Mientras esperaba que el semáforo se pudiera en verde, Heather buscó sus cigarrillos en el bolso. El semáforo cambió antes de lograr sacar uno del paquete, y se encontró de pronto con todos los semáforos en verde. Hasta que llegó a Cowcaddens, no logró llevarse un cigarrillo a los labios y apretar el mechero del salpicadero. Al inhalar, el humo le hizo sentir los pulmones sucios y atascados; al exhalar, tuvo la misma sensación en los dientes: le encantaba.
El Pancake Place estaba justo enfrente de una entrada cerrada con candado de Central Station. Había un furgón muy grande aparcado frente a las puertas, de modo que aparcó unos espacios más atrás y se retocó el maquillaje frente al retrovisor. En el centro de los labios, por donde fumaba, se le había borrado un poco el pintalabios. Cogió el n.° 17, rosa glacial, de su bolso, pero dio una última calada antes de repintárselos. Abrió la puerta, salió a la calle mojada, tiró el cigarrillo a medio fumar para apagarlo sobre el pavimento y corrió a la cafetería.
El menú del Pancake Place era un testimonio de la versatilidad del humilde panqueque: se ofrecía cualquier cosa, desde una cucharada de mermelada barata hasta un par de huevos y pudin de frutas. El café, abierto hasta las cuatro de la madrugada, se había convertido en el paraíso de los trabajadores del turno de noche, de los estudiantes que volvían a casa de marcha y de las prostitutas que necesitaban dar un descanso a sus pies. El color predominante del local era el marrón oscuro. En el techo suspendido, se habían colgado unos troncos de plástico, y, entre las mesas, se levantaban unas mamparas de roble falso. Para añadir un toque de autenticidad rural, las cartas plastificadas estaban insertadas en una base de madera oscura.
El local estaba tranquilo, y Heather advirtió rápidamente al hombre sentado a la mesa del fondo que leía el Scottish Daily News , tal y como le había prometido. Era más joven de lo que ella esperaba por el tono de voz, pero tenía las manos demasiado endurecidas para el periódico que leía. Iba vestido como un peón, con chaqueta de operario y un gorrito negro que le tapaba las orejas.
– Hola -dijo ella tratando de parecer profesional y disimular su ilusión.
Él pareció confuso. La miró de arriba abajo, fijándose en su caro abrigo rojo y en su denso pintalabios, y, luego, volvió a fijar la vista en el periódico.
– ¿Me llamaste?
Volvió a mirarla, esta vez molesto.
– ¿Nos conocemos?
Era una voz distinta a la del hombre del teléfono, y Heather miró detrás de ella para ver si había algún otro hombre con chaqueta de operario leyendo el Daily News . No lo había. Miró la hora. Era la una de la madrugada. Era la hora acordada.
– Creo que… -Miró la silla vacía que había frente a él-. ¿Puedo?
– ¿Puedes qué?
– Si puedo sentarme.
El hombre cerró el periódico y se aclaró la garganta.
– ¿Me vas a dejar tranquilo?
– ¿No me llamaste y me pediste que viniera?
– Yo nunca te he llamado.
– Pues alguien lo hizo.
– Bueno -dijo mientras volvía a abrir el periódico-, no fui yo quien te llamó. -La miró y advirtió lo decepcionada que estaba-. Lo siento mucho.
– Debía buscar a un tipo con chaqueta de operario que estuviera leyendo el Daily News .
– Creo que alguien te ha gastado una broma. Lo lamento.
Heather lo entendió de pronto. Habría sido alguno de esos gilipollas del News, uno de los chicos del turno de mañana que se estaría riendo a su costa. La debían de estar vigilando. Debían de estar ahí dentro, o al otro lado de la carretera, burlándose de ella.
– Está bien -dijo con la voz entrecortada por la decepción-. Gracias.
Retrocedió al tiempo que miraba por todo el café para comprobar que no hubiera alguien más en el local que coincidiera con aquella descripción. Había dos mujerzuelas con tacones de aguja y vestido de noche reunidas al fondo; una chica mod colocadísima, sentada con dos chicos con cazadora de cuero, todos con los ojos enrojecidos y movimientos lentos; un hombre muy viejo con abrigo y con los dedos artríticos manchados de nicotina. Nadie se volvió a mirarla.
