– Nerón, amigo mío, no interesas al señor.
– Ah, eres tú, Tiberio. Entra, Tiberio. Quizás el señor no se interese por la estatuaria antigua. Tiberio, permíteme que te presente…
– Es inútil -cortó Valence-. Él y yo ya nos conocemos.
– ¿Con toda seguridad se conocieron en el transcurso de una orgía? -preguntó Nerón dejándose caer sobre un sillón.
Tiberio miró a Richard Valence sonriendo un poco, de pie, pegado a la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba siempre vestido de negro y era un espectáculo curioso verlo al lado de su amigo Nerón.
– Sí -dijo lentamente Valence encendiendo un cigarrillo-. El emperador Tiberio me sigue desde mi llegada. Muy cortésmente por otro lado y sin ocultarse. Ni siquiera he hecho todavía el esfuerzo de preguntarle la razón.
– Sin embargo es simple -suspiró Nerón-. Usted le gusta, no veo otra cosa. Le quiere, ¿verdad, Tiberio?
– Aún no lo sé -dijo Tiberio sonriendo todavía.
– ¿Qué le decía? -retomó Nerón-. En el fondo, el amor no se confiesa nunca, todo el mundo lo sabe. Y Tiberio, que es un chico muy delicado…
Claudio golpeó violentamente la mesa. Todos se volvieron al mismo tiempo para mirarlo.
– ¿Habéis terminado ya con vuestras gilipolleces? -aulló-. Y usted, señor enviado especial, supongo que no está aquí para analizar los fantasmas de Nerón. Entonces, puesto que tiene que ser odioso, ¡séalo de inmediato y terminemos, Dios bendito! ¿Qué guarda en la manga, en su cabeza?, ¿mierda? ¡Muy bien! ¡Venga, demonios, sáquela!
Tiberio miró a su amigo. Claudio estaba blanco y tenía la frente húmeda, y no se había tomado en absoluto el tiempo de considerar a su interlocutor. Éste, sin embargo, no estaba tratándolo con impaciencia e insultos. Valence se había quedado de pie también, apoyando sus dos manos en una mesa detrás de él. Tiberio lo veía más de cerca de lo que había podido hacerlo durante su vigilancia. Era grande y denso y su rostro estaba tallado a la medida de su cuerpo. Tiberio veía esto y veía también que Claudio no veía nada en absoluto. Tiberio veía que Valence tenía ojos raros, de un azul extraño y de una suntuosa nitidez, y que se servía de ellos para hacer que los otros se doblegasen ante él. Veía que Claudio, en su exasperación histérica, iba a enfrentarse de pleno a Valence y estaba claro que no tendría talla suficiente para encajar el golpe. Se metió inmediatamente entre ambos y propuso a Valence que se sentase dándole ejemplo. Era el tipo de hombre que más valía tener sentado que de pie.
– ¿Por qué ha venido? -preguntó calmadamente Tiberio.
Valence había percibido la maniobra de protección de Tiberio y le estaba más o menos agradecido.
– Los tres -dijo Valence- habéis simplemente omitido informar a la policía sobre la existencia de Gabriella Delorme.
– Y ¿por qué había que hacer tal cosa? -jadeó Claudio-. ¿Qué relación tiene eso con papá?, ¿alguna cosa más? ¿Tenemos que confesar toda nuestra vida privada? ¿Desea también conocer el color de mi pijama?, ¿eh?
– Gracias a Dios no usa pijama, no se preocupe -intervino blandamente Nerón.
– Es cierto -reconoció Claudio.
Y esta constatación saludable lo tranquilizó un poco.
– Dentro de poco tiempo -retomó Valence- probaré que tu padre no se había desplazado hasta Roma a causa del Miguel Ángel. Había descubierto la existencia de Gabriella y vino aquí para comprender y ver lo que se le ocultaba desde hacía dieciocho años. Los tres sois cómplices de Laura Valhubert y os las habéis arreglado para mentirle incesantemente.
– No mentíamos -dijo Claudio-, sino que no decíamos nada. Es completamente diferente. Después de todo, Gabriella no era su hija.
– Ése es también el argumento de monseñor Vitelli -dijo Valence.
– El querido monseñor… -susurró Nerón.
– ¿Qué pinta él con Gabriella? -preguntó Valence.
– Pinta afecto -dijo Tiberio secamente.
– Venga, señor Valence -dijo Nerón levantándose y dando graciosamente la vuelta a la habitación-, es el momento de intervenir antes de que tenga pensamientos banales. Porque está a punto de tener pensamientos banales. El querido monseñor es guapo. La querida Gabriella es hermosa. El querido monseñor quiere a Gabriella. El querido monseñor no se tira a Gabriella.
