle cercana al hotel Garibaldi. Caminaron juntos un minuto o dos y se separaron en silencio al final de la calle. Ella volvió sola al hotel sin que ninguno de los hombres la acompañase. Martelet siguió a uno de estos hombres, el que parecía la cabeza del grupo, y consiguió identificarlo. La policía romana lo conoce bajo el curioso nombre de «Doríforo». Por las patatas, parece. Las doríforas se comen las hojas de las patatas. Bueno, no está muy claro.
– Me la sudan las patatas. Y entonces, ¿qué pasa con el Doríforo?
– Dirige una banda de maleantes en Roma. Es difícil cogerlo con las manos en la masa. La policía espera a que dé un gran golpe para asegurarse así de que le caerá una condena larga. Y mientras tanto nos encontramos con que Laura Valhubert, esposa de un rico editor parisino, tiene tratos con el Doríforo. ¿No dices nada, Tiberio?
– Continúe -dijo Tiberio en un susurro-. Cuénteme todo lo que tenga en la manga, después haremos una selección.
– Tiene tratos con el Doríforo y con su hampa barriobajera. Martelet sugería en su informe, como una hipótesis por verificar, que Laura pagaba con ello la manutención de Gabriella. Su posición social privilegiada, la notoriedad de su cuñado Édouard, sus idas y venidas regulares entre Roma y París, la designan como una ayudante de excepción para colocar mercancías comprometedoras. La banda roba en Roma y Laura Valhubert transfiere una parte del botín a los traficantes parisinos a cambio de un buen porcentaje. Esto explicaría que la policía se empeñe vanamente en buscar las puertas de salida del Doríforo y explicaría igualmente que Laura Valhubert se niegue a tomar el avión. El tren ofrece facilidades para el anonimato de las maletas. ¿Comprendes, Tiberio? Ella tiene que conseguir de una manera o de otra el dinero que desde hace veinticuatro años proporciona a Gabriella, puesto que Henri Valhubert no le ha dejado jamás la más mínima independencia material. Imposible sustraer ni siquiera unos céntimos del presupuesto conyugal sin que Henri Valhubert lo consigne en un registro. Por otro lado, los señores Delorme no tienen un duro. El dinero debía proceder entonces de otro sitio. Añade a esto que de niño el Doríforo, cuyo nombre verdadero es Vento Rietti, vivía a varias calles de la casa de los Delorme. Su asociación debió de comenzar con el nacimiento de Gabriella, primero de forma ocasional, hasta sistematizarse verdaderamente. Todos esos detalles quedan por demostrar, por supuesto, pero dispongo ya de elementos suficientes para una inculpación. ¿No es muy alegre, verdad?
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