– ¿Podríamos hablar en primer lugar con Patricia Meehan y Pete McItchie?
Paddy se bajó del banco, sintió que le temblaban las rodillas por la sorpresa, y se abrió camino hasta el centro de la estancia, donde se encontró con Dr. Pete delante del policía de pelo blanco. A su alrededor, el grupo de periodistas y editores se separó entre comentarios susurrados sobre ellos y sobre el final terrible de Heather.
Dos de los encargados de Sucesos salieron disparados a conversar con el agente de policía, y McGuigan levantó las manos y volvió a dirigirse a la sala.
– Sí, por supuesto que vamos a informar de todo esto, pero lo haremos en colaboración con la policía. Sin embargo, vamos a retener parte de la información con fines estratégicos, y todas las noticias pasarán obligatoriamente por los editores de Sucesos para asegurarnos de que las cosas se hacen con coherencia. -Sonrió y sus labios morados y carnosos se extendieron hasta su límite, complacido por haber podido decir la última palabra. Todos lo escuchaban, pero nadie lo demostraba.
Paddy y Dr. Pete aguardaban mientras el agente de pelo blanco daba órdenes urgentes a uno de sus esbirros sobre las puertas, o sobre vigilar las puertas, o algo así. McGuigan, ansioso por recuperar las relaciones amistosas con el agente jefe, le dijo algo sobre tomarse la revancha con una partida de golf. El hombre no le respondió.
Paddy no se lo podía creer: Heather estaba muerta. Alguien la había matado. Dr. Pete sudaba, tenía el labio superior y la frente húmedos y parecía tener el hombro derecho extrañamente tenso, como si se hubiera roto la clavícula. Uno de los agentes más jóvenes, un tipo de rostro rechoncho y el cuello grueso, lo saludó con la cabeza. Dr. Pete levantó la cabeza para responder pero se agarrotó con el movimiento brusco, mantuvo el hombro inmóvil y asintió rápidamente cuando el chico le preguntó si se encontraba bien. Parecía culpable de algo terrible, y Paddy sabía por qué. Tenía ganas de correr al Press Bar y traerle una copa, pero creyó que la policía no se lo permitiría; se aguantó el brazo y movió todo el peso de su cuerpo, apartándose del grupo y acercándose un poco más a Paddy.
– ¿Por qué quieren hablar con usted? -preguntó ella en voz baja-. Sé por qué tienen que hablar conmigo, pero ¿con usted?
– Proporciono información fácil. -Parecía sin aliento-. Conozco a uno de los agentes; solía beber con su padre.
– Y, además, sabe siempre lo que está ocurriendo.
Parecía un poco pelota porque trataba de evitar decir lo más obvio: que Pete era el jefe de los matones, el cabeza de grupo de los que habían acosado a Heather hasta que la despidieron. La policía le preguntaría si alguno de los tipos de la redacción podía haber ido más allá de perseguirla hasta expulsarla de la oficina, si la habían seguido a casa y la habían matado.
– Usted. -El policía del pelo blanco se volvió y señaló a Paddy sin más preámbulos-. Usted, vaya con él. McItchie, si no le importa, quédese conmigo. ¿Cómo está?
– Bueno, aguantando. -Pete se secó el sudor del labio superior.
Pete y Paddy permanecieron cerca el uno del otro mientras los acompañaban hasta los ascensores que nunca habían tenido derecho a utilizar. Ella calculó que a Pete le faltaban unos tres whiskys para alcanzar su estado normal.
– No será largo -dijo Paddy mientras las puertas se abrían delante de ellos.
– Espero que no. Me estoy derritiendo.
Dentro del ascensor, las paredes de espejo exageraban la imagen de los agentes, y los reflejaban como una pequeña brigada hostil. Paddy estaba una cabeza por debajo de cualquiera de ellos, perdida en medio de un bosque de torsos. Un piso más abajo, las puertas del ascensor se abrieron y se metieron en la planta editorial.
