Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Entre la oficina de impuestos y el hotel, podían ver el Loch Ryan, y, más allá de las colinas, el mar líquido y oscuro. Grandes transbordadores en dirección a Belfast y la isla de Man cabeceaban sobre el suave vaivén del agua. Había unos cuantos camiones que ya habían aparcado ahí, y los camioneros dormían en sus cabinas a la espera del primer transbordador.

– A la mierda -exclamó Meehan mientras apagaba la colilla en el cenicero-, eso no tiene ningún sentido. Volvamos a Glasgow y desayunemos en el mercado de la carne.

El café de los carniceros abría a las cuatro de la madrugada. Sus fritangas tenían lonchas gruesas de beicon como filetes de cerdo, y vendían jarras de whisky barato. Griffiths dio otra calada a su cigarrillo y sacudió la cabeza mientras exhalaba un hilillo de humo. Habían compartido celda durante dos meses y eran capaces de leerse la respiración. Griffiths estaba enojado. Miró con una media sonrisa a Paddy que movía otra vez la cabeza, y accedió:

– Está bien, está bien. -Giró la llave, puso en marcha el motor, y dejó las luces apagadas mientras hacía marcha atrás para salir del oscuro rincón-. Vayamos a desayunar.

II

A ochenta kilómetros al norte de Stranraer, en el pequeño y rico suburbio de Ayr, Rachel y Abraham Ross se encontraban en el dormitorio de su chalet y se disponían a acostarse. Rachel, con un batín azul cielo, estaba sentada a un lado de su cama individual y miraba cómo su marido se quitaba el reloj. Una tos aislada y convulsiva la sacudió de pronto. La reprimió e hizo un ademán de quitarle importancia:

– No es nada.

– ¿Estás segura? -dijo Abraham mientras dejaba el reloj en su mesilla de noche.

Rachel dio unos golpecitos a su cima.

– Estoy bien, estoy bien -dijo-. El doctor Eardly dijo que persistiría durante un tiempo después de la operación, ¿no? Estoy bien.

Sonrió a su marido para tranquilizarlo, mostrando las encías rosadas. Habían pasado el último mes acostados en sus respectivas camas, escuchando la textura de la tos bronquítica de Rachel. Eso los había dejado agotados a los dos. La tos era tan violenta que le agrietó una de las costillas y tuvieron que operarla. El día anterior, Abraham se había dormido en su despacho del Alambra Bingo Hall y había soñado que Rachel expectoraba un río en su habitación. Ella había sido siempre la más fuerte de los dos, a pesar de que tenía cinco años más y era estéril; pero, en la mente de ambos, era la más fuerte.

Apartó las mantas de su cama y se quitó el batín; lo dobló por la mitad con cuidado y lo colocó a los pies de la cama.

– Buenas noches, cariño. -Se besó la palma de la mano y le tocó la mejilla con la punta de los dedos para evitar agacharse.

– Buenas noches, querida.

Él esperó a que estuviera bien arropada y, luego, tiró del cordón que tenía encima de la cabeza para apagar la luz. Un azul cálido inundó la habitación, interrumpido tan sólo por una mancha de luz amarillenta que venía del vestíbulo. Al unísono, se quitaron las gafas, las doblaron y las pusieron, unas al lado de las otras, sobre la mesilla. Rachel estaba recostada sobre unos almohadones, puesto que le aconsejaron dormir lo más vertical posible para permitir que el líquido que tenía en los pulmones se asentara en la parte de abajo y así ocupara menos superficie de los órganos. Dobló las manos delante de ella sobre la sábana.

– ¿Has tenido una noche agitada?

– Sí, una buena noche.

– ¿ Buenas ganancias?

– Seis mil, todo o nada.

– ¿Como el viernes pasado?

– Exacto, eso es -dijo, y ella le oía sonreír-, casi lo mismo.

Ella también sonrió y buscó su cama con la mano, pero, al no alcanzarla, dio unas palmaditas al aire.

– Bien hecho.