Tiberio dirigió los ojos al cielo. Cuando se ponía así era muy difícil detener a Nerón.
– El querido monseñor -continuó Nerón- se ocupa de Gabriella desde hace mucho tiempo, según lo que he oído. El querido monseñor va a visitarla el viernes, a veces el martes, ambos comen mucho pescado pero no follan. Aparte del pescado, pasamos unas veladas encantadoras y el querido monseñor nos enseña un gran batiburrillo de cultura lujosa que no sirve absolutamente para nada y que es muy agradable. Cuando se va, miramos cómo baja la escalera desvencijada con su hábito negro con botones violeta, tiramos el pescado, sacamos la carne y preparamos nuestra arenga principesca del día siguiente para el pueblo romano. ¿Y todo eso qué tiene que ver con Henri Valhubert y la cicuta?
– Gracias a la muerte de Henri Valhubert -dijo Valence-, Laura y Claudio heredan la mayor parte de su fortuna, Gabriella sale de la sombra, Claudio sale de la sombra, todo el mundo sale de la sombra.
– Ingenioso y original -dijo Nerón con una expresión asqueada.
– El asesinato es raramente original, señor Larmier.
– Puede llamarme Nerón. Me gusta a veces la simplicidad, en algunas de sus formas.
– Henri Valhubert estaba a punto de confirmar la existencia de Gabriella. El escándalo era inminente, el divorcio con Laura, seguro, la pérdida de la fortuna, asegurada. ¿Gabriella tiene un amante?
– Déjame contestar a mí, Nerón, por favor -intervino vivamente Tiberio-. Sí, tiene un amante. Se llama Giovanni, es un chico de Turín con bastantes cualidades, y que no le gusta demasiado a monseñor.
– ¿Qué le reprocha?
– Una animalidad un poco excesiva, creo -dijo Tiberio.
– Tampoco parece gustaros mucho a vosotros.
– El querido monseñor -cortó Nerón- no es muy entendido en las cosas del amor brutal y precipitado. En cuanto a Tiberio, su nobleza natural lo aleja justamente de los instintos groseros.
– Trata de calmarte un poco, Nerón -dijo Tiberio entre dientes.
Claudio no decía nada. Estaba despatarrado en una silla. Valence miró cómo se sujetaba la cabeza entre las manos. Y Tiberio vigilaba la mirada de Valence.
– No intente interrogar a Claudio -le dijo ofreciéndole un cigarrillo-. Desde que ha asesinado a su padre para proteger a Laura y a Gabriella y para apropiarse de su fortuna, el emperador Claudio está un poco agitado. Es su primer asesinato, hay que disculparlo.
– Exageras, Tiberio.
– Le tomo la delantera.
– Claudio no es el único en cuestión. Gabriella, puesto que vive en la clandestinidad resulta todavía más favorecida por la muerte de Valhubert. Su amante Giovanni podría también haber actuado por ella. Y está finalmente Laura Valhubert.
– Laura estaba en Francia -gritó Claudio enderezándose.
– Es lo que me han dicho, en efecto -dijo Valence dejándolos.
Era de noche cuando Valence salió de casa de los tres jóvenes y tuvo que encender la luz de la escalera. Se aplicaba en descender pesadamente los escalones, uno a uno. Nerón estaba loco de atar, era peligroso. Claudio reventaba de inquietud y estaba dispuesto a cualquier cosa por defender a Laura Valhubert. En cuanto a Tiberio, él se hacía cargo de todo ello, conservaba su sangre fría e intentaba dominar a sus dos amigos. Era evidente que los tres emperadores sabían algo, pero Tiberio no soltaría nada jamás. Y resultaría difícil aproximarse a los otros dos, mientras estuviesen bien sujetos por su compañero. Estaba claro que Tiberio, con su rostro grave y sus impulsos imprevisibles, poseía una capacidad de persuasión que no había que menospreciar. Nerón aceptaba su encanto y a Claudio lo tenía fascinado. Era verdad que los tres juntos constituían un obstáculo fascinante, de apariencia ligera y fantasiosa pero con una cohesión mineral real. Sin embargo tendrían dificultades con él porque no se dejaba impresionar por todo aquello. Valence se detuvo sobre un escalón para reflexionar. Nunca había llegado a estar impresionado, o casi nunca. Era natural, las cosas resbalaban sobre él. Pero esos tres emperadores conseguían desconcertarlo a pesar de todo. Había tal connivencia entre ellos, un afecto tan definitivo, que podían permitírselo todo. Iba a resultar muy difícil arrancarles a Laura Valhubert. Un tremendo asalto cuya idea le agradaba. Él solo con la espalda bien arqueada contra ellos tres, que se querían tanto.
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