Se quedó junto a la puerta, sin dejar de mirar aquella lluvia asquerosa, mientras parpadeaba con fuerza y se reprimía las ganas de llorar. Cogió una servilleta de papel de debajo de los cubiertos de la mesa más próxima y se limpió el irritante pintalabios. Londres no sería para ella. Y jamás conseguiría un trabajo ahí porque el sindicato la había tomado con ella, y esos hijos de puta no olvidaban nunca una rencilla.
Supuso que estaban dentro; alguien en el café la vigilaba. Sacó un cigarrillo del paquete y se lo encendió antes de dar una calada profunda y amarga. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas redondas, incontrolables, porque estaba cansada, era tarde y de noche y había puesto muchas esperanzas en aquella cita.
Abrió la puerta y salió a la lluvia, sacó las llaves del coche de su bolsillo, consciente sólo a medias de la figura que la seguía. En la calle, no había ni un solo coche aparcado; pero, de alguna manera, el furgón de antes había retrocedido para acercarse al Golf, lo cual la obligaría a hacer marcha atrás antes de salir. Maldiciendo el coche, a ella misma y a cualquier mierda despreciable que trabajara en el Daily News , giró a un lado para colarse entre el furgón y el capó del pequeño GTI rojo.
La puerta del furgón se abrió con fuerza, le dio en plena cara, y le rompió la nariz con un golpe sordo. Una mano grande y áspera se le posó sobre la cara, se la cubrió entera, y le esparció lo poco que quedaba del pintalabios rosa glacial por todo el mentón. Le oyó detrás de ella, era el hombre del café. Le oyó hablar con el tipo que la agarraba, le oyó protestar. Al creerlo su salvador, trató de volverse hacia él, pero las manos del que tenía delante la agarraron por el cuello, la levantaron por la garganta y la tiraron dentro del furgón.
El de la chaqueta de operario apenas hablaba por encima del susurro:
– Puta pájara equivocada, ya te tenemos.
Cuando Heather recuperó la conciencia, supo que estaba en el furgón y sintió que el vehículo avanzaba con rapidez por una autopista o por una carretera bien asfaltada. Estaba tumbada de lado, sobre una superficie plana, y tenía una toalla que apestaba a leche agria sobre la cabeza. Le faltaba un zapato y tenía las manos atadas con una cuerda a la espalda. Entre oleadas de estupefacción y náuseas, se dio cuenta de que tenía la cara muy hinchada; el dolor parecía irradiar desde el puente de la nariz, y le afectaba los ojos, las mejillas y los oídos, y casi le daba la vuelta a la cabeza entera. Cada vez que el conductor aceleraba o frenaba, resbalaba un poco por el suelo. Tenía la nariz taponada por la sangre. Trató de despejársela sonándose, pero le dolía demasiado. Percibía el rumor lejano de una radio procedente de delante de la cabina, un rumor de voces y el Imagine del pobre y difunto John Lennon que empezaba a sonar.
Al principio, volvió a pensar que debían de ser algunos de los chicos de la mañana gastándole una broma que se les había escapado de las manos, pero nunca estaban lo bastante sobrios como para poder conducir, y menos a esas horas de la noche, y tampoco la habrían agredido físicamente. Por un momento, se preguntó si no sería la familia de Paddy Meehan que estaba llevando a cabo su venganza, pero eso tampoco podía sor cierto. Recordó aquella mano aferrada a su cuello y se dio cuenta, súbita y claramente, de que no conocía a aquellos hombres y de que ellos tampoco la conocían a ella, y de que iban a matarla.
Con movimientos lentos, frotando una parte del mentón que le dolía relativamente poco contra el hombro, trató, sin conseguirlo, de quitarse la toalla apestosa de la cabeza. Empezó a sucumbir ante el pánico, y se frotó histérica, sin importarle el dolor.
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