El pasillo de la sección de edición corría a lo largo de la pared exterior del edificio. La luz chillona del exterior que entraba por la ventana no mejoraba en absoluto la tez amarillenta de Dr. Pete. Paddy miró hacia la calle y advirtió que fuera había dos coches, uno aparcado a cada extremo del sendero, ociosos, sin que ninguno de los dos aprovechara el enorme aparcamiento medio vacío. Eran coches de policía; vigilaban el edificio para comprobar si alguien trataba de abandonarlo, ahora que el cuerpo había sido hallado. La policía estaba convencida de que el culpable era alguien del periódico.
En el pasillo, los policías que encabezaban la procesión abrieron dos puertas contiguas y desviaron a Paddy por una de ellas, invitando a Dr. Pete a entrar por la otra.
En la sala de reuniones había una mesa grande con sitio para quince personas. Paddy se miró las manos y se dio cuenta de que le temblaban un poco. Estaba sola, asustada y tenía diez años menos que los hombres fornidos que la acompañaban, superiores de todos modos porque eran ellos los que hacían las preguntas.
El hombre de rostro rechoncho que había tratado de hablar con Pete estaba a cargo de su sala. Les asignó los sitios, le indicó una silla a su compañero, colocó a Paddy a su lado y él se quedó en el lado opuesto de la mesa. No se había dado cuenta antes de sentarse porque era muy alto, pero el policía que estaba a su izquierda era rubio, de mandíbula cuadrada y tenía los ojos de un tono azul eléctrico. El amigo de Pete era moreno, gordo y más viejo. Tenía la cara aplastada, con la nariz chata como si alguien se le hubiera sentado encima cuando el barro todavía estaba blando.
El tipo rechoncho la miró a los ojos, erigiéndose en jefe.
– Soy el detective Patterson, y éste es el detective McGovern.
Ella les sonrió a ambos, pero ninguno de ellos le correspondió. No se trataba de hostilidad abierta, pero ninguno de ellos parecía estar especialmente interesado en hacer amigos. Patterson sacó una libreta y buscó la página pertinente; le pidió que le confirmara su nombre, su cargo de recadera, y le pidió la dirección particular.
– Se peleó usted con Heather, ¿no es cierto? ¿Cuál fue el motivo?
Paddy miró alrededor de la mesa unos instantes, preguntándose si tenía algún motivo para contar la verdad sobre Callum.
– Mi novio es pariente de uno de los chicos implicados en el caso Wilcox.
– ¿En el qué?
– El caso del pequeño Brian.
Los policías se lanzaron miradas elocuentes y miraron a sus papeles por un momento; cambiaron de expresión antes de levantar de nuevo la vista. El rechoncho le hizo un gesto para que prosiguiera.
– Cuando me enteré, se lo confié a Heather y ella escribió la noticia y la distribuyó.
– ¿La distribuyó?
– Contó la historia a una agencia y ellos la vendieron a muchos otros periódicos, a aquellos cuyos mercados no se solapan. -Los agentes no parecían tener mucho más claro el concepto-. Los periódicos ingleses; la noticia estaba en todas partes. Mi familia no se cree que yo no lo hiciera y ahora no me hablan. Ni siquiera sé si sigo prometida. No sé si mi novio me va a perdonar.
– ¿De modo que se enfadó con ella?
Sopesó la posibilidad de mentir, pero creyó que no sería capaz de hacerlo.
– Por supuesto.
– ¿Y por eso le pegó?
– No, tuvimos una discusión en el lavabo. -Cerró un ojo y cambió de postura en su asiento.
– Parece usted incómoda.
– Yo no le pegué.
– Algo le hizo.
– Le metí la cabeza dentro del inodoro y tiré de la cadena. -Sonaba tan canallesco que intentó excusarse-. Ahora lamento haberlo hecho.
– Me parece que hay que tener muy mal genio para aguantar la cabeza de alguien dentro del inodoro y tirar luego de la cadena.
El policía guapo la miró y le sonrió, lo que le dio ánimos.
– ¿Tiene usted mal genio?
De pronto, se dio cuenta de que lo habían traído deliberadamente a interrogar a la gordinflona. Resentida, cruzó las piernas y se volvió hacia Patterson.
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