Volvieron a recostarse, escuchando las respiraciones del otro; la de Rachel carraspeaba de vez en cuando pero era homogénea, Abraham hacía respiraciones largas y profundas para dar ejemplo. Ahora dormían poco pero les gustaba estar en la cama, escuchándose el uno al otro, sin necesidad de hablar o de estar siempre haciendo cosas. Estuvieron cuarenta minutos acostados juntos en la suave penumbra azulada. Una vez, Rachel estiró el brazo y volvió a dar palmaditas al aire, impulsada por la ternura de algún recuerdo.

De pronto, un fuerte chasquido frente a la puerta del dormitorio le hizo volver la cabeza con fuerza a Rachel.

Los dos contemplaron cómo una sombra negra cruzaba la mancha de luz desde el vestíbulo y, de pronto, la puerta se abrió de un golpe, chocando contra la pared. Dos figuras, o tal vez tres, entraron corriendo. Una llevaba una manta levantada y se tiró encima de Abraham, tapando la cabeza del viejo con ella. El otro se subió a la cama de Abraham y se impulsó al otro lado de la habitación, en dirección a Rachel.

Agarró a la mujer por las dos muñecas, la arrancó de la cama y la arrastró al suelo hasta el fondo de la habitación; se arrodilló sobre la cicatriz de su operación y la hizo gritar de dolor. El hombre le apoyó todo su peso sobre el pecho. Retrajo el brazo por el codo y le dio un puñetazo en la mandíbula. La podía ver iluminada por la luz del vestíbulo, con la boca desdentada, el pelo lacio y el cuello nervudo. Le dio otro puñetazo, en la mejilla, en el cuello y, de nuevo, en la mandíbula.

Abraham oía a su mujer desde debajo de la manta y utilizó todos sus cincuenta y cinco kilos de peso para luchar contra el hombre que lo inmovilizaba. Oía la respiración entrecortada del hombre, notaba su asombro. Tenía los dedos fuertes de contar el dinero todas las noches y encontró el brazo del tipo, le clavó los dedos en el blando antebrazo, lo apretó con fuerza. El hombre gritó:

– ¡Sácame a ese hijo de puta de aquí, Pat!

Era de Glasgow, del sur, posiblemente de Gorbals, donde tanto Rachel como Abraham se habían criado.

De pronto, Rachel volvió a respirar con normalidad y Abraham dejó de luchar. No había logrado sacarse la manta de encima y permanecía inmóvil, aferrado al brazo del tipo, al tiempo que escuchaba atentamente, preguntándose qué era aquel ruido como un silbido. Una barra de hierro rompió el aire y se estrelló contra su espalda, sus piernas, sus brazos, su espalda de nuevo.

Se lo llevaron todo: el dinero, los cheques de viaje, las pocas joyas que había y el reloj de Rachel, arrancado de su brazo mientras ella estaba tendida en el suelo, sangrando y llorando. Cuando hubieron acabado, los ataron; Abraham estaba lleno de golpes y magulladuras bajo la manta, su esposa gimoteaba a su lado. Permaneció tumbado bajo la manta, tratando de recordar cosas de los hombres. Eran los dos de Glasgow, uno se llamaba Jim o Jimmy, y el otro, Pat; uno era alto y robusto, y el otro, flaco.

Los hombres decidieron no marcharse hasta el amanecer para no levantar sospechas. Se instalaron en el salón y se bebieron los restos de una botella de Glenmorangie de quince años que Abraham guardaba para las buenas ocasiones.

A solas en el dormitorio, Abraham trataba de desatarse pero no lo conseguía.

– No. -Rachel luchaba por mantenerse despierta-. Por favor, no te muevas. Nos volverán a pegar.

Así que Abraham se quedó quieto porque se lo pedía su esposa. Permaneció quieto y escuchaba su respiración seca que vibraba por todo aquel dormitorio que habían compartido durante treinta años.

Finalmente, una luz blanca y acuosa empezó a filtrarse a través de la manta.

– ¿Se está haciendo de día? -preguntó, pero Rachel no respondió.

Los hombres volvieron a aparecer en la habitación y se acercaron a ellos. Abraham se apartó un poco, pero no habían entrado a pegarle. Ataron más cuerdas a su alrededor, después apretaron las que ya los unían de antes. Se levantaron para salir cuando Rachel volvió a hablar:

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